El aborto y las uniones homosexuales son temas que no quieren abordar ni siquiera los candidatos más liberales
En el Brasil que pronto puede convertirse en la quinta potencia económica del planeta y donde, según los analistas, en 2013 ya habrá desaparecido la miseria, aún quedan dos temas tabú que ni los candidatos más liberales a las elecciones presidenciales de octubre se atreven a abordar abiertamente: el aborto y el matrimonio entre homosexuales.
Los tres aspirantes más importantes que pretenden recoger el relevo del presidente, Luiz Inácio Lula da Silva, son la oficialista Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores (PT); José Serra, del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), y la ecologista Marina Silva, del Partido Verde.
Rousseff, aunque de cultura agnóstica, no quiere presentarse como no religiosa (dice que estudió con las monjas). Está a favor de liberalizar el aborto y de permitir las uniones homosexuales, pero, para conseguir el voto de las Iglesias evangélicas, se ha comprometido a no hacer materia de Gobierno estos temas espinosos si resulta elegida. Dejaría que el Parlamento los abordase, si así lo decidiera, pero no tomaría la iniciativa.
El socialdemócrata Serra, que se declara católico, tampoco quiere enfrentarse con la poderosa organización de la Iglesia de Roma en un país en el que el 90% de la población se considera católica. Serra, que ya fue ministro de Sanidad y muy bien valorado en su tiempo, quiere tratar el tema como un asunto de salud pública, pero sin entrar en motivaciones de tipo religioso. Y también prefiere esquivarlo.
Por último, Silva, cristiana evangélica, está claramente en contra tanto de la liberalización del aborto como del matrimonio gay. Para el asunto del aborto pide un plebiscito popular.
Con todo, el ejemplo de Argentina, que se ha convertido en el primer país de América Latina que permite el matrimonio de homosexuales, podría influir en las decisiones del Parlamento brasileño, aunque en este país el aspecto religioso está más arraigado. En Brasil no existen prácticamente ateos, de ahí que la presencia de símbolos cristianos en escuelas y otros centros públicos no suponga el más mínimo problema. Todos, de un modo u otro, se declaran creyentes de algún tipo de religión. A veces, de varias a la vez. No es frecuente ver a un intelectual alardear de agnóstico. De ahí la dificultad de los políticos para tratar estos temas: tienen miedo a perder votos.
El mismo Lula, en una larga entrevista concedida a este diario el pasado mayo, se declaró a favor de la legalización del aborto como tema de salud pública, aunque matizó que estaba "personalmente en contra". Lo curioso es que, a pesar de ello o precisamente por ello, en sus ocho años de Gobierno nunca quiso plantear el tema, ni tampoco el Parlamento ha sido capaz de llevar la libertad de abortar más allá del caso de peligro para la vida de la madre.
En Brasil, las poderosas Iglesias evangélicas, aun más politizadas que la católica, con más de 40 diputados en el Parlamento (casi todos obispos) y 30 millones de fieles, ejercen una influencia negativa, quizá mayor que la de los católicos, en la aprobación de leyes de cuño liberal, sobre todo en materias relativas a la sexualidad. Y esto, en un país donde, paradójicamente, el sexo nunca ha sido un tabú.