Desde hace más de cuatro años, Siria vive inmersa en una cruenta guerra civil cuyo saldo supera ya el centenar de miles de muertos. La contienda, que enfrenta al gobierno panarabista y laico de Bachar Al Asad frente a los rebeldes sirios (una extraña amalgama de opositores financiada desde el exterior y en la que el islamismo conservador sunní es el elemento esencial), estalló al calor de la erróneamente denominada «primavera árabe», que en realidad debería haberse llamado «primavera verde», ya que supuso el triunfo político del islamismo militante sunní.
Aprovechando el incipiente descontento de algunos sectores de la sociedad siria con el gobierno del Partido Baaz, los rebeldes islamistas (representados ideológicamente por la Hermandad Musulmana desde hace más de medio siglo) se alzaron en armas contra el gobierno laico sirio en zonas como Hama o Homs, extendiéndose posteriormente la rebelión a los suburbios de ciudades más importantes como Aleppo, y sobre todo, a amplias regiones rurales del interior del país, donde el islamismo conservador vinculado a los terratenientes ha sido tradicionalmente muy poderoso y hostil a las políticas secularizadoras y socialistas del baazismo.
Dentro de la rebelión el elemento islamista radical ha ido adquiriendo paulatinamente la hegemonía, lo que quedó plasmado sobre el campo de batalla cuando los yihadistas del Frente Al Nusra tomaron el control directo de la ciudad de Raqqa, localidad donde actualmente el fanático régimen del Estado Islámico ha situado su capital. Internacionalmente, los Estados Unidos, las potencias occidentales, la reislamizada Turquía, las petromonarquías del Golfo Pérsico y el terrorismo yihadista, se alinearon con los rebeldes islamistas. Fruto del apoyo de estos últimos a la rebelión, y unido al caos reinante en el vecino Irak desde la invasión angloamericana de 2003, los islamistas radicales pudieron hacerse con grandes porciones de territorio, recursos, así como obtener financiación y apoyo mediático, lo que terminó eclosionando el verano pasado en la proclamación del califato del Estado Islámico. Como vemos, por simples intereses geopolíticos, Occidente se ha aliado con el conservadurismo teocrático y con el islamismo más integrista para destruir al único régimen laico que todavía queda en la región. Sin embargo, al margen de haber contribuido a la creación de un monstruo como el Estado Islámico, el cálculo occidental fue erróneo también en lo que respecta a la supuesta debilidad y aislamiento de Al Asad, ya que no contaron en ningún momento con el gran apoyo popular que mantiene el régimen panarabista, que desde que inició la modernización de Siria en los años sesenta, se ha apoyado en amplios sectores de la sociedad como los trabajadores, las clases medias, los grupos laicos y las minorías religiosas como los cristianos, los drusos o los alawitas. Ello explica que la capital Damasco y toda la costa mediterránea aún sigan siendo zonas leales al gobierno sirio.
Sin embargo, para justificar el apoyo a los rebeldes islamistas, los principales medios de comunicación globales mostraron una visión de los acontecimientos completamente manipulada, maniquea, y sesgada, destinada a demonizar al gobierno laico sirio. Tanto los occidentales (CNN, BBC) como los islamistas sunníes (Al Yazeera, Al Arabiya) han planteado el conflicto sirio desde sus inicios como una mera prolongación de la “primavera árabe”, en la lucha de un pueblo tiranizado por una cruel dictadura. Dichos medios no dejaron de asegurar que el gobierno de Bachar Al Asad no resistiría mucho tiempo, ya que solamente recurría a la represión, se encontraba aislado y tenía enfrente a todo el pueblo sirio y al conjunto de la comunidad internacional, así que del mismo modo que Ben Ali, Mubarak o Gadafi habían caído en Túnez, Egipto y Libia respectivamente, Al Asad terminaría siendo depuesto también.
