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La sociedad israelí vive en la encrucijada

Un judío ultraortodoxo ataca a una multitud que participaba en una marcha del Orgullo Gay en Jerusalén (Reuters – Reuters)

Israel constituye un complejo mosaico sociodemográfico de diferentes religiones, grupos étnicos, países de origen y estratos socioeconómicos

El Estado de Israel ha llegado a un bloqueo político sin precedentes. Desde la disolución de la vigésima Kneset el 26 de diciembre del 2018, se han celebrado dos elecciones generales, el 9 de abril y el 17 de septiembre; sin embargo, en el momento de redactar este artículo no se ha formado todavía ningún gobierno. Aunque las negociaciones no se han paralizado entre los principales actores políticos, no es descartable que haya que convocar unas terceras elecciones durante los primeros meses del 2020. Cualquiera que sea la solución adoptada finalmente entre las posibles alternativas, el significado más profundo de la actual situación es que la sociedad israelí se encuentra en una encrucijada por lo que respecta a su futuro. Lo que está en juego es el tipo de Estado que Israel desea tener, la clase de dirigentes en cuyas manos quiere confiar su destino, los límites de la inclusión o exclusión social y los principios acordados (si los hay) en torno a los cuales construir un futuro compartido.

Israel es un país pequeño, con una superficie equivalente (sin los territorios palestinos de Cisjordania y Gaza) a la de la Comunidad Valenciana, pero con aproximadamente el doble de población. Constituye un complejo mosaico sociodemográfico de diferentes religiones, grupos étnicos, países de origen y estratos socioeconómicos. No es posible leer y comprender ese agregado humano multiforme y dinámico sin abordar tres aspectos fundamentales:

1) la división judeo-árabe en el contexto del conflicto político y militar regional, y la inacabada lucha por la identidad cultural y política del Estado;

2) la construcción de la economía y de una sociedad socialmente más homogénea a partir de muchas corrientes de inmigración judía procedentes de los cinco continentes; y

3) la relación entre religión y Estado, y la composición de la población por grados de religiosidad.

Estos aspectos, y las múltiples opciones políticas que suscitan, se reflejan en el muy fragmentado sistema de partidos, que refuerza el desacuerdo por encima la unidad, la defensa de intereses particulares por encima de la solidaridad nacional.

El principal factor de desacuerdo interno refleja la división étnico-religiosa debida al conflicto de Oriente Medio que sigue sin resolverse. El plan de la ONU para la partición de Palestina de noviembre de 1947, al final del mandato británico, preveía la creación de dos estados independientes, uno árabe y otro judío, con una zona de Jerusalén ampliada bajo el control directo de la ONU. La independencia del Estado judío (llamado Israel en su proclamación) fue rechazada inicialmente por el mundo árabe e islámico y sigue siendo inaceptable para amplios sectores del mismo. Tras la guerra iniciada y perdida por varios estados árabes en 1948-1949, Israel extendió su zona de soberanía inicial e incorporó porciones del territorio del futuro Estado árabe así como la parte de la población árabe que no había huido en busca de refugio.

La demografía ha desempeñado un papel crucial en la historia de Israel. Desde el día de la independencia, el 15 de mayo de 1948, Israel ha sido testigo de un extraordinario aumento de la población. En noviembre de 1948, el primer censo de población contabilizó 873.000 habitantes, de los cuales 717.000 judíos y 156.000 árabes, entre ellos 109.000 musulmanes, 33.000 cristianos (en su mayoría ortodoxos griegos) y 14.000 drusos (incluido un pequeño número de otras religiones). En junio de 1967, la guerra de los Seis Días (provocada por el bloqueo del estrecho de Tirán a la navegación israelí en el mar Rojo) llevó a Israel a ocupar los territorios palestinos de la franja de Gaza (entonces bajo dominio egipcio) y Cisjordania (bajo dominio jordano), además de los altos del Golán (territorio sirio). Como consecuencia de la presencia israelí en todo el territorio palestino al oeste del río Jordán, una población mucho más numerosa quedó bajo su dominio. A finales de agosto del 2019 la población total de Israel, sin los territorios palestinos, había alcanzado los 9.078.000 habitantes, de los cuales 6.736.000 judíos, 402.000 miembros no judíos de hogares judíos, 1.620.000 musulmanes, 175.000 cristianos y 145.000 drusos y otros. Semejante factor multiplicador de más de 10 veces para la población total (más de 9 veces para los judíos y más de 12 veces para los árabes) en 71 años tuvo lugar sobre todo en un principio bajo el impacto de la inmigración masiva y, más tarde, debido al rápido crecimiento natural generado por una fecundidad muy elevada, una composición etaria joven, un buen sistema sanitario y una alta longevidad. En el 2019, entre el mar Mediterráneo y el río Jordán, incluidos Israel y los territorios palestinos, había 13.684.000 residentes, de los cuales alrededor de un 52% eran judíos (contando miembros no judíos de hogares judíos), un 47% eran árabes (ciudadanos israelíes o de la Autoridad Palestina) y un 1% eran trabajadores extranjeros y refugiados de África.

