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La teología, sus mitos y sus timos (con una nota sobre guerrileros)

Nuevo libro de la colección “¡Vaya timo!” dirigida por Javier Armentia. Le ha tocado esta vez a la teología. El autor, Gabriel Andrade [GA], como era de prever, no se declara muy partidario de ella. Con razones más que informadas por supuesto. La considera, como señaló irónicamente en su día Jorge Luis Borges, literatura fantástica, la perfección del género. Para GA, sería ésta una de sus tesis, “es hora de que la teología sea relegada al lugar que le corresponde, junto a la astrología, la alquimia y la homeopatía” (p. 183). Una de las finalidades del volumen: “En este libro deseo criticar este conformismo por parte de los científicos. Estos presentan objeciones a la alquimia, la parapsicología, a astrología o la homeopatía, pero callen frente a la teología.” (p. 10). GA no calla, en absoluto, no sigue el consejo final del Wittgenstein del Tractatus. Para GA, la teología es una disciplina vacía. Si bien, señala él mismo, “quizá… no es enteramente descabellado aceptar que Dios existe, y en ese aspecto la teología puede aportar algo” (p. 17), o también que “podemos aceptar que hay una coincidencia entre las doctrinas teológicas respecto al pecado original y las enseñanzas científicas respecto a la teoría de la evolución. En este sentido, podemos admitir que la doctrina del pecado original es un pronunciamiento correcto sobre la naturaleza humana.” (p. 128). Admitiendo, por otra parte, que “debo reconocer que sólo he leído en mi vida un puñado de libros de teología. Pero no es necesario estar familiarizado con gran cantidad de libros de una disciplina para reconocer que esa disciplina es un fiasco” (p. 21). Ciertamente: no es condición necesaria.

Los esfuerzos por ajustar las doctrinas teológicas a los tiempos y saberes modernos no son en su opinión satisfactorios. Debe hacer espacio académico para que las personas que lo deseen estudien “la historia de la teología (como he intentado hacer someramente en este libro), pero no propiamente teología”. Los teólogos, eso sí, merecen la (irónica) admiración de GA por sus grandes dotes imaginativas. “Son escritores de literatura fantástica, no propiamente científicos o filósofos”. La teología es una disciplina alejada de la ciencia y, en muchos puntos, no es meramente acientífica sino, esta es otra de sus ideas fuerza, anticientífica.

La estructura y contenidos del libro están expuestos en las páginas 24-26 de la introducción. Nueve capítulos en total sobre la teología genérica, derivada de concilios y credos, tratando además algunas doctrinas específicas de varias ramas cristianas. Sucintamente: en el primer capítulo se diferencia las nociones de teología natural y revelada. En el 2º se presenta y discute del dogma de la Trinidad. En el 3º se recogen las principales doctrinas de la cristología (el autor acepta la existencia histórica de Jesús, “dejando un pequeño espacio escéptico”. En el 4º, el tema estrella es la soteriología. En el 5º, se esboza las principales enseñanzas teológicas sobre la pneumatología. En el 6º, se discuten las principales enseñanzas de la teología sobre la naturaleza humana. En el 7º, se repasan las doctrinas teológicas respecto de la escatalogía. En el 8º, se comentan las doctrinas teológicas sobre la angeleología y demonología. En el 9º, GA esboza las principales enseñanzas de la teología respecto a la bibliografía. En el epílogo, el autor somete a consideración crítica los intentos de varios teólogos contemporáneos por ajustarse a los tiempos modernos. No salen reforzados. Su tesis: aunque en algunos de ellos, como Küng o Bultmann se observa un leve y notable esfuerzo por escapar a la mentalidad dogmática teológica, “todavía permanecen prisioneros de ella” (p 26).

Este comentario, por razones de espacio, se centrará en algunas consideraciones de la introducción y en tesis y pasajes del epílogo, y dejará aparte si es útil o inútil ubicar gnoseológicamente a la teología al lado de la astrología, la alquimia o la homeopatía. No entro en ello. Eso sí, desde un punto de vista didáctico, esta documentada aproximación enseña sobre todo a personas con las antenas ya puestas. Por el estilo, por su forma de argumentar polémicamente, no es fácil que cautive a personas con pulsiones o inquietudes teológicas o religiosas.

