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La tríada del embrutecimiento en Colombia: historia patria, religión y educación cívica

La función fundamental de un libro crítico radica en develar los mecanismos, abiertos o sutiles, de la dominación y la opresión, sin importar ni el tema, ni la dimensión temporal, ni la escala espacial del asunto que se estudie. Esto es lo que hace Efrén Mesa en el libro que ahora presentamos y cuyo tema central es el de las implicaciones de la enseñanza de la historia patria en la vida cotidiana de los habitantes de un lugar profundamente conservador y católico, como lo es el municipio de Aquitania (Boyacá), conocido antes como Puebloviejo, en la época de la Violencia (1946-1965).

Es necesario destacar tres coordenadas principales de esta obra. Primero, los vínculos estrechos entre historia patria, religión y educación cívica, como pivotes de una forma de enseñanza que reafirma el poder de la jerarquía católica y de los terratenientes en la sociedad colombiana. Segundo, los nexos entre la política nacional y lo local, a través de los discursos de los políticos conservadores y de los representantes de la iglesia católica, generadores de odios, sectarismos, exclusiones y violencia. Tercero, la consolidación de la intolerancia cultural, por medio de discursos incendiarios de políticos, afiliados principalmente al partido conservador, y de obispos y curas que generan y legitiman una práctica criminal (a nombre de la pretendida superioridad de los valores religiosos y morales que defienden las jerarquías católicas y los directivos y militantes del partido conservador) que se manifiesta en el asesinato, la persecución, el destierro, la estigmatización y el señalamiento de todos los que son considerados como enemigos de la “patria” y de los sacrosantos valores de la religión católica y de la propiedad privada. Esto viene acompañado de la construcción de un imaginario anti-comunista, con el cual se legitima la persecución de esos enemigos, todos los cuales, pese a las diferencias que puedan tener, son englobados bajo el mote de “comunistas”, que deben ser erradicados de la tierra colombiana, empezando por los liberales, presentados como la encarnación del “demonio rojo”.

La triada que embrutece: historia patria, religión y educación cívica

Una de las grandes desgracias que hemos padecido los colombianos desde finales del siglo XIX, más exactamente después de 1886, fue la imposición de la religión católica como credo oficial, promovido por el Estado, lo cual le dio un poder inusitado a un estamento privado, la jerarquía católica, en los órdenes ideológico, simbólico, educativo, cultural… En el terreno educativo esa religión adquirió un poder desmesurado en cuanto el control y disciplinamiento de los cuerpos y de los espíritus y eso fue posible mediante la implementación de unos saberes dogmáticos y escolásticos, entre los cuales sobresalía la enseñanza de la doctrina religiosa, como materia obligatoria en todas las instituciones de educación del país, lo que vino acompañado de la condena de todo aquello que fuera considerado laico o no confesional, porque no correspondía al “orden divino” del credo católico.

La enseñanza de la religión se convirtió en el soporte de la dominación ideológica y cultural de la iglesia católica y también en uno de los filtros que determinaba quien debía ser considerado como un “buen cristiano”, lo que tenía consecuencias en materia de acceso a la educación, a los empleos públicos y a la participación en cualquier instancia de la sociedad. Esa enseñanza religiosa inculcaba la sumisión, la obediencia, la aceptación de las desigualdades sociales como algo natural, y el respeto irrestricto a curas y obispos y a lo que emanara del Vaticano. Se exaltaba la existencia de un orden sagrado e incuestionable, al que había que someterse sin chistar. Era una enseñanza dogmática sobre ese orden superior y pretendidamente divino que se plasmaba en el catecismo del padre Astete, donde a los estudiantes solamente se les pedía memorizar y repetir las formas canónicas establecidas, sin atreverse a cuestionar, preguntar y mucho menos dudar. Todo lo que decían los manuales de religión era cierto y valido por petición de principio y, en consecuencia, incuestionable.