Jerusalén, la capital disputada
Jerusalén, la capital disputada (LVE)

Es evidente que la proporción judía constituye un determinante fundamental de la identidad cultural de Israel. En todo el territorio del antiguo mandato británico sobre Palestina, apenas existe hoy una mayoría judía. Si se excluyera Gaza y su población palestina, la mayoría judía alcanzaría un 61% del total. Excluyendo Cisjordania y sus residentes palestinos, pero incluyendo Jerusalén •Este, la mayoría judía sería de un 79%. Y, sin los barrios árabes, de Jerusalén Este, de un 83%. Analizando las proyecciones demográficas futuras, la proporción esperada de judíos sería aproximadamente: con Cisjordania y Gaza, alrededor de un 50%; sin Gaza y con Cisjordania, alrededor de un 60%; sin Gaza y sin Cisjordania, alrededor de un 80%. Estas cifras indican la importancia de las diferentes configuraciones territoriales para determinar la naturaleza de la identidad religiosa y política de Israel. La importancia de Israel como punto de referencia para los judíos del mundo es y seguirá siendo alta, ya que en la actualidad la población israelí supone más de un 45% del total de la población judía mundial, estimada en 14,7 millones. De acuerdo con las tendencias demográficas actuales, la mayoría de los judíos del mundo podría vivir en Israel en los próximos 10-15 años. Un Estado que se proclame judío resulta impensable sin una clara mayoría judía, lo cual depende de modo crucial de la forma en que acabe por subdividirse el territorio y sus poblaciones residentes.

Esos datos ejemplifican el dilema fundamental de la naturaleza de la sociedad israelí, dividida entre el ideal normativo de la soberanía política del pueblo judío en su tierra ancestral (un derecho de autodeterminación reconocido internacionalmente a muchas realidades locales, desde Belice pasando por Sudán del Sur hasta Timor Oriental) y la realidad de una sociedad binacional de facto en la que una importante minoría árabe/palestina no sólo no acepta ni reconoce ese sueño, sino que en realidad alberga el sueño de su propia soberanía. Más de esa quinta parte de los ciudadanos israelíes que son árabes vive hoy un dilema de identificación muy lacerante. Por un lado, su lealtad instintiva es hacia sus correligionarios (en su mayoría musulmanes y hablantes de la lengua materna árabe) que viven en los territorios de Cisjordania y Gaza ocupados por Israel, y en general en los países árabes vecinos. Por otra parte y gracias a las oportunidades que ofrece una sociedad democrática, los árabes/palestinos israelíes disfrutan de mejores niveles de vida, más libertades de comunicación y mayores libertades civiles que los ciudadanos de cualquier otro país árabe o islámico. Los árabes israelíes defienden, como mínimo, una participación proporcional plena y efectiva, que hoy no tienen, en el poder y los recursos. Es innegable que existen formas de racismo por parte de los miembros de la mayoría judía, lo que alimenta un sentimiento de frustración dentro de la minoría árabe. Sin embargo, también hay pruebas importantes de una integración satisfactoria y de una movilidad ascendente en la economía y las profesiones. Una pequeña pero clara demostración de coexistencia pacífica es la selección nacional de fútbol israelí durante la actual fase clasificatoria para la Eurocopa, en la que compartieron terreno de juego cinco o seis jugadores árabes junto con cinco o seis judíos. Los atletas árabes no cantaron antes del partido el himno nacional Hatikvá (La esperanza), pero se esforzaron por lograr la victoria de su equipo nacional. Israel fue eliminado, pero tuvo una mejor actuación que en ocasiones anteriores y se ganó el respeto y el apoyo del público israelí a ambos lados de la división entre judíos y árabes.

