El egoísmo puede salvar a Senegal de la violencia religiosa. «Aquí el yihadismo no puede prosperar porque nadie está dispuesto a dar su vida por una causa», asegura Ibou Diouf, colaborador en aquel territorio de la ONG vasca ‘Creando futuros’. Esa incapacidad para el sacrificio resulta conveniente en estos tiempos tan propicios para la inmolación propia y ajena, pero el Gobierno local ha preferido no confiar en la laxitud nativa y desarrollar una multilateral estrategia de defensa contra el salafismo combatiente. El régimen de Dakar aplica un programa para la seguridad interior consensuado con la Unión Europea, forma parte de la misión de paz (Minusma) en la vecina Mali, mantiene la base aérea francesa de Ouakam y ha firmado un pacto de defensa con Estados Unidos.
Este Estado laico de mayoría musulmana se encuentra en una de las regiones más pobres y convulsas del planeta y, hasta ahora, ha conseguido zafarse de la ofensiva extremista. Pero, además de blindar fronteras, el país se ha embarcado en una política mucho más ambiciosa que apuesta por el desarrollo.
Los cincuenta kilómetros que separan el aeropuerto Blaise Diagne de la capital sintetizan esa pretensión de sacudirse tanto la miseria como la amenaza de desestabilización a través de grandes iniciativas. Tras abandonar el aeródromo, construido por el grupo saudí Binladin e inaugurado el pasado diciembre, los visitantes recorren una flamante autopista de pago, llevada a cabo por una empresa francesa, mientras contemplan anuncios con estética de ciencia ficción que hablan de Diamniadio Lake City, ciudad de nueva planta ya en ejecución. Sus lujosas viviendas se antojan destinadas a la elite que, posiblemente, constituye la clientela de los concesionarios automovilísticos que ya jalonan la ruta.
La estética futurista de la arquitectura resalta en un paisaje vasto y plano. La imaginación ha de esforzarse para materializar este plan del conglomerado empresarial Semer, radicado en Emiratos Árabes Unidos. Algunos edificios comienzan a levantarse, pero aún no hay asomo de la retícula vanguardista, con la excepción de su vanguardista centro de conferencias Abdou Diouf, erigido por una empresa turca. Todos los grandes inversores africanos parecen converger en este trayecto, con la excepción de China, que acomete la construcción de una autopista entre las ciudades de Thiès y Touba, eje central necesario para el propósito de convertir a la pequeña república sin grandes recursos naturales en la privilegiada puerta comercial de África Occidental.
Un baño de realidad
El recién llegado conoce el país soñado antes de pisar el real y, tal vez, retenga en la retina las maravillas del Programa Senegal Emergente, potenciado por el presidente Macky Sall, hasta que descubre la cotidianidad de Dakar, una metrópoli densa, sofocante, sin aparente personalidad, como tantas urbes africanas. Desde hace seis años, cuando llegó al poder, este dirigente parece embarcado en una carrera contrarreloj para impedir que el país sahelino sufra la zozobra de Malí y otros Estados limítrofes. La singular naturaleza democrática de la república le otorga un plazo limitado para materializar su propósito, aunque la oposición le achaca modos autoritarios. La introducción de una rígida ley electoral y, sobre todo, el juicio y encarcelamiento de Khalifa Sall, su principal adversario en las próximas elecciones al ejecutivo, parecen atestiguar esa determinación.
Las ilusiones, quizás quimeras, se desvanecen desgraciadamente en la periferia de la capital. Entonces, surgen esas lacras comunes a todo un continente. Curiosamente, la cooperación al desarrollo vizcaína y guipuzcoana da perfecta cuenta de esos males, que se sintetizan en el habitual déficit en salud, educación y esperanza. Entre otros proyectos, las instituciones forales vascas contribuyen económicamente al sistema sanitario de Pikine, un gigantesco barrio de aluvión que concentra el 40% de la población de Dakar, carente de hospitales, y con sólo un ginecólogo para 90.000 mujeres en edad reproductiva.
Un espacio para el cambio
La solidaridad vasca descubre el reverso, la vida cotidiana de los más desfavorecidos, hacinados en suburbios o poblaciones rurales, víctimas de la progresiva desertización y el ancestral abandono del campo, que también sueñan, no con grandes proyectos, sino con hacerse con un visado o el dinero suficiente para abordar un peligroso viaje por el desierto que conduce al Mediterráneo. Pero también hay espacio para el cambio. Ambas diputaciones apoyan un proyecto de desarrollo local en una localidad costera impulsado por un retornado, alguien que recuperó la convicción en el futuro de su patria y la convicción de que hay otro Senegal posible, además de aquel al que aspiran la clase política y las grandes potencias.
El cambista que trueca los últimos francos CFA por euros en el aeropuerto, justo antes de partir, porta un colgante con el retrato del marabú o autoridad religiosa. «Son los líderes de las cofradías, una estructura religiosa que particulariza al Islam local», advierte Ibou Diouf antes de despedirse. A su juicio, y junto a la nula vocación indígena por el sacrificio, esta red ancestral, con fuertes vínculos religiosos y económicos, impide la propagación de postulados más radicales. La costumbre tradicional, el progreso acelerado y los emprendedores parecen coaligarse contra el enemigo común. Senegal apuesta por la fe, en todas sus manifestaciones, para conjurar peligros y salir adelante. Pero, algunas veces, cuando los sueños se quiebran, comienzan las pesadillas.