Bajo esta misma lógica estaba construida la historia patria, cuyos manuales estaban escritos a imagen y semejanza de los catecismos religiosos. No por casualidad durante varias décadas en Colombia se enseñó una materia que se denominaba historia sagrada, la cual simplemente pretendía convertir en procesos reales los acontecimientos imaginarios y literarios, en el mejor de los casos, que se encuentran en la Biblia o en los Evangelios y buscaba establecer unas pautas de conducta ejemplarizante derivada del culto a los santos.

Por eso, cuando en 1936 se efectuó una temerosa reforma educativa, religiosa y constitucional durante el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo, que tocó someramente el poder de la iglesia católica, sus altas jerarquías y las principales dirigentes del partido conservador condenaron cualquier intento de alterar sus intereses como algo que iba contra los valores de la nacionalidad, y anunciaban la defensa de esos valores religiosos a sangre y fuego, si era el caso. Este es uno de los antecedentes tempranos de la violencia sectaria y partidista que se va a desencadenar en el país después de 1945. Y bajo este prisma se construyó la historia patria durante la República Conservadora (1886-1930), que no fue seriamente cuestionada durante la República Liberal (1930-1946) y siguió siendo dominante en la educación colombiana hasta la década de 1970. Esta historia patria se distinguía por rendirle culto a los grandes hombres (machos), militares, curas, conquistadores, los cuales eran presentados como seres divinos y sobrenaturales, siendo sus herederos quienes eran los dirigentes conservadores o fungían como altos jerarcas de la iglesia católica. La historia patria exaltaba el individualismo, las grandes hazañas y gestas guerreras, de los héroes que con su sacrificio engrandecían la patria. Aquí también, como en los catecismos, se le exigía al alumno que creyera dogmáticamente en esas hazañas y para ello lo único que debería hacer era memorizar fechas, datos, nombres y luego repetirlos como loro amaestrado.

En cuanto a la educación cívica no pretendía formar ciudadanos sino buenos cristianos, pasivos, obedientes e intolerantes, que nunca cuestionaran ni la riqueza, ni el poder terrenal de unos pocos, ni la desigualdad, sino que consideraran que todos esos asuntos eran normales y naturales, porque Dios lo había dispuesto así. La autoridad viene y emana de Dios y los buenos cristianos, a los que se les inculcan los valores de la sumisión, la obediencia y la creencia dogmática en lo que les dicen quienes se proclaman como portadores de la verdad, deben someterse con la cabeza baja, porque todos los que representan a Dios merecen respeto y obediencia, en el hogar, en la escuela, en la parroquia, en la vereda, en la cabecera municipal, en el Departamento o en el país.

Por supuesto, esta triada del embrutecimiento generaba unos individuos pasivos, obedientes, sumisos y, lo que es peor, dogmáticos, con un horizonte mental bastante limitado y conservador, dispuestos a obedecer las órdenes del cura o del gamonal local o del político incendiario de la dirección nacional del Partido Conservador, que llamaban a oponerse a cualquier intento de tocar su poder terrenal, mediante cualquier reforma, como la educativa, por limitada que fuera. Y la reacción fue brutal, como lo ejemplifica en Boyacá el caso de Fray Francisco Mora Díaz, quien sostenía que “la escuela sin religión será para Colombia lo que ha sido para otras naciones: semillero de criminales, fábrica de libertinos y suicidas; antros de donde saldrán los traidores a la patria, porque quien reniega de su religión, con más razón se avergonzará del pedazo de la tierra que lo vio nacer”.

Esa triada del embrutecimiento presentaba a la desigualdad, la intolerancia, el racismo, el fanatismo como fenómenos naturales, resultado de designios divinos. En las zonas agrarias, las más pobres, donde el poder espiritual del cura de parroquia era indiscutible –poder que era complementado en la escuela por el maestro de religión y de historia, a veces encarnado también en los propios sacerdotes–, esos discursos reforzaban la injusticia y la desigualdad.

