Tras el éxito de “Confesiones a Alá”, Saphia Azzeddine publica la tragicómica experiencia de un muchacho que adora las palabras y trata de admirar a su padre sin lograrlo, dentro de una familia pobre
Saphia Azzeddine (Agadir, Marruecos, 1981) tiene un peculiar sentido del humor. En su segunda novela, Mi padre es mujer de la limpieza, que llega ahora a España, ha vendido 30.000 copias en Francia y fue también película, escribe el siguiente diálogo entre Polo, el locuaz y lúcido protagonista de 14 años, y su hermana:
—¿Sabías que Primo Levi, cuando estaba en el campo de concentración, se lavaba todas las mañanas con su propia orina para preservar el ritual del aseo diario?
—¿Eh?
—Para no olvidar que era un hombre, aunque lo trataran como a un perro.
—Oye, al primo o al tío ese no le conozco y, además, es que no sabes cómo pasó.
—¡Yo me parto!
—Pero qué asco lo de lavarse con el meao.
—Que no, al contrario, quería hacer los mismos gestos que cuando se aseaba, ¿lo pillas?
De madre francesa y padre marroquí (ambos sastres), tercera de cuatro hermanos y criada entre Agadir y Ginebra, Azzeddine se dio a conocer con una primera novela áspera y optimista, Confesiones a Alá, historia de una joven pastora magrebí que acaba convertida en prostituta de lujo; y después urdió la tragicómica experiencia de un muchacho que adora las palabras y trata de admirar a su padre sin lograrlo, dentro de una familia blanca y muy pobre que sale adelante a base de limpiar oficinas y otras miserias occidentales.
Estudiante de sociología y exempleada en tiendas de zapatos y joyas en Suiza, Azzeddine llegó hace siete años a París, y hoy vive en un pequeño apartamento del barrio latino. Dice que no ha hecho “muchos amigos”, aunque ha encontrado “un novio muy querido” y tiene un bebé de un año. Tras llevar su segunda novela al cine como guionista y directora (parece arrepentida de haberlo hecho), lleva meses encerrada en casa escribiendo un guion y otros proyectos.
PREGUNTA. ¿Por qué eligió París?
RESPUESTA. En Ginebra había tocado techo. O me casaba con un banquero o me espabilaba y me iba. Me gustaba escribir, y allí las únicas posibilidades eran dedicarme a las joyas, el chocolate o los bancos. Así que ahorré y me vine. Mi padre me dijo que tenía que vivir en un barrio bueno o no salía. Perdí un año con un novio, y luego empecé a escribir y tuve suerte. Una tarde, en un café, estaba con unas amigas y se acercó un viejito con gafas, que resultó ser hermano de un fotógrafo famoso. Le conté que había escrito Confesiones a Alá y me dijo que trabajara el libro durante el verano y que me presentaría a un editor.
P. Su primera novela no era autobiográfica, ¿verdad?
R. No, no he sido puta, gracias a Dios, y tampoco pastora. Aunque no me habría disgustado, es un oficio honorable.
P. No, lo decía porque usted está en Europa desde muy pequeña.
R. Sí, pero recuerdo que de pequeña dormíamos en el suelo, todos juntos. Ahora me siento una privilegiada, pero no me da miedo el futuro porque sé que puedo habituarme a cualquier cosa. Mi madre es francesa y nunca sentí necesidad de integrarme. Mis padres me enseñaron a mirar a los ojos a todo el mundo, a no tener miedo y ser yo misma.
P. Francia ha vivido unas semanas convulsas con las viñetas de Mahoma. ¿Se ha sentido ofendida?
R. Yo no siento cólera; me gano la vida escribiendo y no paso hambre. La ira es hija del hambre y yo soy una burguesa, aunque lo sea a mi pesar. El problema es que Occidente tiene una visión orientalista del mundo árabe que no se corresponde con la realidad. Hablamos de la revolución de jazmín, de la primavera árabe… No es eso: son revueltas producidas por el hambre, no por una necesidad de libertad sino por la carestía de los alimentos. Primero protestaban por la tripa, el deseo de libertad vino después.
