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La reforma de la ley del aborto y las tres trampas del lenguaje

Las mujeres hemos sido educadas, y también legisladas, para ser sumisas y obedientes, sin voz y sin criterio. Si no lo somos,  primero se procede a la persuasión y después se acude a las normas jurídicas. También históricamente estas normas jurídicas han seguido un orden progresivo. En primer término aparecen las normas que maternalizan, y en un segundo momento, las que criminalizan.

Aparecen nuevos caballeros (y damas)  andantes que se atribuyen el monopolio de la defensa de “la vida” y de la protección de los débiles. Los molinos de viento  son esta vez una presunta e inventada “violencia estructural” que atenaza a las desvalidas mujeres embarazadas. El  escudo protector  que esgrimen adopta la  forma de una ley, cuyo espíritu es la oposición tenaz a cualquier intento despenalizador del aborto.

La grandilocuente terminología del Anteproyecto “Ley Orgánica de la Protección de la vida del no nacido y de los Derechos de la Mujer Embarazada”  manifiesta un  afán protector inversamente proporcional  a lo mucho que se deja de proteger y resulta un claro ejemplo de manipulación del lenguaje,  en tres aspectos muy concretos sobre los que reflexionaré brevemente.

Primero, en la llamada “protección del no nacido”; en segundo lugar en cuanto  al empleo del  genérico “la mujer”, en lugar de “las mujeres”. En tercer y último término, porque impone un particular modo de entender la maternidad, como bien supremo y como opción preferente.

En cuanto al primer aspecto, ¿qué significa  exactamente el “no nacido”? La elipsis  del sustantivo, continuada a lo largo del texto normativo es otra manifestación de la tergiversación del lenguaje.  Se omite deliberadamente el término persona y se oculta la evidencia de que la protección jurídica no es equiparable en todas las fases del proceso de  gestación.

No se puede tratar igualmente lo que es desigual, y la amalgama de células que puede  conformar al “concebido” resulta  un concepto heterogéneo sin relevancia científica. Hasta la sexta u octava semana de gestación no puede hablarse de feto y sólo a partir de la semana décimo segunda, aparecen señales neurológicas. Incluso la templada sentencia del Tribunal Constitucional, a la que los promotores de la reforma dicen ajustarse, la STC 53/1985 reconocía este hecho elemental y admitía el valor no absoluto de la vida humana. En el proceso gestacional no puede equiparse la vida de las  primeras semanas a la de las últimas  y además es necesario proteger el  derecho a la dignidad de las mujeres, que sí son personas conforme al Código civil.

La  desaforada pretensión protectora del “concebido” por parte de quienes legislan choca de bruces con la desprotección del mismo “niño concebido” en el caso de la violación.  Si la amalgama de células merece un derecho absoluto ¿por qué dejamos de protegerla en supuesto de violación? ¿No será que este supuesto evidencia la naturaleza desigual de ambos tipos de vida, la del concebido no nacido y la de la mujer embarazada? ¿Cuándo se considera que la mujer debe ser protegida? ¿Sólo cuando es violada? Si el argumento es el absoluto derecho a la vida de esa inicial amalgama de células, debería defenderse también cuando la mujer ha sido violada.

Libramos en nuestros días una agotadora lucha defensiva ante una nueva acometida del patriarcado mutante que vuelve a ejercer violencia sobre las mujeres violentando además las palabras, acaso para satisfacer a posiciones ultra conservadoras y al sector más reaccionario de la Iglesia católica.

Los romanos consideraron que  “el no nacido no tiene la consideración de hombre”. Pero incluso en  la Patrística cristiana ya se mostraba un lenguaje mucho menos abrupto y grosero que el que emplean los legisladores del anteproyecto actual.  San Agustín sostenía que no puede hablarse de ser humano desde el momento de la concepción sino que es necesario la manifestación de vida mediante movimientos. El Código de Eurico llega a plantearse el  aborto como mal menor para evitar abandonos de recién nacidos. Tomás de Aquino diferenciaba bien entre el ser en acto o en potencia, y se ocupaba del proceso de la gestación en sus distintas fases del desarrollo; con especial atención a los tiempos en que el embrión aún no han adquirido corteza cerebral. Al estadio vegetativo, sucede el sensitivo y finalmente el racional. La sensibilidad de la cuestión y sus matices  serían percibidos posteriormente en la historia por teólogos posteriores como Alfonso María de Ligorio o Laymann, cuyas conclusiones sorprenderían hoy a muchos ignorantes, católicos o no.

El proyecto de ley que se está discutiendo en la actualidad adolece de un lenguaje  que  mezcla groseramente la protección al  “no nacido” con la de la mujer embarazada  y  propicia una suerte de confusionismo externo entre este adjetivo sin sustantivo con el “niño inocente” o el “ser humano indefenso”.

En realidad  el patriarcado mutante que siempre ha existido en nuestra historia jurídica manifiesta una  enorme preocupación por la no dispersión del semen perpetuando así  lo que fue el momento masculino por antonomasia, el momento en que una mujer es fecundada por un varón. En efecto, la concepción como momento  masculino fue más relevante jurídicamente (a efectos de legitimación de la filiación y de derechos patrimoniales) que el parto, como  momento femenino,  en el que el protagonismo correspondía a la mujer. Así lo manifiestan las representaciones artísticas de los mitos, desde el rayo de Júpiter Nuestro legislador, acaso de modo inconsciente, también  magnifica la concepción, momento del principio activo del varón y  minimiza el parto. A partir del  momento sagrado de la concepción,  la embarazada se convierte en un genérico continente gestante.