Todos los aspectos mencionados son estudiados con detalle y rigor por Efrén Mesa, mediante un trabajo sistemático y exhaustivo de fuentes, entre las que sobresalen los textos escolares, los programas oficiales de estudio y las declaraciones de políticos y de curas sobre la enseñanza confesional.

Los vínculos entre el odio político nacional y la violencia local

Un segundo aspecto que debe destacarse de este libro radica en la manera cómo se analizan los nexos existentes entre lo nacional y lo local, en el período que va desde mediados de la década de 1930 hasta finales de la década de 1950. Más exactamente, se develan los mecanismos, tenues y, a primera vista, difíciles de percibir, entre la política nacional y local, entrelazada por el poder de la palabra, principalmente en su forma oral y en menor medida escrita, de los dirigentes políticos del partido conservador y de los representantes de las altas jerarquías católicas. Es en el centro del país, concretamente en Bogotá, donde se hacen las principales invocaciones contra el reformismo liberal de López Pumarejo, por la boca y la pluma de Laureano Gómez, los Leopardos y otros miembros del conservatismo en el lado “civil” y las altas jerarquías de la iglesia católica por el lado religioso. Entre los dos sectores existe un tácito acuerdo de oponerse a cualquier reforma que intente tocar los intereses de los grandes propietarios y los privilegios en materia de educación y de control de los cuerpos que ejercía la iglesia católica.

La oposición en Bogotá, plena de odio, de mentiras, de embustes, adquirió un carácter incendiario, que recurrió a todos los mecanismos para legitimar su cruzada salvadora, que era presentada como la defensa de la patria católica, que estaba en peligro por la emergencia de un proyecto comunista, representado supuestamente por la fracción lopista del partido liberal. Ese discurso del odio, cuya máxima expresión era el diario conservador El Siglo, no estaba circunscrito a Bogotá y sus alrededores sino que llegaba hasta los rincones más distantes de la geografía nacional, y era reproducido a escala departamental por políticos subalternos y por obispos, y luego a escala local por gamonales y curas de parroquia.

En el caso del Departamento de Boyacá, el personaje que más claramente encarnó ese odio banderizo y sectario a cualquier reforma liberal fue el sacerdote dominico Francisco Mora Díaz, quien a través de El Cruzado (nombre terriblemente exacto) difundía las mentiras y odios nacionales a escala regional y luego los curas lo repetían en sus misas y los profesores de religión, de historia y de educación cívica en las escuelas de pueblos y veredas. Este fue uno de los instrumentos prácticos y reales mediante el cual se encadenó lo dicho en Bogotá, que llamaba por ejemplo a matar liberales, masones y comunistas, y los crímenes que se empezaron a llevar a cabo después de 1946 en veredas y villorrios de provincia, con el regreso de los conservadores al control del Ejecutivo, tras la victoria de Mariano Ospina Pérez.

De ese cruzado que era Francisco Mora Díaz dijo Agustín Nieto Caballero, insigne pedagogo liberal, que era como Laureano Gómez pero vestido de sotana y partidario como este de la violencia. Y eso era evidente, porque a propósito de la Reforma Constitucional de 1936 ese cruzado señaló que era “un reto al pueblo católico”, porque a “la escuela cristiana han opuesto la escuela laica, al matrimonio católico el concubinato público, o lo que es lo mismo, el divorcio”. Ante eso, advertía que “primero correrían ríos de sangre antes de consumarse la inequidad” y el deber era oponerse porque “quien permaneciere en actitud pasiva, ya es un traidor al credo religioso”. Un macabro anuncio que por desgracia se haría realidad a los pocos años.

Palabras como estas dichas por un cura, con gran influencia en Boyacá, no se las llevaba el viento, sino que eran atendidas como ordenes marciales por militantes del partido conservador que se encargarían de perseguir y masacrar adversarios, ante el visto bueno de los curas y obispos que decían que matar liberales no era pecado.

