La toma de la prisión de La Bastilla el martes 14 de julio de 1789 fue uno de los primeros episodios de la Revolución Francesa, formidable movimiento popular contra la tiranía monárquica y de la Iglesia Católica, fuerzas que tradicionalment
Uno de los principales aspectos de esa gran movilización fue la instauración de un Estado laico ajeno a cualquier religión, como se plasmó en leyes que contemplaron la libertad de cultos y la secularización de diversas instituciones.
La Revolución Francesa tendría una enorme influencia en el resto del mundo al propagar los ideales de libertad, igualdad y fraternidad, de un gobierno republicano y el Estado laico como premisa de las libertades individuales.
En un discurso pronunciado a finales de 1793, Maximiliano Robespierre, uno de los más importantes dirigentes de dicha Revolución, exhortaba llevar a cabo “todas las virtudes y los milagros de la república” y a combatir “todos los vicios y ridiculeces de la monarquía” (Adolfo Thiers, Historia de la Revolución Francesa, Gassó Hermanos, Barcelona, España, tomo VI, página 188).
Aseguraba que la probidad, el deber, la razón y la grandeza del alma eran los valores republicanos que suplantarían los usos monárquicos basados en la tiranía de la moda, la insolencia, el culto al honor y a la pequeñez de los grandes; un pueblo magnánimo, poderoso y feliz, en lugar de otro complaciente, frívolo y miserable.
La diosa razón
En julio de 1790 se sustituyó el Concordato de 1516 por la llamada Constitución Civil del Clero, que sujetaba la organización clerical al gobierno, de tal suerte que los curas y obispos debían ser electos para sus cargos, igual que los funcionarios civiles, sin apelar a la autoridad del papa, además de que limitaba los privilegios para los religiosos.
Ésas y otras leyes cuestionaban el poder de la jerarquía católica (aliada tradicional de los reyes), mientras que los sectores más avanzados de la Revolución exigían que se eliminara todo tipo de financiamiento oficial al clero y se evitaran las ceremonias religiosas fuera de los templos.
El clero entonces se dividió en dos bandos: los curas que aceptaban obedecer y prestar juramento a esa Constitución (los llamados “juramentados”) y los que, defendiendo sus propios privilegios y el orden monárquico, se negaban a ello.
El papa Pío VI condenó esa Constitución Civil y prohibió a los clérigos prestarle juramento.
Mientras tanto, en París, hubo quienes quisieron sustituir el catolicismo por el culto a la diosa razón, cuyo ceremonial incluía suprimir todos los signos religiosos en los cementerios para sustituirlos por una estatua del sueño, benévola imagen de la muerte.
Anacarsis Clootz, uno de los promotores del nuevo culto, “no dejaba de proponer la destrucción de los tiranos y de toda especie de dioses, pretendiendo que en la humanidad independiente y despreocupada debía presidir la razón pura y su culto bienhechor y eterno” (obra citada, página 57).
La exaltación de lo racional implicó el rechazo de las creencias acerca de la vida de ultratumba, de tal suerte que en los cementerios se sustituyeron los signos religiosos por la imagen del sueño, que llevaba la inscripción: “La muerte es un sueño eterno” (Alfonso de Lamartine, La Revolución Francesa. Historia de los girondinos, Sopena, Barcelona, España, 1965, tomo II, página 550).
En los años siguientes, mediante una serie de disposiciones, se fueron liberando diferentes instituciones del control de la Iglesia y se consolidó la libertad de cultos: “El Decreto del 18 de septiembre de 1794 establecía que no se mantendrá culto alguno, ni se reconocerán, ni se retribuirá a ningún ministro de culto, ni se suministrará local alguno. Este Decreto será confirmado por el Decreto del 21 de febrero de 1795, donde se recoge el principio de separación entre el Estado y las confesiones religiosas. Estos principios serán consagrados en la Constitución del 22 de agosto de 1795 y se recogerán, también, en el Decreto sobre el Libre Ejercicio de los Cultos del 19 de septiembre de 1795. Como consecuencia de estas disposiciones, el Departamento de Cultos fue abolido y los sueldos de los ministros de culto serán suprimidos.
