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Desde la proclamación de la República en 1931, los sectores reaccionarios (Iglesia, burguesía, terratenientes y Ejército) se organizaron para frenar los avances sociales.
La Segunda República Española (1931-1939) representó un intento ambicioso de modernizar y democratizar España, pero se enfrentó a una feroz resistencia por parte de los sectores más reaccionarios de la sociedad —la Iglesia, la burguesía, los terratenientes y el ejército— que veían amenazados sus privilegios históricos. Esta oposición, combinada con las contradicciones internas del propio proyecto republicano, dificultó una transformación social profunda que fue finalmente truncada por el golpe de estado ejecutado por la misma reacción. A continuación, se analiza la resistencia de estos sectores, los privilegios que tenían y cómo las tensiones internas de la República limitaron su capacidad.
Los privilegios de los sectores reaccionarios
La Iglesia Católica
La Iglesia gozaba de una influencia desmesurada en la sociedad española, controlando gran parte de la educación, la moral pública y vastas propiedades. Su alianza con las élites le otorgaba un poder político indirecto, además de exenciones fiscales y subsidios estatales. La secularización impulsada por la República —como la separación Iglesia-Estado, el matrimonio civil o la disolución de órdenes religiosas como los jesuitas— fue percibida como un ataque directo a su hegemonía. En respuesta, la jerarquía eclesiástica promovió una movilización conservadora, calificando las reformas como «anticristianas» y apoyando movimientos contrarrevolucionarios.
La burguesía
La burguesía, especialmente la industrial y financiera, disfrutaba de un sistema económico que favorecía sus intereses: bajos impuestos, escasa regulación laboral y acceso privilegiado a los mercados. Las reformas laborales de la República, como la jornada de ocho horas, el aumento de salarios o la protección de los sindicatos, fueron vistas como una amenaza a sus beneficios. La burguesía urbana, aliada con los partidos conservadores como la CEDA, financió campañas contra el gobierno republicano y, en muchos casos, apoyó el golpe militar de 1936 para restaurar el orden económico tradicional.
Los terratenientes
Los grandes propietarios agrícolas, concentrados en el sur y centro de España, controlaban vastas extensiones de tierra en un país donde la desigualdad agraria era extrema. Su riqueza dependía de la explotación de jornaleros mal pagados y de un sistema latifundista que apenas había evolucionado desde el feudalismo. La reforma agraria de 1932, aunque tímida, buscó redistribuir tierras expropiadas, pero los terratenientes usaron su influencia política y judicial para bloquear su implementación. Esta resistencia exacerbó el descontento campesino, pero también fortaleció la alianza de los latifundistas con el ejército y la derecha.
El ejército
El ejército español, sobredimensionado y politizado, era un pilar del poder tradicional. Los oficiales de alto rango disfrutaban de privilegios como sueldos elevados, ascensos por lealtad política y una amplia autonomía institucional. La reforma militar de Manuel Azaña intentó reducir su tamaño, modernizarlo y someterlo al poder civil, pero generó un profundo malestar entre la cúpula militar, que se veía a sí misma como garante del orden y la «esencia nacional». Esta hostilidad culminó en conspiraciones golpistas que desembocaron en el alzamiento de julio de 1936.
La resistencia reaccionaria frente a las reformas
Desde la proclamación de la República en 1931, los sectores reaccionarios se organizaron para frenar los avances sociales. La Iglesia movilizó a las masas católicas a través de asociaciones como la Acción Católica y respaldó a partidos como la CEDA, que buscaban preservar el statu quo. Los terratenientes sabotearon la reforma agraria mediante tácticas legales y la presión sobre los gobiernos conservadores de 1933-1935, mientras la burguesía financiaba prensa y propaganda para deslegitimar a los republicanos. El ejército, por su parte, mantuvo una postura vigilante, con sectores como la Unión Militar Española conspirando desde los primeros años.
Esta resistencia no fue solo pasiva. En 1932, el intento de golpe de Estado de Sanjurjo reflejó la disposición de las élites a recurrir a la fuerza. Durante el «Bienio Negro» (1933-1935), los gobiernos de derecha deshicieron muchas reformas, como la agraria y la laboral, restaurando parcialmente los privilegios de las clases dominantes. La polarización se intensificó con la revolución de Asturias de 1934, reprimida brutalmente por el ejército, lo que evidenció la alianza entre las élites y los militares contra el cambio social.
Contradicciones internas de la Segunda República
A pesar de sus ideales progresistas, la Segunda República sufrió contradicciones que limitaron su capacidad transformadora. En primer lugar, la coalición republicano-socialista de 1931-1933 estaba dividida entre los moderados, que temían alienar a las clases medias, y los radicales, que exigían cambios profundos. Esta falta de cohesión debilitó la implementación de reformas. Por ejemplo, la reforma agraria fue diseñada con cautela para no provocar a los terratenientes, pero su lentitud frustró a los campesinos, alimentando el descontento.
En segundo lugar, la República enfrentó una crisis económica heredada, agravada por la Gran Depresión, que limitó los recursos para financiar políticas sociales. Además, la falta de una burocracia leal dificultó la aplicación de las leyes, ya que muchos funcionarios y jueces simpatizaban con los sectores reaccionarios.
Por último, las tensiones entre las fuerzas de izquierda —socialistas, comunistas y anarquistas— impidieron una estrategia unificada. Mientras los socialistas apostaban por reformas graduales, los anarquistas de la CNT-FAI promovían la revolución directa, lo que generó conflictos como las insurrecciones de 1932 y 1933. Estas divisiones debilitaron al gobierno frente a la reacción coordinada de la derecha.
Impacto en la transformación social
La combinación de la resistencia reaccionaria y las contradicciones internas frustró una transformación social mayor. Aunque la República logró avances significativos —como el sufragio femenino, la secularización de la educación o las mejoras laborales—, estos fueron insuficientes para desmantelar las estructuras de poder tradicionales. La polarización resultante creó un clima de inestabilidad que los sectores reaccionarios aprovecharon para justificar el golpe militar de 1936, que desencadenó la Guerra Civil y sepultó las aspiraciones republicanas.
La Segunda República Española se propuso democratizar y modernizar un país anclado en desigualdades históricas, pero chocó con la resistencia de la Iglesia, la burguesía, los terratenientes y el ejército, que defendían privilegios arraigados en siglos de dominio. Estas élites, unidas por el temor a perder su poder, bloquearon o revirtieron las reformas, mientras las divisiones internas de la República y su incapacidad para consolidar un frente unificado limitaron su impacto transformador. Este enfrentamiento entre progreso y reacción no solo frustró el proyecto republicano, sino que preparó el terreno para el trágico conflicto que marcó el destino de España en el siglo XX.