Ese discurso del odio se vio reforzado por los acontecimientos del 9 de abril de 1948 que para los curas y los conservadores fue una conspiración comunista, con participación liberal, y frente a la cual se dio la consigna de acabar con los nueveabrileños, porque encarnaban los peores designios que se habían hecho desde 1936, cuando se anticipaban los efectos destructores de la reforma educativa liberal. Después del 9 de abril queda abierto el camino para que los odios sectarios y banderizos que se habían difundido desde años antes fueran plasmados en la persecución y el asesinato de los liberales, identificados en una forma maniquea como comunistas y enemigos de la nacionalidad colombiana y de sus valores cristianos. Por ello, no sorprende que en Aquitania y otros lugares de Boyacá, el mismo 9 de abril y en los días subsiguientes emergieran grupos organizados y armados de campesinos conservadores, conducidos por políticos conservadores o clérigos católicos, que recorrían los caminos persiguiendo liberales, gritando a viva voz “Viva Cristo Rey”, “Viva Laureano Gómez”, “Muera Echandia”, “Viva Juan Roa Sierra”.

Con gran cuidado y muchos detalles se reconstruyen en este libro los aspectos señalados, entretejiendo los acontecimientos nacionales con sus efectos regionales y locales, al considerar el carácter conservador de Puebloviejo.

La intolerancia cultural y los discursos del terror y la muerte

No debe creerse, nos asegura el autor de este libro, que lo acontecido en Puebloviejo fue fortuito u ocasional, sino que respondía la consolidación de un proyecto cultural esencialmente intolerante, sustentado en preceptos y concepciones profundamente retrogradas, anti-modernas, enemigas de la ilustración y de las luces. Para ese proyecto resultaba inaceptable combatir la desigualdad, la riqueza y la injusticia, puesto que eso iba contra el orden divino, puesto que Dios había erigido a la sociedad como desigual y le había dado poder a los ricos sobre los pobres. Esto era así por ley divina y nada se podía hacer para modificarla, y quienes intentaban hacerlo representaban un peligro, que era necesario erradicar a machetazo limpio si era el caso, y como efectivamente sucedió en diversos lugares del territorio colombiano, entre ellos importantes zonas del Departamento de Boyacá.

En la edificación de esa intolerancia cultural fue fundamental la triada que señalamos arriba, conformada por la enseñanza de la religión, la historia patria y la educación cívica. Como resultado se configuró en gran parte del país, especialmente en las zonas más directamente influidas por el clero católico y el partido conservador, un individuo intransigente, ignorante, sectario, violento, lleno de odio, dispuesto a defender lo que se consideraban los valores supremos de la nacionalidad y de la patria, contra los enemigos. Contra estos no habían medias tintas, no podía conciliarse con ellos y había que eliminarlos. A esa cruzada religiosa contribuyeron esos discursos del terror y de la muerte, y por los cuales se organizaron desde mediados de la década de 1940 grandes bandas de campesinos por parte de dirigentes conservadores y de los propios curas, para que persiguieran y mataran liberales, siendo el ejemplo más tristemente célebre, más no el único, el de los chulavitas. Luego del 9 de abril ese proyecto criminal se amplifica y se justifica con una contra-reforma educativa que apuntaba a convertir nuevamente y en forma masiva a la población colombiana al catolicismo más trasnochado, y para ello eran cruciales la historia patria y la educación cívica como materias obligatorios, y que la educación en general, como en los tiempos de la República Conservadora, fuera organizada y dirigida en concordancia con los presupuestos de la religión católica. Por eso, en los “concursos oficiales” para escoger profesores se exigía que el candidato fuera bautizado, si era casado que fuera por lo católico, que demostrara ser un buen cristiano y además debía ser recomendado por el cura de la localidad. El resultado fue la incorporación masiva al cargo de profesores de personas sin preparación ni idoneidad, sino simples fanáticos y seguidores incondicionales de los curas de parroquia. Y estos fueron quienes deformaron a varias generaciones de colombianos, y los sumieron en la ignorancia, el sectarismo y el fanatismo. Y, en esa dirección, no sorprende, como aconteció en Aquitania, que allí se formaran las llamadas “guerrillas de paz”, conformadas por campesinos conservadores, para combatir las guerrillas liberales, que eran presentadas como chusma comunista. Los dos procesos (el de la formación escolar y el de empuñar las armas en un proyecto contra-insurgente) no estaban separados, sino que eran la expresión de esa cultura intolerante, que devela con cuidado el autor de este libro, y detrás de la cual se encontraba la enseñanza de la historia patria, aunque eso no fuera evidente a primera vista.

