Fue un 8 de diciembre de 1585 cuando la Inmaculada Concepción fue proclamada patrona de los Tercios de Flandes e Italia.
España celebra a la Inmaculada como patrona y protectora desde 1644, como fiesta de carácter nacional
Es uno de los últimos dogmas de la iglesia católica, apostólica, romana, y con mayor razón que con otros dogmas, más español que nunca. La Inmaculada que se celebra cada 8 de diciembre es patrona de España, sin desmerecer a otros, como Santiago y cierra España, Santa Teresa de Ávila, doctora de una iglesia donde las mujeres no pueden tener cargos importantes, o la Virgen del Pilar, que no quiere ser francesa, sino capitana de la tropa Aragonesa… En este caso bajo la advocación de la Inmaculada, que es la misma, pero con otro título más rimbombante, “más español y mucho español”. Ya lo era antes de ser proclamada esta cualidad específica y única de la que se dice ser la Madre de Dios (¡ahí es na!). Y es que España se adelantó al Papa y a todo el infalible colegio cardenalicio. No le hizo falta a nuestra nación, entonces todo un imperio para más enjundia, esperar al siglo XIX para saberlo, y llevarla como insignia de nuestras tropas en Flandes, presidiendo la pica, estandartes y banderolas, y protegiendo a las huestes españolas precisamente cuando en peor trance se encontraban.
Corría el año 1585 y algunos países del norte de Europa, pertenecientes entonces a la corona española, como Flandes y otros rebeldes, pretendían segregarse, política y religiosamente, de la corona imperial, poniendo como disculpa la subida de impuestos y las barbaridades del Duque de Alba, dando origen a revueltas que alteraban el orden público y las creencias religiosas, entre otras, que la Virgen no era Inmaculada, tesis que todavía siguen defendiendo los protestantes, que, como su nombre indica, protestaban por todo desde que Lutero lanzó sus 95 tesis protesta, de las que se cumplen ahora 500 años. Sus seguidores no cesaban de buscar disturbios y no nos dejaban en paz originando la conocida como Guerra de los Ochenta Años (de 1568 a 1648), que acabó con la independencia de las 7 Provincias Unidas de los Países Bajos. Un duro golpe económico para España, que provocó la bancarrota de la corona, y golpe bajo religioso, que provocó el cisma de la cristiandad.
Malos tiempos para España y para la Iglesia, de quien era guardiana fiel y acérrima nuestra patria. Hacía falta otro golpe de efecto en ambos sentidos, católico y económico, en una Europa que se encaminaba al desastre desuniéndose en la política -se desgajaba un imperio- y en la religión -se venía venir el cisma-. Y por si no bastara esa reforma luterana a la que se adherían cada vez más los países de la Europa norteña, empezaron a surgir teorías políticas y debates religiosos dentro del decadente imperio y dentro de la misma iglesia entre las diversas órdenes religiosas, influidos algunos de sus miembros por las teorías de Lutero, Calvino y otros reformistas y racionalistas, que de todo había.
Un dogma a propósito
De siempre en el catolicismo se han dado trifulcas entre las distintas órdenes religiosas por la primacía en la curia, o sea, por el poder, o por la auténtica doctrina propuesta por unos y otros, afectando tales enfrentamientos al mismo Papado. Empezaron como afianzamiento de una tesis que había que seguir y dar por única y verdadera, a riesgo de caer en la herejía y ser anatematizado en caso de seguir manteniendo la contraria. Sucedía desde los primeros años del cristianismo, cuando todavía se consideraba como una secta del judaísmo, con los debates y teorías sobre las “naturalezas” de Jesucristo o las virtudes y hechos de su madre, la Virgen. En esos debates las órdenes más poderosas, como jesuitas, dominicos, agustinos, etc., se enzarzaban durante años, hasta que el Papa con su infalibilidad -hoy tan discutida- se inclinaba a favor de una tesis y zanjaba la cuestión declarándola “dogma”, es decir, creencia, a pesar de todo. Dogma es una verdad de fe, absoluta, inmutable, infalible e incuestionable. El fundamento de todo el sistema. El catolicismo romano tiene 44 dogmas, la mayoría “trinitarios” (tres dioses en uno), y “cristológicos” (Jesús, hombre y dios), a los que se han añadido los “mariológicos”. Así surgió uno de los últimos, el de la Inmaculada Concepción de María (junto a la Asunción, del que, como ya no es fiesta, nadie se acuerda), y que nos mostraba el catecismo en nuestros años de estudiante infantil, mujer sin mancha, “antes”, “en”, y “después”, del parto. (Otra manera de aprender y entender las preposiciones, y los adverbios temporales, y saber que los niños no los traía la cigüeña de París, sino que eran fruto del vientre de la mujer, resultado de parir, o sea, del parto, aunque luego hubiera otras confusiones que escapan a este comentario, como la procreación, el sexo y otros misterios insondables).