La segunda subversión lingüística del Anteproyecto está en el uso del término “la mujer” como genérico, en lugar de “las mujeres”  ignorando así que cada mujer es portadora de una conciencia racional individualizada y no  merece ser tratada como un colectivo. El punto de partida es la  animalidad e irracionalidad femenina que desde Aristóteles se mantuvo a lo largo de los siglos y que es coherente con la consideración de la persona femenina como objeto, y puntualmente como venter: continente gestante.

Se observa incluso un retroceso ético respecto al mundo grecorromano, no sólo por la  absoluta coherencia lógica y cronológica del pensamiento filosófico de nuestros antepasados, sino también porque los romanos reconocían en algún caso  que “el Derecho es injusto para con las mujeres” y algunos ya argumentaron en contra de que  fuesen  tuteladas. En cambio el legislador del  Anteproyecto que hoy nos ocupa en el año 2014 (d.C.) se declara “progresista”, el más progresista del mundo civilizado. Además, se considera moralmente superior a los legisladores de los Estados de Derecho contemporáneos porque defiende la “vida” como ente abstracto, embutiendo en el concepto “vida”, todo cuanto le conviene  (embriones, células, fetos y recién nacidos) a la vez que excluye de ella la vida digna de una mujer que, al contrario que el llamado “concebido”, no carece de corteza cerebral.

La tercera y última  trampa del lenguaje viene configurada por  la nada desdeñable  trampa emocional, implícita en el enunciado paternalista: “protección de la mujer embarazada”, que  propicia que quienes no comparten el concepto de maternidad que tiene el legislador vuelvan a sentirse culpables si no experimentan la pulsión irrefrenable de la maternidad.

Lo que se protege realmente es un modo de ejercer la feminidad que se identifica con la exaltación del universo simbólico de la madre. Se continúa así  la línea histórica del fatalismo de la  maternidad  como “continuo martirio” de larga tradición histórica. Quien  no comparte este universo simbólico y por ejemplo no desea mantener en su cuerpo una vida afectada de una grave anomalía fetal, se someterá, conforme al texto legal   a  un calvario sin fin de burocracia,  de tiempos de espera, de  trámites  administrativos e informes. Es un tiempo apropiado   para la manipulación  emocional y las maniobras  disuasorias.  Es un tiempo apropiado para imponer la moral del legislador convertida ya en derecho; y  ejercer presión para  parir incluso un ser que carecerá de calidad de vida e interferirá gravemente  en la de sus progenitores, conminando además  con el  arma del Código penal a los profesionales de la salud, cuya intervención es imprescindible  para que no se incremente la morbilidad o la mortalidad de las mujeres que optan por interrumpir su embarazo. Es un tiempo apropiado para atentar contra la intimidad y  dudar del buen sentido de quienes ya han decidido. Cuesta mucho mover la inercia de siglos creyendo en los mismos principios inmutables, educando en los mismos valores y desvalores, legislando a partir de los mismos bienes jurídicos. Esa manipulación emocional vuelve a estar presente en el intento legislativo que dice proteger a las mujeres cuando solo protege a las que desean ser madres.

Pero tal vez  de toda la violencia profunda contra las mujeres del Anteproyecto,  la más arcaica y reconocible históricamente  es la que la obliga a reconocerse enferma mental  para huir de los rigores del Derecho Penal.

En el Anteproyecto se pretende seguir manteniendo la humillante farsa. Así lo ha puesto de manifiesto el lúcido comunicado emitido hace pocos meses por la Asociación Española de Neuropsiquiatría, en el que se afirma que una mujer puede querer abortar por muchos motivos que no tengan que ver con el riesgo psíquico. En el  denominado  eufemísticamente “tiempo para reflexionar y analizar” es difícil no percibir de nuevo la violencia histórica de los viejos curatores ventris del mundo romano.

Acaso algunos legisladores hayan terminado por engañarse a sí mismos pero es demasiado tarde para engañarnos a todos de nuevo.

El crisol de la historia resulta extremadamente útil para percibir cómo nuestra tradición jurídica ha ido configurando una suerte de legislación perversa, que mientras de un lado trataba a mujeres adultas como débiles mentales, y se les negaba el ius sufragii, de otro les aplicaba el Derecho Penal con gran rigor y como he recordado con anterioridad la pena de muerte ha sido el castigo más largamente empleado en el aborto en el Derecho histórico.

Es importante ser conscientes de la relación que existe entre el pensamiento (fraguado en forja desde hace siglos) y el comportamiento o las habilidades emocionales tanto de  mujeres como de varones después de tanto trabajo sobre nuestras mentes reforzando las creencias patriarcales.  Nos han descrito como seres vulnerables y débiles y se nos ha adoctrinado sobre lo que debemos sentir. Sólo si tomamos en consideración  la educación recibida es posible  avanzar hacia el respeto por la propia persona femenina y su dignidad.

Como escribió Doris Lessing es deber de la historia  “recordar incluso aquello que todavía no ha sucedido”.  Sin conciencia de la historia nos sometemos  al albur del monopolio del poder político y no estaremos en condiciones de percibir el engaño oculto tras presuntas reformas, que cambian algo para que todo permanezca igual, que no dudan en acudir a las trampas  de un lenguaje perverso  y  que retroceden en derechos adquiridos con mucha dificultad; que demuestran que la no discriminación entre mujeres y hombres  no es aún un punto de encuentro, sino todavía un horizonte.

María Isabel Núñez Paz
Profesora titular de Derecho Romano e Integrante del Grupo Deméter “Historia, mujeres y Género”, en la Universidad de Oviedo

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