Menos resplandeciente es el altísimo nivel de violencia en el sector árabe de Israel, con decenas de casos de asesinato en el 2019, a menudo entre miembros de la misma familia extensa. Los dirigentes árabes locales acusan a las autoridades políticas y a las fuerzas de seguridad de indiferencia ante el enorme número de armas de todo tipo (desde pistolas caseras hasta sofisticados cohetes antitanque) que los civiles conservan ilegalmente en ciudades y aldeas árabes. Las fuerzas de orden israelíes no se han mostrado demasiado dispuestas a la hora de ejercer una mayor presión sobre la población árabe para resolver ese problema, temerosas de ser acusadas de un uso excesivo de la fuerza y una acción discriminatoria de la mayoría contra la minoría. Esta es una situación sin salida que alimenta un enconado debate público y un desencanto político entre los árabes israelíes.

El principal factor en el crecimiento social de Israel ha sido la afluencia masiva de inmigrantes judíos de todos los continentes. Actualmente, casi dos tercios de la población judía son israelíes nativos; ahora bien, considerando no sólo los países de nacimiento sino también una ascendencia más lejana, los judíos están divididos casi por igual entre una mitad que proviene de Europa, con una fracción procedente de América, y una mitad procedente de Medio Oriente, el norte de África y Asia central. De lejos, el mayor contingente de inmigrantes ha llegado de la antigua Unión Soviética (sobre todo, tras la caída del muro de Berlín en 1989); y otros grandes contingentes más veteranos habían llegado de Marruecos, Rumania, Irak, Polonia y decenas de otros países. Israel tuvo que absorber grandes cantidades de inmigrantes judíos dramáticamente golpeados en cuerpo, mente y recursos por el Holocausto en Europa, o que habían perdido todas sus posesiones de países menos desarrollados como Yemen, en el Magreb, Irak, Irán y Etiopía.

A pesar del arduo esfuerzo de asimilación, Israel experimentó un desarrollo social y económico único. En el 2018, el país se situó en el puesto vigésimo segundo del Índice de Desarrollo Humano (IDH) calculado según los niveles alcanzados en los ámbitos de la salud, la educación y los ingresos (Noruega es el primero, España es el vigésimo sexto). Desagregando el IDH por componentes, Israel se sitúa en noveno lugar entre los países con mayor esperanza de vida, mientras que España se sitúa en cuarto lugar. En cuanto a la media de años de escolarización entre los adultos de 25 y más años, Israel queda empatado en el 5.º puesto mundial, mientras que España no entra en las cincuenta primeras posiciones. Por lo que hace a la Renta Nacional Bruta (RNB) per cápita, Israel ocupa el puesto 36.º y España el 33.º. La economía israelí se ha transformado radicalmente en las últimas décadas; el país ha pasado de carecer de recursos naturales y exportar principalmente cítricos y diamantes pulimentados a ser una potencia en el terreno de la alta tecnología, con una de las tasas más elevadas del mundo en nuevas patentes por millar de habitantes, y se beneficia, además, del reciente descubrimiento y explotación de importantes reservas submarinas de gas para el uso local y la exportación. Recientemente, el desempleo se situó en un mínimo histórico en torno a un 5%, y la emigración (un indicio claro de sufrimiento económico) en niveles mínimos.

Un israelí ultraortodoxo, en el cementerio judío del Monte de los Olivos en Jerusalén.
Un israelí ultraortodoxo, en el cementerio judío del Monte de los Olivos en Jerusalén. (ATEF SAFADI / EFE)

Un gran problema, aún sin resolver, es el elevado coste de la vida y las persistentes brechas socioeconómicas. La falta de igualdad sigue reflejando notables brechas en la modernización y diferentes condiciones materiales de las comunidades judías en el extranjero antes de la inmigración. Los procesos de la asimilación inicial en el nuevo país han provocado en cierta medida el aumento de esas diferencias. Quienes tienen mejores recursos humanos son más rápidos en aprovechar las oportunidades de trabajo y movilidad que se crean en el nuevo y dinámico entorno israelí. Para aquellos con condiciones iniciales menos favorables, el resultado ha sido a menudo un empobrecimiento relativo y a veces incluso absoluto. Los esfuerzos por supervisar y reducir las brechas en el nivel educativo, la calidad de la vivienda y el poder relativo en las instituciones públicas han obtenido una disminución gradual de esas diferencias sociales, pero no su desaparición total. Un factor en juego ha sido la creciente frecuencia de matrimonios mixtos de adultos jóvenes crecidos localmente, al margen de los países de origen. La demografía, a través del surgimiento de normas ampliamente compartidas sobre la formación de la familia y la procreación, ha operado como mecanismo unificador que anticipa lo que a largo plazo debería ocurrir también en términos de prestigio e ingresos ocupacionales. El servicio militar obligatorio, para aquellos que no escapan de él, ha funcionado como un poderoso mecanismo de integración civil y socialización.