Tampoco entraré en su consideración del panteísmo que, en opinión del autor, inhibe la actitud indagadora, el espíritu de la ciencia y la tecnología, “pues protege a la naturaleza con tabús sagrados” (p. 30). Malas consecuencias gnoselógicas. La posición de GA es favorable a otra perspectiva, a otro nudo teológico desmitificador: “otra doctrina teológica favorable al auge de la ciencia fue aquella según la cual el hombre ha sido encomendado para dominar la naturaleza y Dios es un ente trascendente separado de su creación”.

Del contenido propiamente dicho poco que decir. Extraña, en mi opinión, aunque admito que es tema no sustantivo, la ausencia en la bibliografía, de algunos nombres contemporáneos con decisivas aportaciones al tema como Russell Hanson, B. Russell, Einstein o Martin Gardner, o incluso, en el ámbito teológico, de filósofos-teólogos como Copleston. En nuestro país, como es sabido, serían imprescindibles las referencias a, entre otros, Manuel Sacristán, Francisco Fernández Buey, Rafael Díaz-Salazar o Jaume Botey. Es muy probable que GA haya querido hacer referencia sólo a la bibliografía más reciente.

El autor muestra su generosidad, y también un nudo de su posición político-filosófica de fondo, al aceptar consecuencias positivas en el desarrollo de la humanidad de doctrinas teológicas que rayan lo irracional. Se refiere, por ejemplo, a la conjetura de Max Weber de que la doctrina calvinista de la predestinación promovió en Europa el auge del capitalismo y la sociedad industrial que, en opinión de GA, son acontecimientos históricamente positivos. Su observación a este respecto: “la teología es una disciplina fraudulenta pero, con todo, estoy dispuesto a admitir que algunas de sus doctrinas han traído consecuencias positivas” (p. 28). Vacía pero no siempre inútil.

Algunas de sus afirmaciones, como no podía ser de otra forma, pueden y merecen discutirse. Esta por ejemplo, una vieja temática: “Muchos filósofos han criticado a Rousseau. Suelen ver en él un romántico ingenuo que subestima el potencial destructivo de la naturaleza humana. Un siglo antes de él, el filósofo Thomas Hobbes había defendido la idea de que, en su estado natural, los hombres se convierten en lobos depredadores de otros hombres. En conjunto, los filósofos se inclina más por la visión pesimista de Hobbes que por la optimista de Rousseau” (p. 127). Ignoro que cálculo permite afirmar la existencia de una mayoría hobbesiana en el conjunto de la comunidad filosófica. Su afirmación posterior parece confirmar ese punto de vista: “En el caso de la especie humana, hemos heredado una tendencia al egoísmo que está inscrita en nuestros genes. En los albores de nuestra especie, los individuos más egoístas sobrevivieron en mayor proporción y así hemos heredado los genes que codifican las conductas egoístas. En este sentido, tenemos una predisposición genética a buscar nuestra propia satisfacción a expensas de los demás y, por así decir, a ser inmortales”. Frans de Waal, entre muchos otros (Jesús Mosterín, Jorge Riechmann) levantaría la mano y recordaría el altruismo y la ayuda mutua como ley de muchas especies en señal de protesta, la misma tímida protesta que realizaría Stephen Jay Gould por el resumen de su posición sobre el tema que puede leerse en las páginas 182-183.

Hay pasajes secundarios que en mi opinión, sabido lo que ahora sabemos, hubieran merecido otra formulación. Este por ejemplo: “… varios teólogos dispensacionalistas (como Jerry Falwell) han logrado influir en el gobierno norteamericano y dejado entrever la hipótesis de que posiblemente algunos de los personajes políticos incómodos para EEUU (Hugo Chávez, Gadafi, Ahmadineyad, etc) fuesen el mismo Anticristo” (p. 143). Tras la muerte de Chávez y, sobre todo, tras el asesinato criminal de Gadafi (sobre el que ninguna apología es necesaria), otras formulaciones hubieran podido apuntarse.

También algunas afirmaciones contundentes pudieran haber tenido otro tono. Esta, por ejemplo, sobre los teólogos que “no tenían ni remota idea de genética” (p. 128). En los tiempos a los que el autor parece referirse nadie tenía mucha idea de genética. O también esta referida a Kant: “en el siglo XVIII, el filosofo Immanuel Kant encontró un fallo crucial en el argumento ontológico pues postulada que la existencia ni siquiera es un atributo”(p. 34). ¿”Ni siquiera” es la mejor forma de exponer la crítica kantiana al argumento anselmiano, argumento que, por cierto, ha tenido desarrollos posteriores en la obra de Leszek Kolakowski y en otros autores de la tradición analítica?