En medio de estas trifulcas de si la Virgen tenía o no la “mancha del pecado original”, o sea las consecuencias de haber comido de la manzana en el Paraíso, que mantenían los dominicos, partidarios de la “mácula”, frente a los franciscanos, que abogaban porque era inmaculada, el Papa no tuvo más remedio que salir al paso. Hay historiadores que aseguran otra razón ante el perverso naturalismo que se extendía por este mundo de Dios. Como base mayor que la disputa religiosa, se apuntan las corrientes ideológicas de ese momento crucial en la vida de la iglesia de Roma. Así el historiador Francesco Guglieta, experto en la vida de Pío IX, señala el naturalismo y el positivismo, que despreciaban toda verdad sobrenatural, junto a la situación política -independencia y unión- de Italia y, como consecuencia, la del Vaticano. Ambos hechos podrían considerarse como la cuestión de fondo que impulsó al Papa a la proclamación del dogma de la Inmaculada. Zanjaba la disputa entre franciscanos (inmaculistas) y dominicos (maculistas) de varios siglos atrás, proclamando el Papa Pío IX el dogma en la bula Ineffabilis Deus del 8 de diciembre de 1854. En las tristes circunstancias que atravesaba la Iglesia, en un día de gran abatimiento, el Pontífice, dicen que dijo, al cardenal Lambruschini: «No le encuentro solución humana a esta situación». Y el cardenal le respondió: «Pues busquemos una solución divina. Defina S. S. el dogma de la Inmaculada Concepción» (Ver Pascual Rambla, parte III, cap. V: Historia del dogma de la Inmaculada Concepción, en su “Tratado sobre la Sma. Virgen”, Ed. Vilamala, 1954, Barcelona).
Fue una ocurrencia muy recurrente en esas fechas, pero de antes ya se venía celebrando como fiesta de guardar en toda la Iglesia desde 1708 por orden del Papa Clemente XI, que no se atrevió a meterse en esos berenjenales que tanta discusión ha seguido provocando entre teólogos, mariológos y protestantes.
España celebra a la Inmaculada como patrona y protectora desde 1644, como fiesta de carácter nacional, en que se declara oficialmente «Patrona del Arma de Infantería a Nuestra Señora la Purísima e Inmaculada Concepción, que ya lo fue del antiguo Colegio Militar y lo es de la actual Academia General y de un gran número de Regimientos». Este patronazgo tiene su origen en las Guerras de Flandes, cuando en España nunca se ponía el sol.
En la actualidad, antes de pasar a “poner una plica en Flandes”, apuntaré que es patrona también del Cuerpo Eclesiástico del Ejército y del Estado Mayor, del Cuerpo Jurídico, y de los Colegios de Farmacéuticos y las Facultades de Farmacia. El primer templo dedicado a la Inmaculada Concepción en España fue el Monasterio de San Jerónimo de Granada. Bajo esta advocación, muchos pintores y escultores españoles de renombre internacional e inmortal nos han legado magníficas obras de arte.
España lo sabía antes que el Papa
No es extraño que sea una fiesta que, a pesar de haberse planteado su traslado o supresión en algún momento de nuestra democracia, se mantenga por todo lo alto, sumada a otra celebración política. Y es que religión y política, incluso la guerra, van de la mano; y servidor no es quien para quitar este privilegio de la unión, aunque sea partidario de que, puestos a suprimir algo, sea la guerra. Sin duda, en esto, estaremos todos de acuerdo. Lo dicho, trasladémonos a las frías tierras de Flandes (Bélgica, Holanda, Luxemburgo…) y a la explicación del título de este reportaje referido a la Virgen.
España se encuentra en esas fechas inmersa en plena Guerra de los Ochenta Años (1568-1648), frente a las rebeliones de los Países Bajos que querían constituirse en naciones independientes del imperio español. Eran nuestros territorios en Flandes, cuna del emperador Carlos, que con la paz de Westfalia, conseguirían poner fin a las luchas, a las que se habían sumado Inglaterra y Francia contra España (siempre hay terceros metidos por medio), y conseguir su objetivo cuyas consecuencias fueron nefastas para el imperio y su catolicismo. Pero ya se sabe que Dios está siempre del lado de quienes practican su doctrina, y por tanto también su Madre, y como no podía ser de otra manera, lo que la mano humana no puede, lo suple la intervención divina. Por eso la Virgen no dudó en “poner una pica en Flandes”, al lado de las diezmadas, heladas, y agotadas huestes españolas. Se produjo el prodigio, el conocido como Milagro de Empel.