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Hemos querido destacar en este prólogo tan solo tres de las principales contribuciones de este libro de Efrén Mesa, sin que eso signifique que allí se agotan sus aportes. Son mucho más, pero solamente hemos querido destacar las cuestiones que para nosotros son más relevantes. Como colofón, habría que agregar que esta obra es un interesante esfuerzo, independiente y crítico, de analizar la “historia patria”, y sus múltiples implicaciones, y para eso los manuales escolares se convierten en una fuente para el estudio de una forma particular de discurso historiográfico, que tanta fuerza tuvo en Colombia durante gran parte del siglo XX.

Muchos de los problemas enunciados en este libro, algunos de los cuales hemos descrito más arriba, no son, por desgracia, para nosotros los colombianos, cosa de un pasado ya ido. Por el contrario, tienen que ver con nuestro presente y nuestro futuro inmediato, en la medida en que proyectos intolerantes y criminales, como los representados por la bacrim de los uribeños y el Centro Demoniaco, se sustentan en instrumentos parecidos a los que se han develado a lo largo de la obra que prologamos. Desde luego, la intolerancia ya no circula en forma preferente a través de la historia patria, pues ésta ya prácticamente se extinguió porque la misma enseñanza de la historia fue abandonada en la educación pública, como resultado de un proyecto de Estado y de las clases dominantes, sino de las mal llamadas “redes sociales”, pero igual se difunde el odio, la intolerancia, se patrocina y apoya el crimen y el asesinato de los que son declarados como “terroristas”, a los cuales, como en las décadas de 1930 a 1950, se les sigue denominando como comunistas y enemigos de la patria. Y, como en la época estudiada en esta obra, ahora la intolerancia es impulsada por un político lleno de odio y rencores, ligado a los peores círculos criminales y mafiosos que han existido en Colombia, cuyas mentiras son amplificadas por el mundo religioso, aunque este lo configuren –y esta sería una novedad con respecto a lo acontecido en las décadas de 1940-1950– ya no solo la iglesia católica, sino principalmente iglesias cristianas y evangélicas, que tienden a consolidarse como mayoritarias. De todas formas, el sectarismo criminal se basa en el mismo patrón, con contadísimas excepciones, de intolerancia, fanatismo e ignorancia que ensangrentó a Colombia a mediados del siglo XX y que sigue suscitando el derramamiento de sangre a comienzos del siglo XXI para satisfacer su apetito de cruzados medievales y de fanáticos anticomunistas. El epicentro principal de ese fanatismo criminal se encuentra en Antioquia, la cuna de la cultura traqueta que se ha consolidado en la sociedad colombiana desde 2002, donde se combina catolicismo puro y duro, machismo, motosierra, racismo, camándulas, grandes terratenientes y ganaderos, anticomunismo, exaltación de los ricos y poderosos, mafia, narcotráfico y la supuesta superioridad del ingenio paisa, que se basa en la lógica perversa y criminal de justificar el aplastamiento de los que son diferentes y piensan distinto. Y eso demuestra que las enseñanzas de la historia patria, con su culto a los héroes y salvadores, perviven en nuestra sociedad, con trágicas consecuencias, similares a las que se develan en esta investigación.

Renán Vega Cantor

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