El Vaticano, con la venia de Jorge Bergoglio, auspicia varios refugios para mujeres transexuales abusadas en Argentina, a las que apoya espiritual y económicamente.
La virgen de Caacupé escolta la figura de Cristo en la parroquia que lleva su nombre en la villa miseria 21-24, uno de los asentamientos más humildes de Buenos Aires, a orillas del pestilente riachuelo. Cuenta la leyenda que la figura original fue esculpida por un indígena guaraní, quien imploró su protección ante un pueblo enemigo. Los paraguayos y jesuitas fueron los primeros en alabarla, pero hoy es también una de las patronas más veneradas en Argentina. Siglos después, la Inmaculada continúa ataviada con un manto azul y blanco y una corona dorada esculpida en madera. El escenario es otro, sus ojos son testigos de una realidad bien diferente. Ha llovido mucho desde la colonia.
El sol cae, la luz se vuelve amarillenta dentro de la iglesia. Ladridos de fondo, cumbia, olor a parrilla. La gendarmería —policía militar—, rifle en mano, hace guardia frente a la entrada. La 21-24 es una barriada complicada de esas que los argentinos llaman “pesadas”, cuando sientes la tensión y el aire se torna espeso, irrespirable. Los mosquitos “queman” la piel del sacerdote Facundo Ribero. Levanta la mano, la posa sobre la frente de Angie. Al lado, la compañera Raizza espera su turno. Ambas chicas transexuales comulgan en el altar. La figura de Jesús crucificado preside la ceremonia.
Leprosos del siglo XXI
“Bueno, más que aceptar, hablaría de recibir”, asegura el padre Facundo, como se le conoce. “Aceptar es algo que nos es dado, como si no hubiera otra posibilidad. En cambio, recibir es una postura. Entregar la vida entera para el otro. Parece que, de a poquito, en la misma Iglesia se van dando estas ideas renovadas que enlazan con el Evangelio más puro. En las sagradas escrituras, Jesús aparece con amigos que nadie quería. Prostitutas, cobradores de impuestos —mafiosos de la época—, leprosos; en general, gente apartada y marginada por la sociedad”.
Facundo pertenece al movimiento de los curas villeros surgido en Argentina a fines de la década de 1960. Viven en las villas miseria comprometidos con los más necesitados. Se han convertido en la primera línea de batalla contra la pandemia, peleando con fiereza contra el virus y la pobreza creciente. Hasta la puerta de esta y otras iglesias periféricas llegan transexuales desesperadas, en busca de “perdón” y, sobre todo, ayuda.
Entre dos aguas
En un documental que se estrenó en octubre de 2020 en Roma, el Papa alentó la aprobación de leyes de unión civil para parejas homosexuales, alejándose de la postura de sus predecesores. Las palabras del Pontífice se recogen en un fragmento de la película que reflexiona sobre el cuidado pastoral para aquellos que se identifican como LGTBI (lesbianas, gays, bisexuales y transexuales). “Las personas homosexuales tienen derecho a estar en la familia, son hijos de Dios, tienen derecho a una familia. No se puede echar de la familia a nadie, ni hacer la vida imposible por eso”, proclama el Papa en la cinta. “Lo que tenemos que hacer es una ley de convivencia civil. Tienen derecho a estar cubiertos legalmente”, explica Jorge Bergoglio. Posteriormente, el Vaticano difundió un comunicado en el que aseguraba que las declaraciones en el documental fueron sacadas de contexto, editadas y aclaraba que la doctrina de la Iglesia sigue siendo la misma.
Mucho más conciso fue Bergoglio hace cinco años, cuando fue preguntado concretamente sobre los transexuales. “La vida es la vida y las cosas se deben tomar como vienen. El pecado es pecado y las tendencias o el desequilibrio hormonal, por decirlo, tienen o hacen tantos problemas… Debemos estar atentos, no decir a todos lo mismo o hagamos fiesta. No. Esto no. Cada caso se debe acoger, acompañar, estudiar, discernir e integrar. Esto es lo que haría Jesús hoy”, aseveró.
Son comunicados y declaraciones que para muchos feligreses podrían presentar confusión, pero el padre Facundo lo tiene claro: “No es algo que suene raro. Lo conocimos aquí como cardenal, con esas anotaciones cercanas, atinadas. Nos otorga mucha lucidez a la hora de marcar un nuevo horizonte”, sentencia.
Tras orar, Angie y Raizza se despiden del sacerdote. “Vayan en paz”, afirma el religioso. Las chicas se pierden entre el laberinto de calles retorcidas, estrechas, sinuosas. No temen a la noche, antigua aliada, pero sí a los “lobos” que acechan en la oscuridad. Buscan un autobús que los lleve al refugio, poder descansar a salvo, tranquilas.
Lugar seguro
Al día siguiente, el sol brilla con fuerza. Cielo albiceleste en su máximo esplendor. Esto es Flores, donde el papa Francisco creció y recibió la llamada de Dios en la basílica de este mismo barrio porteño. A algunos metros se encuentra Animí, una casa de acogida adherida al Hogar de Cristo, institución benéfica perteneciente a la Iglesia católica, la cual reúne a mujeres transexuales que buscan salir de la calle, de los abusos y las adicciones. Sanar el alma y el cuerpo.
