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La señal de la cruz

«Que se sepa. Que no se olvide que la Iglesia católica, tan dada a proteger a dictadores vivos, aún sigue asociándose con dictadores muertos», reflexiona el escritor.

Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor… Durante mi infancia en la España franquista teníamos que repetir en múltiples ocasiones este soniquete mientras nos persignábamos: el pulgar, en cruz con el índice, trazaba otras cruces sobre el  cuerpo en un rito de apropiación simbólica que terminaba con el beso: de la cabeza al abdomen –no era cosa de llevar los símbolos religiosos más abajo– marcado por la cruz. Marcar el territorio, sea cuerpo, paisaje o ciudad, como quien hinca una bandera en terreno conquistado. La que impera sobre el Valle de los Caídos es la cruz católica más alta del mundo, reflejo del lugar que ocupó la Iglesia durante la dictadura.

Hay quien ha propuesto derribarla, volarla, por estar estrechamente ligada a un monumento construido por un dictador, que se ha ido convirtiendo en santo y seña de un régimen sangriento. Al contrario: hay que mantenerla ahí, visible desde muchos kilómetros de distancia, elevándose orgullosa sobre la masa informe en la que se han convertido los cadáveres, hoy fundidos con la estructura del edificio. Que se sepa. Que no se olvide que la Iglesia católica, tan dada a proteger a dictadores vivos, aún sigue asociándose con dictadores muertos. Que cuando el cadáver del genocida haya salido de su agujero, la cruz nos recuerde quién justificaba, quién se beneficiaba, quién ofrecía misas por asesinos. Que la cruz sirva para desenmascarar a los lobos con piel de cordero.

José Ovejero

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