Si esta fue la estrategia general de la propaganda de guerra contra Bachar Al Asad, en lo que respecta a la táctica propiamente dicha, los medios utilizaron el relato como arma psicológica para modificar la opinión pública a favor de los rebeldes. Un relato con un hilo conductor en el que el pueblo sirio supuestamente llevaba décadas oprimido, tiranizado y esclavizado por la minoría de los alawitas, y que ahora al fin, se había levantado en armas contra la dictadura para ser libre. Un relato como vemos lo suficientemente manipulado y simplista que permitía que pudiese ser justificado tanto por ideologías derechistas (lucha contra un dictador socialista, aliado de Rusia) como izquierdistas (lucha del pueblo contra la élite, la ciudadanía en armas por la democracia) en el seno de las principales sociedades occidentales. En los medios islamistas por su parte, el relato central es el mismo, aunque la idea-fuerza varía, ya que en este caso se insiste en que el gobierno de Al Asad es «kafir», es decir infiel y ateo, un argumento que lleva siendo utilizado por el Islam político para acabar con el socialismo árabe desde los tiempos de la Guerra Fría. Finalmente, para fortalecer dicho relato, se usaron técnicas persuasivas como el mito, la construcción del enemigo único o la proyección de unanimidad, basadas todas en el imaginario geopolítico dominante. En primer lugar, el mito del altruismo de un Occidente desinteresado, que solamente busca la democratización de los pueblos oprimidos. En segundo lugar, la canalización del enemigo único en la persona del presidente sirio Bachar Al Asad, al que los medios se han encargado de demonizar acusándole de utilizar armamento químico contra los rebeldes, de masacrar a su pueblo, de perpetuarse en el poder y de dirigir una dictadura totalitaria. En tercer lugar, la proyección de unanimidad trata de mostrar como el bando rebelde es la totalidad del pueblo sirio, mientras que el bando gubernamental solamente representa a la élite dirigente.
Finalmente, las tres armas narrativas están enraizadas en el imaginario geopolítico dominante, el cual en los medios occidentales representa a la superpotencia Estados Unidos y a sus aliados como los gendarmes que garantizan la paz mundial contra regímenes malvados como los de Venezuela, Corea del Norte o Siria. En los medios islamistas por su parte, el imaginario geopolítico obviamente es distinto, y se enfoca en las virtudes de la «primavera árabe» que a su juicio están devolviendo a los pueblos a la senda del Islam verdadero, en contraposición a los heréticos chiíes de Irán, Líbano y Siria, que se alían además sin ningún pudor con cristianos y ateos. Curiosamente, uno de los éxitos de la propaganda occidental sobre Siria es que en nuestras sociedades ignoremos la propaganda islamista, ya que descubrir que de lo que realmente los opositores acusan a Al Asad es de infiel, tal vez podría hacernos replantearnos muchas cosas.
En resumen: esta incomprensible pero real alianza entre occidentales e islamistas ha degenerado en toda una brutal propaganda que nos ha impedido conocer la compleja realidad del conflicto sirio. El futuro por tanto es incierto y poco esperanzador para un país asolado por más de cuatro años de guerra, pero a diferencia de Afganistán, Irak y Libia (donde el islamismo ha conquistado el poder con el apoyo militar y mediático occidental y se ha apoderado de todas las esferas de la sociedad), aquí al menos por el momento resiste el nacionalismo secular, y por lo tanto, un último bastión del laicismo en un Oriente Medio que hoy en día parece condenado a debatirse solamente entre la hegemonía del islamismo moderado o del islamismo radical, pero siempre al final, islamismo. Por ello, la resistencia de la Siria de Bachar Al Asad nos permite ver que aún existe una vía al laicismo para dichas sociedades, que son plurales y multiconfesionales, a pesar de que la propaganda occidental e islamista nos haya querido convencer de lo contrario.
* Este texto es una versión resumida del artículo de análisis «Siria en guerra: la resistencia de Bachar al Asad«, publicado por el autor en la revista digital Política Crítica.