Es la misma Angie, sonriente, quien abre la puerta. La casa cuenta con ocho habitaciones, espacios comunes y actividades semanales de teatro, jardinería, terapia, asesoramiento legal y laboral. Incluso han empezado a confeccionar modelos de bolsos y cinturones para una conocida marca argentina. La mujer, la más veterana en el hogar, se mueve con soltura. Su habitación se encuentra perfectamente ordenada; tímidamente abre uno de los armarios, un rosario cuelga de la foto de su madre. En el retrato puede leerse: “Alda Esmelda, la mejor de todas las madres que me trajo a este…”.
“Hace casi un año tuve un ACV —derrame cerebral—, estuve internada un año, pero ahora me siento feliz y contenta de estar en una casa hermosa”, comienza Angie. “Dejé la calle, cosas feas, consumía paco [crack] con una mafia que me trajo desde Perú. Casi hace diez años que no toco esa porquería”.
Prosigue su charla contando que aprendió el catolicismo de su familia. “De mi mamá, que en paz descanse. Eran muy católicos, misa y eso (…). Me bauticé. En mi país me sentí incomoda, la sociedad es más cerrada, pero aquí en Argentina son mucho más liberales. Siempre fui creyente”.
En la terraza, varias cuidan el huerto. Karen, de 34 años, barre algunas hojas, restos de tomillo caído. El olor es relajante. Acto seguido desciende la escalera para empezar a cocinar un flan. Se ríen, parece experta, pero es la primera vez que cocina este postre. Da vueltas y vueltas al caldero mientras cuenta su historia. “Vengo de Iquitos, de la selva del Perú. Llegué con 22 años y empecé a tomar merca [cocaína] y alcohol, pero con el tiempo no me hacía nada, hasta que probé el crack. Una mañana tuve un ACV, estuve internada siete meses en terapia intensiva, no sabía donde me encontraba. Ni en qué año estaba, ni mes… Nada. Después, cuando me recuperé, no tenía dónde quedarme”, cuenta.
Desde el Hogar de Cristo, Karen fue derivada a su vivienda actual. La mujer califica su relación con la Iglesia como buena. “Creo mucho en Dios porque volví a renacer gracias a él, pero antes ya iba a misa. Mis padres son evangélicos. En Perú, en la Iglesia, hay mucha discriminación, pero a pesar de las recaídas siempre creí. Cuando llegué a Animí me asistieron, ni podía moverme. Retrovirales, comida los fines de semana, una pieza [dormitorio]…” añade.
A su lado se encuentra Sebastián. A diferencia de sus compañeras, es un chico trans. En brazos se encuentra su hijo Bastián, de nueve meses, que le mira con esos ojos bien abiertos, brillantes, redondos como canicas. A Sebas se le cae la baba, pero también su piel se eriza cuando rememora el largo camino transitado para recuperar a su hijo, fruto de una violación.
“Soy de Tucumán —norte del país—, vine por la venta de droga y un poco, huyendo. Me encerraron cuando era menor por un homicidio del que no era culpable. Al salir me costó volver a la normalidad, por eso me vine a Buenos Aires y aquí empecé a vender droga, a consumir… Me defino como un chico transexual, papá progenitor. Costó mucho poder recuperar a mi hijo, antes era muy difícil, hoy estoy bien, puedo hablar de este modo. Imagínate con la discriminación que había, más mi realidad, mi pasado. Lograr la tenencia del bebé. Me lo devolvieron cuando la familia de guarda tuvo covid-19. Me ayudaron mucho. Hay todavía más discriminación hacia transexuales de un género que de otro”, explica.
A los 17 años, Sebastián le dijo a su padre que le gustaban las chicas, este le contestó que hiciera lo que le dictara el corazón. “A un discriminador lo matas ignorándolo. Además tengo otra hija de 10 años, Ailen, desgraciadamente también por causa de una violación. La cuida mi familia, pero pronto espero hacerlo yo”.
En el salón, Gabriela, coordinadora de Casa Animí, coloca las fotos de las mujeres trans que pasaron por el refugio, pero finalmente cayeron en el camino: Sheyla, Kiara… La lista continúa. Tuberculosis e incluso una meningitis pueden matarte cuando “la mala vida” te arrastra y tus defensas están bajas. La mujer enciende velas, recuerda con dolor. “Esto es el Evangelio en crudo desde las bases, el proyecto de Jesús acogiendo a los marginados, el clamor, dando respuestas, integrándolos”. Ella prefiere quedarse con las historias de salvación como las de Razzia, Lorena o Paola, a la que daban por muerta en el hospital. “Abandonó un día el hogar, volvió a caer. Ahora, tras volver a tomar retrovirales y los cuidados, ha recuperado 30 kilos, los médicos no lo pueden creer, es un milagro”, sentencia.
Continúa leyendo este artículo en su fuente original, El País.