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La religión sin problema

No debe estar tan secularizada la sociedad cuando la asignatura de religión –católica, no lo olvidemos- sigue vigente en los centros educativos y es objeto de defensa judicial. No es menos importante el papel que los distintos fundamentalismos religiosos están adquiriendo en determinadas partes del mundo o la hegemonía indiscutible de la Iglesia Católica en países como España, Italia o Polonia. La religión, se quiera o no, constituye un elemento identitario para muchos, ya sea en su versión más culturalista, casi intrahistórica, ya sea en su facción más activa: la del creyente.

Sin embargo, estamos obligados a vivir en sociedad. En una sociedad que entiende más de diferencias y pluralismo que de monolitismos ideológicos. De forma que no hay lugar ya para nada que se considere una identidad normal o un estado de cosas normales frente a una posible anormalidad ya sea ésta cultural, religiosa o lingüística. Habrá anomia en todo caso, pero no anormalidad. La sociedad no es católica, ni es musulmana, como no es de determinada cultura o de otra: es un inmenso collage que se obliga a convivir porque no hay otra salida posible para el estado actual que no suponga un retroceso o una gigantesca barbarie. Y de ahí no se sigue enfermedad social alguna, sino simple cambio que no generará problemas mientras quede bien definido el espacio de lo público y la dignidad del individuo. Hasta aquí hemos llegado: ni va a haber una universitas catholica, ni un estado islámico, ni ninguna otra identidad segregadora. Hemos llegado, al triunfo más absoluto de la artificialidad en nuestras formas de vida colectivas; ya no hay –si es que lo hubo alguna vez- algo natural como la raza, la cultura, la religión o la lengua. Como toda realidad humana, lo único que hay es historia y, lo que no es menos importante, un relato de esa misma historia que se ha dado en escorzo porque de otra manera sencillamente no entraba en la sesera de nadie.  Y no veo nada malo en ello. Más bien todo lo contrario. Frente a identidades cuestionables –religiosas, románticas o culturales- estamos en una situación en que necesariamente ha de imperar una ética laica configurada en torno a un mínimo aceptable e irrenunciable como son los derechos humanos que revierten en la persona y no en el colectivo. Las éticas basadas en la religión, es decir, los sucedáneos de las mismas, no tienen ya lugar, son, simplemente, formas de adoctrinamiento que están lejos de potenciar una autonomía irrestricta que permita desarrollarse en libertad. Y es esa misma libertad que reclaman  iglesias y confesiones la que cercenan sistemáticamente con su empecinamiento omniabarcante.

La enseñanza de la religión en nuestro sistema educativo ocupa un lugar anacrónico no por ser religión la materia, sino por ser religión católica impartida por un profesorado confesional. El hecho religioso es indiscutible, como lo es su función social y su valor cultural. Pero de ahí no se sigue que deba ser enseñado por un profesorado formado exclusivamente en teología católica y con el beneplácito de la autoridad religiosa. Más bien sucede que, como materia, se ha enquistado un pseudoproblema que muy bien se resolvía enseñando Historia de las religiones o Sociología de la religión y, en consecuencia, nada que no pudiera hacer un profesor de Historia o de Filosofía. El hecho religioso como dimensión ineludible de toda formación integral quedaba a salvo, lo mismo que la posición equidistante de las manifestaciones concretas de las mismas confesiones religiosas al no tener que inmiscuirse en un asunto de interés educativo y científico.

Aun así, hay otro argumento que a menudo aparece y es el de aquellos que han insistido en el valor de la educación moral que otorga la misma religión.  Yerran radicalmente al suponer que ésta sólo viene de la mano de la moral católica y que muy bien este objetivo es cubierto por la clase de religión. Yerran cuando piensan que esa es nuestra cultura y que, por lo tanto, bien está en manos de la Iglesia. No se equivoquen: la religión es religión, comporta valores, pero no comporta una reflexión crítica y autónoma de los mismos. Hay un tope, una ortodoxia y unos dogmas que, por definición, no se discuten. Para discutir, para pensar en libertad y sin más ataduras está la filosofía. La misma de la que surge la bioética o la deontología profesional y que tristemente ha acabado en manos inexpertas de comités legos de bioética sin formación filosófica alguna o, lo que es peor, diluida en cripto-teología moral y pseudomoralina profesional. No, no hay lugar para el adoctrinamiento en la escuela pública, ni hay razones para perpetuar un problema evitable porque, de hecho, sí hay una solución positiva que satisface por igual a todos los integrantes de una sociedad plural.

Andrés Jaume. Doctor en Filosofía per la Universidad de Salamanca. Professor a la UIB

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