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La religión y la amenaza a la libertad · por Homar Garcés

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La religión es, sin lugar a dudas, la forma más extendida de superstición alrededor de todo nuestro planeta. La causa primera de todas las guerras de conquista.

Incluso, de aquellas que son justificadas bajo argumentos más «plausibles», como la defensa del «mundo libre» frente a las acechanzas del comunismo. Para muchos, el significado de la religión se traduce en consuelo, bienestar, reducción de estrés y de culpas (ciertas o inducidas), además de la identidad particular que proporciona a cada individuo o comunidad respecto al resto de sus congéneres, diferenciándolos en muchos aspectos y ubicándolos, generalmente, en una posición de primacía al proclamar que su «Dios» es el único verdadero y, frente al cual, no hay otros dioses que adorar. En su libro «El espejismo de Dios», el biólogo británico Richard Dawkins plantea que «las personas devotas han muerto por sus dioses y han matado por ellos; han azotado sus espaldas hasta sangrar, se han jurado así mismas una vida de celibato o de silencio, todo al servicio de la religión. ¿Para qué sirve todo esto? ¿Cuál es el beneficio de la religión?». Aparte de esta descripción, la religión está ahíta de creencias que contradicen categóricamente la razón y los hechos científicos que la sustentan; incluso sostenidas por personas que, por su profesión o grado académico, debieran ser las primeras en mostrarse escépticas ante las mismas. Esto hace que la credulidad humana (creer sin evidencias) normalmente se halle saturada de fantasías religiosas que desafían cualquier noción de racionalidad y bordee los límites del fanatismo y de la locura. A tal efecto, es conocida la tradición de los presidentes de Estados Unidos que han recibido mensajes de «Dios», ordenándoles, por ejemplo, la invasión de Irak, en el caso de George W. Bush. Esto produce una credulidad servil que es aprovechada, en muchas ocasiones, en términos de nacionalismo o patriotismo (estimado como virtud absoluta), por quienes están al frente del Estado y de la política en su propio beneficio; una cuestión que se ha hecho común en las últimas décadas, en busca de mayores cuotas electoral.

Las masacres genocidas perpetradas en nombre de la religión son los episodios de las acciones humanas que más resalta la historia. Principalmente en lo que se conoce como civilización occidental y cristiana. Sobre este punto, John Hartung señala que «la Biblia es una guía para la moralidad de grupo, completada con instrucciones para el genocidio, para la esclavización de los grupos ajenos y para la dominación del mundo». La religión amplifica y exacerba la división histórica entre muchas naciones, como ha ocurrido en Bharat (India), Medio Oriente y Kosovo, por citar aquellos escenarios donde la violencia ha sido extrema. Para aquellas personas (religiosas o no) que ven en este cuestionamiento a la influencia de la religión en la realidad diaria del mundo un ataque desconsiderado y, por tanto, inaceptable, habrá que citarles lo escrito en «Por qué no podemos ser cristianos (Y menos aún católicos)» por Piergiorgio Odifreddi: «el anticlericalismo constituye más una defensa de la laicidad del Estado que un ataque a la religión de la Iglesia». Todo ciudadano puede profesar el credo que mejor se avenga con sus gustos e inteligencia. Lo que no puede, ni debe, admitirse es que, en nombre de sus dioses y de la libertad religiosa, omitan y coaccionen el derecho de los demás a tener su fe o, en sentido contrario, a proclamarse ateos o agnósticos, sin que esto suponga la justificación para impedírselo o, en el caso extremo, para decretar su eliminación física, como podría ocurrir en los países de raigambre islámica.

Karl Marx, en su obra «Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel», ataca los efectos perniciosos y alienantes de la religión como institución entre los sectores populares. En ella expone: «La miseria religiosa es, a la vez, la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin corazón, así como el espíritu de una situación sin alma. Es el opio del pueblo. Se necesita la abolición de la religión entendida como felicidad ilusoria del pueblo para que pueda darse su felicidad real. La exigencia de renunciar a las ilusiones sobre su condición es la exigencia de renunciar a una condición que necesita de ilusiones. La crítica a la religión es, por tanto, en germen, la crítica del valle de lágrimas, cuyo halo lo constituye la religión». Para muchos, es prueba fehaciente del ateísmo que carcomería el alma de Marx y de aquellos que lo secundan en el propósito de abolir la división de clases sociales y la explotación del proletariado por los dueños de los medios de producción; reflejada en la acusación de ser la religión «el opio del pueblo», pasando por alto todo lo referente a que ésta es «la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real». No hay más que releer en los Evangelios lo dicho, supuestamente, por Jesús de Nazareth para darse cuenta de que hay una profunda diferencia o contradicción entre lo que representa su mensaje de redención y el predicado por los representantes de la cristiandad (católicos, protestantes y demás derivados), sirviendo éstos de soporte al modelo civilizatorio creado según los intereses y la ideología burguesa capitalista.

Como lo expone Gore Vidal, ensayista y periodista estadounidense, «el gran mal inmencionable del centro de nuestra cultura es el monoteísmo. Surgidas de la bárbara Edad de Bronce, conocida como Antiguo Testamento, han evolucionado tres religiones antihumanas: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Son religiones con dioses en el cielo. Son, literalmente, patriarcales —Dios es el Padre omnipotente— , y de ahí el aborrecimiento de las mujeres durante dos mil años en aquellos países afligidos por el Dios celestial y sus terrestres delegados masculinos». Aparte de su dosis de superstición, la religión genera intolerancia y persecución, siendo estos dos de sus rasgos más evidentes que se tratan de imponer  en nombre de la libertad religiosa, aún cuando muchos Estados se proclaman laicos constitucionalmente. La explotación política del celo religioso mostrado por alguna gente ha conducido a los gobernantes más recientes de Estados Unidos, Brasil y Perú, entre otros, a actuar de una manera intolerante e irracional, desconociendo los principios que sostienen la democracia; predisponiendo a las masas crédulas o fanatizadas a aceptar abiertamente el establecimiento de una teocracia. En todo ello se evidencia la tendencia de pervertir el sentido común de la democracia y de la moral, amenazando todo lo que implica la libertad humana.

Una verdad poco apreciada y difundida es que las personas religiosas no difieren mucho en sus intuiciones morales de aquellas que se consideran ateas y agnósticas. Sin embargo, entre ambos grupos se han erigido barreras que hacen ver que entre estos y quienes son religiosos (más propensos, aparentemente, a tener una conducta moral mayor que aquellos que no lo son), por lo que es lícito segregar y atacar a los primeros, obligándolos a su conversión, de forma parecida a la lograda en España con judíos y musulmanes y, tiempo más tarde, contra los pueblos originarios en toda la gran extensión geográfica de nuestra América. Bien lo dijo el reformador religioso Martin Lutero: «La razón es el mayor enemigo que tiene la fe; nunca viene en ayuda de las cosas espirituales, aunque más frecuentemente lucha contra la Palabra Divina, tratando con desprecio todo lo que emana de Dios». Quienes se comportan de acuerdo con este tipo de fe imperialista y absolutista -interpretando de forma literal el contenido de sus libros sagrados, sin posibilidad de error- no muestran un ápice de aceptación de pluralismo en la sociedad o país que aspiran dirigir; lo que los empareja, sin duda, con quienes quisieron hacer del fascismo la nueva religión de Europa y, por consiguiente, del mundo conocido.

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