Desde un punto de vista filosófico, el autor no esconde su posición: “aunque me siento muy cercano a los positivistas lógicos, me parece que se equivocan en algún aspecto pues no toda la teología carece de posibilidad de verificación” (p. 32). GA expone el criterio de sentido de esa misma tradición filosófica, la suya, en estos términos: las frases de la ética y la estética no tienen sentido dado que no son verdaderas o falsas en virtud de su mero contenido (acaso mejor: por razones formales) ni tampoco tenemos forma de verificarlas al examinar el mundo. De este modo, “Robar es malo” o “La torre Eiffel es bella” son proposiciones sin sentido. Tampoco lo son la mayoría de las proposiciones de la teología aunque algunas tienen posibilidad de verificación.

Es evidente el sin sentido de ese criterio de sentido. Más allá de ello, aceptémoslo, ¿tendrían sentido entonces todas las afirmaciones del autor?

El epílogo, “Tiempos modernos”, está dedicado a los desarrollos teológicos contemporáneos. “En el siglo XX ha habido un intento desesperado por salvaguardar las doctrinas teológicas frente a la indagación crítica y racional” (p. 177). Habla entonces GA de los teólogos que él llama liberales. Paul Tillich sería un ejemplo conocido y destacado. Una de sus críticas: “Los teólogos liberales se empeñan en emplear la palabra “Dios” pero cuando la usan quieren significar algo muy distinto de lo que tradicionalmente se ha entendido por Dios.” (p. 181). Generan así una gran confusión. Tal vez, sin duda. Aunque ocurre lo mismo con otras nociones claves que GA usa en su exposición. El concepto de materia por ejemplo.

La misma crítica la extiende GA a la teología de la liberación. Su valoración poliética (¿tendría algún sentido en estrictos términos neopositivistas tal como él mismo los ha expuesto?). Es admirable, señala, “como estos teólogos han hecho una aportación por mejorar las condiciones de explotación en el mundo”, aunque, de nuevo es GA quien habla, “algunos de ellos se convirtieron en guerrilleros, cometieron atrocidades y apoyaron regímenes comunistas totalitarios…” A ver, a ver, con más calma: ¿mejorar o intentar eliminar las condiciones de explotación? Algunos de ellos, afirma críticamente GA, se convirtieron en guerrilleros. ¿Quiénes exactamente? ¿Y es malo que se convirtieran en guerrilleros como fueron guerrilleros los partisanos europeos en su lucha contra el fascismo y el nazismo o los ciudadanos chilenos que se levantaron contra la odiosa dictadura de Pinochet? ¿Estará hablando GA de Camilo Torres por ejemplo? ¿Del sacerdote español Manuel Pérez? ¿Y qué atrocidades cometieron esos guerrilleros que él trata con tanto desdén? ¿Apoyaron, además, por si faltara poco, regímenes comunistas totalitarios? ¿Qué regímenes? ¿Qué sistemas políticos totalitarios? ¿Apoyaron la revolución cubana, el gobierno de la Unidad Popular de Allende? ¿Y eso es malo y horrible? A alguien tan crítico con el lenguaje impreciso de la teología, a alguien que se define como próximo al neopositivismo lógico, la gran tradición de Carnap, Schlick o Neurath, acaso se le pueda exigir algo más de precisión y, sobre todo, ilustración o verificación de una información y valoración de estas características.

Por cierto: el 2 de septiembre de 1958, unos campesinos guerrilleros, liberales y comunistas, hicieron llegar una carta al presidente colombiano Alberto Lleras Camargo. Podía leerse en ella: ”La lucha armada no nos interesa, y estamos dispuestos a colaborar por todas las vías a nuestro alcance en la empresa pacificadora que decidió llevar este gobierno”. Entre los firmantes estaba Manuel Marulanda Vélez. Conocemos la respuesta del gobierno. De aquel y de muchos otros.

Gabriel Andrade, La teología, ¡vaya timo! Laetoli, Pamplona, 2014, 186 páginas.

La teología, ¡vaya timo!

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