Según cuentan las crónicas, el 7 y el 8 de diciembre de 1585, el Tercio del Maestre de Campo Francisco Arias de Bobadilla, compuesto por unos cinco mil hombres, combatía en la isla de Bommel, entre los ríos Mosa y Waal a una flota de diez navíos de los rebeldes de los Estados Generales de los Países Bajos, bajo el mando del almirante Filips van Hohenlohe-Neuesnstein. Nuestra tropa se hallaba bloqueada por la escuadra enemiga. La situación era desesperada para los Tercios españoles. La derrota y la muerte acechaban en las aguas del río. Al aumento y estrechamiento del cerco, y al desfallecimiento y cansancio del ejército imperial, se sumaban la escasez de víveres, municiones, y ropas secas.
Según se describe en la Wikipedia, “el jefe enemigo propuso entonces una rendición honrosa, pero la respuesta española fue clara: «Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos». Ante tal respuesta, el almirante Hohenlohe-Neuenstein recurrió a un método harto utilizado en ese conflicto: abrir los diques de los ríos para inundar el campamento enemigo. Pronto no quedó más tierra firme que el pequeño montículo de Empe, donde se refugiaron los soldados del Tercio. En ese crítico momento un soldado del Tercio cavando una trinchera tropezó con un objeto de madera allí enterrado. Era una tabla flamenca con la imagen de la Inmaculada Concepción.
“Anunciado el hallazgo, colocaron la imagen en un improvisado altar, y el Maestre Bobadilla, considerando el hecho como señal de la protección divina, instó a sus soldados a seguir luchando encomendándose a la Virgen Inmaculada: Este tesoro tan rico que descubrieron debajo de la tierra fue un divino nuncio del bien, que por intercesión de la Virgen María, esperaban en su bendito día.
“Esa noche, se desató un viento completamente inusual e intensamente frío que heló las aguas del río Mosa. Los españoles, marchando sobre el hielo, atacaron por sorpresa a la escuadra enemiga al amanecer del día 8 de diciembre y obtuvieron una victoria tan completa que el almirante Hohenlohe-Neuenstein llegó a decir: «Tal parece que Dios es español al obrar, para mí, tan grande milagro». Aquel mismo día, entre vítores y aclamaciones, la Inmaculada Concepción es proclamada patrona de los Tercios de Flandes e Italia”.
Y así hasta hoy, en que la Inmaculada Concepción es patrona de los Tercios Españoles, la actual Infantería.
La celebración del dogma
Casi trescientos años antes de que el Papa la declarara “dogma”, los españoles, tan adelantados (por algo eran imperio), ya lo sabían. Con la misma fe que sus Tercios, la siguen celebrando, aunque para ello tengan que aguantar las caravanas del puente convertido, por milagro mariano, en acueducto, que contrariamente al río Mosa, no se hiela en estas tierras devotas de María.
Si ese 8 de diciembre de 1854, el Papa, rodeado de la solemne corona de 92 Obispos, 54 Arzobispos, 43 Cardenales y de una ingente multitud de fieles, definía como dogma de fe el gran privilegio de la Virgen, lanzando miles de palomas mensajeras para llevar urbi et orbe el mensaje, y lanzando a repiques las campanas de un millón de templos repartidos por doquier, hoy miles de conductores, desafiando las inclemencias del tiempo, se lanzan a las carreteras para festejar esa fiesta religiosa junto a la otra fiesta política.
A partir de entonces, entre los católicos fieles a Roma, se divulgó añadido al consabido saludo del Ave María, su dogma de “Purísima”, y la correspondiente respuesta de “sin pecado concebida”. Actualmente sigue vigente en todos los lugares, sagrados o no, que tengan algo que ver con la religión, como en los tornos y comercios de conventos y monasterios, repetido mil veces en la confesión y antes de vender las yemas de Ávila, los pasteles, huesos de santo, cabellos de ángel, o el exquisito y fuerte licor fermentado en los alambiques conventuales.
Ha transcurrido tiempo y puede que nadie se acuerde hoy del motivo de esta celebración sagrada, a la que se une la política (religión y política van de la mano), en un puente convertido -que hasta en este tipo de conversiones influyen los dogmas- convertido en acueducto. Y si entonces se echaron palomas y campanas al vuelo, hoy se echa por la ventana la visa y el coche, y, superada la caravana que a nadie le importa tratándose de juerga y fiestoquis, se busca el ocio y la diversión.