P. ¿El islam en Francia es diferente?
R. Hay gente que manda a la mierda a la República, se deja barba y lleva burka. Las caricaturas son solo un pretexto, en vez de hablar del problema vemos a idiotas gritando contra Rushdie. Salen 2.000 mujeres con burkas y 200 quemando una bandera y los medios solo hablan de eso. El mundo musulmán necesita más riqueza, más cultura, más justicia y más libertad de expresión. La religión debe ser privada. La mía sucede en mi apartamento, y por eso me da igual que insulten a Mahoma. Es verdad que los países colonialistas confiscaron todo menos la religión. Solo dejaron las mezquitas. Y Francia todavía no ha pedido perdón a Argelia. Pero eso no es excusa. Mi padre salió de Marruecos porque quería que estudiáramos, y lo demás le da igual.
P. ¿A quién benefician estas polémicas?
R. La estúpida película sobre Mahoma se filmó en un baño, ¿cómo se puede dar espacio a eso? Que haya muertos por eso es totalmente ridículo. ¿A quién beneficia? A los salafistas, a los extremistas. Las revoluciones no se hacen con jazmín, se hacen con armas. El lirismo tapa los problemas.
P. Hablemos de su literatura. Lo primero que sorprende es su libertad, y su humor.
R. Sin humor no sé escribir, pero escribir con humor es muy difícil. Siempre he sido la payasa de la familia. Mi padre es muy gracioso también, y pienso que el humor es la suprema elegancia del que no tiene nada. Si eres prostituta, ¿qué te queda salvo reír? Es la única forma de resistir, de hecho oyes más risas en los barrios populares que en la avenida Foch. En mi edificio no se oye ni una carcajada ni un grito. Todo es muy aburrido.
P. Su protagonista, Polo, es un asesino de estereotipos. Su madre es “fea y paralítica”, y no puede admirar a su padre.
R. Internet y la televisión son muy peligrosos. Antes no sabíamos lo que nos perdíamos. Ahora sí. Los chicos ya no juegan al balón, se hacen la foto para Facebook y nos consideran unos viejos idiotas. Es uno de los efectos perniciosos de Internet. Por eso Polo dice: “Amo a mi padre, pero me cuesta admirarlo”. Los oficios manuales ya no están de moda, nadie los valora, producen vergüenza; todos quieren trabajar con la cabeza, en bancos, y por cierto puedo decirle que los banqueros están muy deprimidos por la que han montado. Tengo un amigo que solo ve cifras, cifras, cifras, tiene una depresión clínica gravísima. Creo que van a pagar caro la que han organizado.
P. Europa tampoco anda muy allá. ¿Se siente bien en París?
R. En siete años no he hecho amigos, pero sí un novio estupendo y tengo un bebé. No son muy simpáticos los parisinos, pero vivo en un pequeño perímetro y puede ser mi culpa si no hago más por ver a la gente. He trabajado mucho, escribir lleva tiempo. Montaigne dijo: “Me interesa la trastienda del alma humana”. A mí también. La imagen me da igual, me gusta saber lo que hay detrás, lo escondido.
P. Polo es sincero, y le gusta la belleza.
R. Somos hipócritas porque eso ayuda a sobrevivir, porque forma parte del civismo. A mí me gusta la fidelidad entre mujeres, y que todos tengamos derecho a ser imperfectos. Por ejemplo, entiendo que el Elíseo deba recibir a los sátrapas árabes porque tienen petróleo, pero digamos la verdad: aquello no es la primavera sino el infierno. Se acabaron las vacaciones en Túnez. No podemos tener todo, petróleo barato, playas estupendas y árabes simpáticos. Hay que saber que el dinero saudí y el de Catar es sucio, y que Estados Unidos no tortura en casa, sino en Egipto.
P. ¿Cómo fue su experiencia en el cine?
R. Muy dura. El actor era un petardo, muy bueno sobre todo montando broncas. Yo no sé gestionar conflictos y sufrí mucho. Ahora sé que la gran familia del cine no existe. Pero hay gente interesante a la que le gustó la película. Así que probablemente haré otra el año que viene.
Mi padre es mujer de la limpieza. Saphia Azzeddine. Traducción de Begoña Díez Zearsolo. Demipage. Madrid, 2012. 180 páginas. 17 euros.
Tras el éxito de 'Confesiones a Alá', Saphia Azzeddine (Agadir, Marruecos, 1981) vuelve con 'Mi padre es mujer de la limpieza'.