La sociedad israelí reconoce la importancia de la religión, y la ley ha transferido ciertas funciones relativas al estatuto personal (como los matrimonios y los entierros) a las autoridades religiosas de cada una de las principales confesiones. Entre la población judía actual, un 45% se define como laica, un 25% como tradicional, un 16% como religiosa y un 14% como muy religiosa. Entre los árabes, un 11% son laicos, un 57% tradicionales y un 31% religiosos o muy religiosos. Como la tasa de natalidad de los más religiosos es mayor, su proporción en la población total tiende a aumentar. Sin embargo, la secularización de la vida también es evidente entre toda la población, lo que enlentece el proceso de conversión social hacia una mayor religiosidad. La influencia de la religión se hace sentir en primer lugar a través de un sistema educativo nacional articulado en cuatro clases principales de escuelas: estatales judías, estatales judías religiosas; semiautónomas (aunque apoyadas por el Estado) judías muy religiosas (jaredí, en hebreo, temeroso); y árabes. Ese sistema educativo plural ofrece a los padres el privilegio de orientar la socialización de sus hijos, un rasgo bastante singular en las sociedades democráticas. Sin embargo, el resultado es un mecanismo que produce una fractura social permanente e irremediable y una cadena de transmisión de todas las posibles divisiones culturales e ideológicas.

El sector educativo muy religioso se centra exclusivamente en los estudios religiosos judíos, y evita por completo la exposición a disciplinas esenciales como las matemáticas, el inglés e incluso la historia judía. La consecuencia es la creación de generaciones de ciudadanos con herramientas muy limitadas para acceder a un empleo rentable o, en realidad, a un empleo. A ello se suma una arraigada exención del servicio militar que, por encima de todo, proporciona aptitudes personales y redes de relaciones útiles de cara a un futuro empleo. La resultante baja participación en la fuerza laboral de los hombres jaredíes sobre todo (como ocurre también en el caso de las mujeres árabes), sumada al gran tamaño de la familia, es una receta segura para la pobreza que intenta paliarse con ayudas del sistema nacional de Seguridad Social y de algunas organizaciones privadas. A largo plazo, la carga de las subvenciones corre el riesgo de volverse insoportable habida cuenta del rápido crecimiento demográfico de los sectores más religiosos de la población judía. De hecho, hay algunos indicios de que la magnitud del problema empieza a entenderse en el seno del sector tradicional, pero todavía queda mucho camino por recorrer hasta lograr la autosuficiencia económica real.

Los diferentes temas analizados hasta ahora afectan de manera crucial al presente y el futuro de Israel, así como a la capacidad de sus instituciones para dar respuesta a los principales problemas a los que se enfrenta el país. Ante todo, hay que decir que un sistema social tan fraccionado como el israelí necesita una dirección política nacional capaz de construir puentes sobre la diversidad y concitar un amplio consenso en torno a algunos valores básicos compartidos por la gran mayoría. Ésa fue durante muchos años la peculiar habilidad de David Ben Gurión, el fundador del Estado y su primer ministro durante mucho tiempo. Beniamin Netanyahu (que ha superado a Ben Gurión en años en el cargo, puesto que lo ha ocupado ininterrumpidamente desde el 2009) es un dirigente político extremadamente culto y carismático. Sin embargo, no sólo ha fracasado totalmente en ese aspecto, sino que ha obrado en sentido contrario, tratando de obtener beneficios políticos de todas las posibles divisiones internas de la sociedad. Se granjeó la hostilidad de casi la mitad de la sociedad israelí esgrimiendo acusaciones de traición contra los árabes, contra la izquierda y, básicamente, contra cualquiera que no compartiera sus puntos de vista, aunque perteneciera a su propio bando. También pulverizó su amplio partido Likud al impedir la formación de cualquier embrión de sucesión que él no pudiera continuar dirigiendo.