“Por último, se produce la secularización de algunas instituciones como el matrimonio, que pasa a ser considerado como contrato civil y se reconoce el divorcio; los registros de nacimientos, matrimonios y fallecimientos, según la Constitución de 1791, fueron transferidos a las autoridades municipales. Esta secularización se trasladó incluso al calendario y a las fiestas” (José Antonio Rodríguez García y Fernando Amérigo Cuervo-Arango, El origen del Estado laico en Francia, en www.ull.es/congresos/conmire…).
La Vendée
Como era de esperarse, los sectores reaccionarios se opusieron activamente al movimiento revolucionario, al grado de que en la región conocida como La Vendée, al Occidente de Francia, se levantó un numeroso ejército contrarrevolucionario integrado por miles de campesinos fanatizados, alentados por curas y por aristócratas defensores del antiguo orden de cosas.
El monarquista Chateaubriand, autor de obras como Atala y El genio del cristianismo, escribió sobre la guerra de La Vendée: “Las dos Francias se encontraron sobre aquel suelo […] Todo cuanto quedaba de sangre y de recuerdos de la Francia de las Cruzadas luchó contra lo que había de nueva sangre y de esperanzas en la Francia de la Revolución” (Memorias de ultratumba, Compañía General de Ediciones, México, 1961, tomo I, página 330).
El movimiento reaccionario surgió en 1793, el mismo año en que fue ejecutado Luis XVI. Thiers relata cómo ese año “se habían verificado algunas reuniones de aldeanos que pedían el restablecimiento del clero y de los Borbones” (Thiers, Historia de la Revolución Francesa, tomo IV, página 141), además de que los campesinos no aceptaban y perseguían a los llamados curas “juramentados” que habían aceptado la autoridad de la Revolución; ni aceptaban servir en el ejército para defender el nuevo movimiento.
El ánimo de los lugareños estaba enardecido “…y los sacerdotes no omitieron nada para atizarlo más” (obra citada, página 195).
Comenzaron las escaramuzas entre los vendeanos realistas y el ejército republicano, así como las represalias contra los soldados: “…trescientos republicanos fueron pasados por las armas en tandas de 20 y 30; los sublevados les hacían confesar primero y luego los conducían a la orilla de un barranco donde los fusilaban para no tomarse el trabajo de enterrarlos” (obra citada, página 199).
Los sublevados se organizaron en un ejército “de cerca de 30 mil hombres, y se llamó grande ejército real y católico” (obra citada, página 203).
De acuerdo con Chateaubriand, “cuando los vendeanos iban a atacar al enemigo, se arrodillaban y recibían la bendición de un sacerdote; la oración pronunciada llevando las armas no se reputaba como debilidad, porque el vendeano que elevaba su espada al cielo pedía la victoria y no la vida” (Memorias de ultratumba, tomo I, página 410).
El 1 de junio de 1793 designaron “un consejo que gobernase el país ocupado por sus tropas; de este consejo era un aventurero que se llamaba obispo de Agra, legado del papa, que bendecía las banderas, celebraba misas solemnes, excitaba el entusiasmo de los vendeanos…” (Thiers, Historia de la Revolución Francesa, tomo V, página 45).
Durante años, los vendeanos se enfrentaron a los republicanos en una cruenta guerra, que describe así Thiers: “los habitantes de la Vendée eran a un tiempo labradores y soldados, y en medio de los horrores de la guerra civil no habían dejado de cultivar sus campos y cuidar de sus ganados teniendo sus armas al lado, ocultas bajo la tierra o entre la paja. Acudían a la primera señal de sus jefes, acometían a los republicanos, desparecían después por entre los bosques, volvían a sus campos y ocultaban de nuevo sus armas y como los republicanos sólo veían campesinos desarmados, no podían mirarles como soldados enemigos” (Thiers, Historia de la Revolución Francesa, Tomo IX, página 87).
El gran Víctor Hugo escribió un relato novelado de la llamada Guerra de la Vendée, que duraría hasta 1796, en su obra El 93, donde leemos: “La Vendée fue una rebelión clerical que tuvo las selvas por auxiliares. Las sombras se auxilian mutuamente…” (Víctor Hugo, El 93, Los amigos de la Historia, Barcelona, España, 1972, página 159).
