COMENTARIO: Algunos catedráticos singuen sin comprender que los derechos humanos no están al arbitrio de las mayorías, pues forman el acerbo común de lo que es inerente a las personas y su dignidad. ¿Pondrá también a votación la violencia?
"¿Qué razón hay para que se conceda mayor peso por sí misma a la pretensión de que no haya símbolo religioso alguno en las aulas que a la contraria? Es éste un conflicto cuya única solución justa pasa por la decisión de la mayoría»
La sentencia dictada el pasado 14 de diciembre del 2009 por la Sala de lo Contencioso-Administrativo de Valladolid, sobre el polémico asunto de los crucifijos en un centro escolar público, merece de entrada un comentario sinceramente laudatorio por su esfuerzo analítico y argumental para tratar de encontrar la respuesta justa al conflicto, y por las no pocas acertadas consideraciones que deja asentadas. Estamos, sin duda, ante una sentencia de una calidad que bueno sería convertir en cosa normal en la actuación de nuestros tribunales de justicia. Yerra, sin embargo, en su conclusión final, determinante del fallo, bajo el comprensible peso quizá de lo que, poco más de un mes antes, había decidido sobre un asunto análogo nada menos que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, aunque aún haya de pronunciarse el órgano supremo de este Tribunal.
La sentencia confirma la legítima competencia de los consejos escolares de cada centro público en este tipo de cuestiones, como ha sostenido la Consejería de Educación de la Junta de Castilla y León, sin perjuicio de que, lógicamente, como cualquier acto administrativo -y las decisiones de esos consejos lo son- deba someterse al ordenamiento jurídico.
La Constitución -dice acertadamente la sentencia, de acuerdo con la doctrina del Tribunal Constitucional- establece un principio, una idea positiva de aconfesionalidad o laicidad, que obliga a todas las instituciones públicas a ser ideológicamente neutrales, pero también a tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y a mantener determinadas relaciones de cooperación con las confesiones que ya existan. No es en absoluto -aclara- la doctrina del laicismo la que debe presidir, según nuestra Constitución, el comportamiento del Estado para con sus ciudadanos y, por eso, no cabe entender que el Estado deba actuar siempre bajo la idea del «desconocimiento o destierro del hecho religioso», porque esta idea -subraya- supondría convertir al laicismo en confesión del Estado, que perdería así su aconfesionalidad, su neutralidad y su laicidad.
Aclara también la sentencia que entre los deberes de colaboración del poder público con la Iglesia católica y las demás confesiones -que no tienen por qué agotarse en lo escolar con una asignatura optativa de religión-, cabe incluir la competencia para decidir sobre la presencia o no de símbolos religiosos en los centros públicos por parte de los consejos escolares que, por su composición plural y marcada presencia de los padres, aunque formalmente sean un órgano administrativo, son en realidad expresión «esencial de la propia sociedad» directamente implicada e interesada.
Éstos son -muy resumidamente- los mimbres con los que la Sala construye la argumentación de la sentencia. No pueden ser, a nuestro entender, más correctos, aunque aún podrían añadirse precisiones. Da toda la impresión, sin embargo, de que en sus últimos pasos, su razonamiento se quiebra y contradice, posiblemente condicionado por la mentada sentencia europea, y, como ella, acaba privilegiando a una escasa minoría de padres directamente implicados en el asunto, e imponiendo un criterio -el de la retirada, aun restringida, de los crucifijos- que viene a lesionar los derechos de la misma naturaleza y no menos relevantes de la mayoría de los padres y otros componentes de la comunidad educativa concreta en la que surgió el problema.
Si el poder público ha de ser neutral en cada centro escolar bajo su dirección y debe tener a la vez en cuenta las creencias y preferencias educativas de aquéllos a quienes el servicio educativo se dirige, ¿qué razón hay para que se conceda mayor peso por sí misma a la pretensión de que no haya símbolo religioso alguno en las aulas o en el centro que a la contraria? Es éste un conflicto cuya única solución justa y pacífica pasa por la decisión de la mayoría de quienes conforman la comunidad correspondiente en torno a la prestación del servicio en cada centro, siempre que a la vez no se imponga a nadie creencia o convicción religiosa o ideológica alguna. La presencia de un crucifijo en un aula o en un centro -como su ausencia- no impone por sí misma nada, aunque evidentemente hace presente una determinada referencia a la que se reconoce un valor cultural y social. Como ocurre en la misma sociedad de la que cada centro escolar forma parte, y respecto de la cual es absurdo tratar de aislarlo. Si la autonomía que nuestras leyes reconocen a los centros escolares públicos no sirve para que se acomoden mejor a las preferencias educativas de los padres -que obviamente, en una sociedad pluralista, tendrán que conjugarse entre sí equilibradamente y con un justo trato de las mayorías como mayorías y de las minorías como tales-, ¿habrá de reducirse a un mero recurso técnico de la dirección y de los profesores donde los padres no tengan nada que decir? ¿Qué pintan entonces los padres y, en su caso, los propios alumnos, en los consejos escolares? Y lo que es el fondo de la cuestión: ¿a quién deben servir los colegios: a los educandos, representados mientras son menores por sus padres (o tutores), o a la sociedad en abstracto, al gobierno de turno o a los profesores? Seguro que todas estas partes tienen sus derechos, pero, ¿puede dudarse del carácter primario, fundamental y más determinante del derecho a la educación en libertad precisamente de los educandos, bajo la guía, en principio, de sus padres?
José Luisw Martínez Muñiz. Catedratico de Derecho Administrativo Unviersidad de Valladolid