La situación política y sus posibles desenlaces no pueden evaluarse plenamente sin tener en cuenta el singular sistema de votación de Israel y su interacción con la demografía. El elevado fraccionamiento de los partidos se ve reforzado por un método proporcional con una única circunscripción nacional, listas cerradas y un umbral de admisión de un 3,25%. Los candidatos de cada partido se clasifican según un sistema de elecciones primarias o según los criterios de las secretarías de los partidos; los que ocupan los primeros puestos entran en la Kneset (formada por 120 diputados) en función de los resultados de cada partido. La alta representatividad de grupos específicos por religión, etnia, origen de inmigrantes o intereses especiales predomina sobre la gobernabilidad. Todos los gobiernos israelíes se basan en coaliciones mayoritarias de varios partidos. A menudo, el partido más grande controla menos de la mitad de los escaños dentro de la coalición, que apenas representa la mitad del Parlamento, lo que hace que el Gobierno sea altamente vulnerable al chantaje de los socios más pequeños. En particular, los partidos que reciben los votos de los más religiosos ejercen una influencia muy superior a su peso numérico. Un reflejo de ello son los fuertes límites establecidos para las actividades económicas permitidas el sábado (el sabbat judío) y en otros ámbitos legislativos. Para ganar una elección no sólo es necesario ser el preferido de la mayor parte de la población, sino también agrupar la coalición más viable.

Vista general de la Knesset, el parlamento israelí
Vista general de la Knesset, el parlamento israelí (ABIR SULTAN / EFE)

La multitud de partidos israelíes puede reducirse a cuatro campos políticos principales. Más allá de las diferencias interpartidistas, cada uno de esos campos presenta importantes denominadores comunes sociodemográficos e ideológicos. En primer lugar, tenemos un terreno político que apoya una solución política negociada al conflicto palestino, una idea laico-liberal de la sociedad y unas políticas socioeconómicas más igualitarias (posiblemente sus integrantes serían considerados como los equivalentes de los demócratas estadounidenses). En él se incluirían: el Partido Laborista que bajo diferentes etiquetas mantuvo la hegemonía política mucho antes de la independencia de Israel y durante las primeras tres décadas del Estado hasta 1977; el radical Meretz; y el centro político. El centro, bajo diferentes nombres y dirigentes, ha surgido periódicamente, llegado al poder, desaparecido y renacido. Resurgió con fuerza en las elecciones de abril y septiembre del 2019 bajo la nueva etiqueta de Kajol Laván (Azul y Blanco, los colores de la bandera nacional), un conglomerado de políticos laicos, antiguos miembros anti-Netanyahu del Likud y antiguos partidarios de los laboristas. El partido está dirigido por tres exjefes de Estado Mayor del ejército israelí, con Beniamin Gantz al frente y el expresentador de televisión Yair Lapid.

En segundo lugar, un campo (los republicanos) que comparte ideas políticas nacionalistas, nacional-liberales y nacional-religiosas y está formado por el partido Likud (Consolidación) de Netanyahu y varios partidos na-cionales-religiosos más pequeños, algunos de los cuales apoyan un programa abiertamente mesiánico. Un denominador común es la preferencia por la hegemonía territorial de Israel por encima del avance de las negociaciones con los palestinos. El partido Yisrael Beitenu (Nuestra Casa es Israel), encabezado por Avigdor Liberman y dirigido en gran medida a los antiguos inmigrantes de la Unión Soviética, podía contarse en un principio dentro de este campo, aunque desde las elecciones de abril del 2019 ha adoptado una postura transversal y se ha convertido en el intermediario decisivo entre los dos principales campos políticos.

Un tercer campo (que incluye a los muy religiosos, los jaredíes) incluye al partido Shas, que representa a los judíos sefardíes, y a Yahadut HaTorá (Judaísmo Unido de la Torá) que representa a los judíos askenazíes. Ambas formaciones defienden una transposición asertiva del judaísmo tradicional al derecho civil y sólo tienen candidatos masculinos. Las diferencias internas quedan ocultas por una estrategia de unidad y por el imperativo de participar en cualquier coalición que apoye los intereses de educación y vivienda de sus electores.