Explica: “…para la sublevación de tanta gente emplearon un medio sencillo y poco costoso. Detrás del retablo del altar, en el que decía la misa un cura sacramentado, metían un gato grande y negro, que saltaba bruscamente a la parte de fuera durante la misa. “¡Es el diablo!”, gritaban los campesinos, y todo un cantón se sublevaba. Los confesionarios soplaban también en el fuego de la sublevación” (obra citada, página 167). Describe la ferocidad de los monarquistas vendeanos que se enfrentaban a las tropas republicanas: “…en Fontenay, el cura Barbotín tendió en tierra de un sablazo a un anciano. En Saint-German-sur-Ille, uno de sus capitanes, que era noble, mató de un tiro al síndico del ayuntamiento y le robó el reloj. En Machecoul decidieron una vez hacer una monda simétrica de cabezas de republicanos, de 30 cabezas cada día, y la monda duró 5 semanas. A cada cadena de 30 cabezas llamaban ‘el rosario’; bajaban a los republicanos a un foso que habían abierto, la cadena se adosaba a una de las paredes y allí los fusilaban a todos. Los fusilados caían en la zanja, algunos de ellos aún vivos y los enterraban. De estas barbaries y mayores presentaron muchos ejemplos. A Joubert, presidente del distrito, le aserraron los puños. Ponían a los prisioneros azules [soldados republicanos] esposas cortantes, forjadas especialmente para ellos, y los mataban a golpes en las plazas públicas” (obra citada, páginas 168 y 169).
Esas crueldades de los católicos franceses son similares a las que perpetrarían a principios del siglo XX las hordas franquistas y los cristeros mexicanos contra sus enemigos: los defensores de la república y del laicismo.
En 1794, cuando el gobierno de la Revolución trató de iniciar negociaciones con los vandeanos, éstos exigieron condiciones “absurdas”, así las calificó el propio Thiers, como la de proporcionar “pensiones vitalicias para todos los eclesiásticos de la Vendée”, exención de 10 años de impuestos en la región y beneficios no sólo para los vandeanos que habían tomado las armas, sino para los emigrados realistas que conspiraban contra la Revolución.
Finalmente, algunos rebeldes capitularon con condiciones más modestas, como la indemnización de “aquellos cuyas casas habían quedado asoladas [por la guerra]”.
Algunos militares de la República trataron de conciliarse con el clero de la región, como una estrategia para debilitar a los rebeldes, e incluso comenzaron a participar en las ceremonias católicas, y ante los curas pregonaban que quienes se mantenían en armas eran bandidos que “no tienen Dios ni ley”.
Otros, simplemente compraban a los líderes contrarrevolucionarios; uno de ellos, luego de haber recibido 100 mil francos, se separó de sus huestes y los exhortó a dejar las armas “dándoles las razones más a propósito para convencerlos” (Thiers, Historia de la Revolución Francesa, tomo VIII, página 121).
Empero, la pacificación fue difícil porque algunos de los contrarrevolucionarios pactaban motivados o forzados por la circunstancias, pero con el propósito de mantener en secreto su organización y levantarse en armas cuando hubiera otra oportunidad, como uno de esos jefes que, “al ir a firmar, desenvainó el sable y juró volver a las armas a la primera ocasión” (obra citada, página 132).
La revuelta decayó luego de la captura y ejecución de uno de sus principales dirigentes en marzo de 1796, pero 2 años después la insurrección persistía bajo la forma de bandolerismo que perpetraban antiguos vendeanos: “a pesar de que esos salteadores –cuya reproducción anunciaba una especie de disolución social– tuviesen por principal objeto la rapiña, era evidente, según la elección de las víctimas, que tenían un objeto político” (obra citada, tomo XII, página 171).
Así como la derecha mexicana tiene como emblema a los cristeros, la derecha francesa ha tratado de idealizar a los contrarrevolucionarios de la Vendée, al grado de que en febrero de 2007 nueve diputados derechistas presentaron una propuesta de ley para reconocerlos oficialmente como víctimas de un supuesto genocidio.
*Maestro en filosofía; especialista en estudios acerca de la derecha política en México