Un cuarto campo recibe principalmente los votos árabes de diferentes ideologías (comunistas, nacionalistas, islamistas, propalestinos y antiisraelíes). Tiene éxito cuando, como en septiembre del 2019, se presenta en una lista unificada capaz de superar las profundas diferencias ideológicas y sociales internas; fracasa cuando, como en abril del 2019, se presenta por separado. Ningún partido árabe ha sido nunca un socio de pleno derecho en los gobiernos israelíes.

A través del prisma de este formato de cuatro campos, los resultados de todas las elecciones a la Kneset entre 1981 y 2019 revelan una sorprendente estabilidad en el equilibrio de las preferencias electorales israelíes, a pesar de las repetidas crisis económicas y de seguridad, el gran número de nuevos inmigrantes y la enorme mejora de los ingresos y los niveles de vida. La alternancia periódica en el rol de liderazgo entre los dos principales campos políticos refleja las percepciones cambiantes por parte de los votantes israelíes en relación con los intereses y las necesidades individuales y colectivos. Algunas transferencias de votos entre partidos reflejan la movilidad social y la inmigración: el centroizquierda suele atraer a los sectores ascendentes y más favorecidos de los otros campos; la derecha atrae entre los religiosos a parte de los moderadamente secularizados; y los religiosos y los árabes crecen gracias a la demografía. Sin embargo es evidente que la esencia del voto político no es la demografía ni la estructura social, sino la política.

Hoy, predomina por encima de todo la situación personal y el futuro de Beniamin Netanyahu; y, de hecho, las dos elecciones del 2019 han sido un referéndum personal sobre él, una prueba de la que ha salido bastante perjudicado, aunque todavía vivo. Netanyahu es investigado por tres acusaciones de abuso de confianza, incluido un caso de soborno. Un cuarto caso relacionado con el suministro de submarinos de Alemania ha quedado metafóricamente oculto bajo las aguas. En su guerra con el fiscal general Avichai Mandelblit, el primer ministro maniobró para promover una ley que le proporcionaría inmunidad en caso de ser acusado. Asimismo, tanto él como sus partidarios se esfuerzan por reafirmar la supremacía del poder legislativo sobre el judicial y por restringir el poder del Tribunal Supremo para declarar inconstitucional dicha inmunidad (en caso de aprobarse). Se trataría de un drástico giro autoritario de la democracia de Israel, cuya justificación sería que la mayoría que ha votado a cierto ejecutivo debería gozar de poder ilimitado de gobierno. Estaríamos ante el final del régimen democrático clásico basado en la división de poderes y en los equilibrios con contrapesos mutuos.

La actual incapacidad para alcanzar una mayoría parlamentaria y un poder ejecutivo estables no es una prerrogativa exclusiva de Israel. Al menos otras dos democracias avanzadas de Europa (Bélgica y España) han experimentado recientemente un bloqueo político caracterizado por un gran fraccionamiento del sistema político y largos períodos de transición bajo gobiernos provisionales. Israel, Bélgica y España comparten un rasgo importante: las divisiones en el país entre diferentes identidades regionales, etnolingüísticas y a veces también religiosas. Una cuestión más profunda que está apareciendo se refiere a la persistencia del consenso nacional por parte de diferentes componentes culturales para convivir en el seno de una política global, más allá de las identidades particularistas. Sin olvidar el horrible caso de la antigua Yugoslavia a principios de la década de 1990, la cuestión se extiende a la cuestión más amplia de si, en una época caracterizada por importantes migraciones internacionales (legales o ilegales), la globalización, el transnacionalismo y cada vez más diásporas y minorías etnoculturales, sigue siendo relevante el ideal geopolítico y el constructo del Estado nación de los siglos XIX y XX. En países desgarrados por lacerantes conflictos internos (como Israel y otros homólogos) y, por extensión, en muchos otros países, resulta cada vez más incierto que el marco colectivo estatal convencional pueda proporcionar a sus ciudadanos los beneficios para los que nació en un principio: cierto grado de seguridad personal y pública, orden, justicia, protección legal y socioeconómica, igualdad de oportunidades para permitir a las personas satisfacer sus aspiraciones personales y, sobre todo, un marco colectivo simbólico con el que identificarse. El Israel modelo 2019 quizá tenga que aprender de otros, pero también otros pueden aprender de Israel.

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