Atender a quien con razones lo solicita es práctica de cuidado hacia él o ella, exigencia de justicia y acto de amor. La razón moral no puede sino avalarlo y la razón democrática, reconocerlo desde la legalidad.
Nuestros antecesores se humanizaron gracias, entre otras cosas, a que enterraron a sus muertos. De ello podemos inferir algo que el registro arqueológico confirma: quien entierra dignamente a sus muertos, antes ha cuidado a sus moribundos. Tales prácticas verifican lo que la reflexión de la humanidad, en las muy diversas tradiciones culturales, ha subrayado: la compasión y la piedad forman parte del bagaje de los humanos, de sus más hondos sentimientos hasta el punto de gravitar sobre ellos el sostén de las propias vidas de los individuos y la pervivencia misma de las sociedades. Sin ir más lejos, en el recorrido que hoy reconstruimos como historia de Occidente encontramos, desde los escritos de Aristóteles y la Antígona de Sófocles, ese realzar la piedad que en la época de la Ilustración encontró en Rousseau a uno de sus más vehementes defensores. Para el ginebrino, la piedad, como sentimiento que acompaña desde el nacimiento a la condición humana de cada uno, supone una natural repugnancia hacia lo que causa dolor o sufrimiento en cualquiera de nosotros y que moviliza la compasión como sentir con el otro poniéndonos en su lugar, tratando de evitar al máximo el daño padecido. Con buen criterio, Rousseau ve esa piedad como complementaria del amor a sí mismo, pues no son antagónicos el cuidado del otro y el cuidado de uno mismo, a diferencia de lo que ocurre con ese amor propio que induce comportamientos egoístas en los que los intereses particulares se sobreponen a las exigencias de la más elemental solidaridad. Si Schopenhauer y otros recogieron ese testigo rousseauniano, son especialmente emotivas las palabras de Marcuse cuando, estando en su lecho de muerte, confesó a Habermas: “¿Ves? Ahora sé en qué se fundan nuestros juicios valorativos más elementales: en la compasión, en nuestro sentimiento por el dolor de los otros”.
Impulso benéfico para la vida del morir dignamente
En nuestra sociedad, donde la compasión está ausente de tantos comportamientos individuales y colectivos, y la piedad parece no tener cabida en estructuras y procesos en los que nos hallamos inmersos, es una muy buena noticia que se aprobara y haya entrado en vigor una ley de eutanasia llamada a dar nuevos pasos en el morir con dignidad y, así, contribuir a humanizar nuestras vidas, independientemente de que nos veamos o no necesitados de acogernos a las medidas que dicha ley brinda como derechos de pacientes en dolorosas situaciones terminales e irreversibles. Que haya salido una ley como esa de nuestro Parlamento, además de merecer la felicitación y el agradecimiento a quienes desde el legislativo han hecho el trabajo necesario para ello, es motivo de razonable orgullo para la sociedad española en su conjunto: desde el punto de vista jurídico-político y desde un aquilatado juicio moral puede decirse que con ella somos más civilizados.Una ley para un buen morir, procurando aliviar sufrimientos y respetar al máximo la dignidad de quien los padece, es a su vez una ley que redunda en el bien vivir atendiendo a criterios de justicia en el trato que nos debemos y de condiciones para la autorrealización posible aun en circunstancias muy adversas. Porque no deja de ser parte de la vida, y de una vida humana digna, la decisión sobre cómo morir bien cuando la enfermedad nos arroja a situaciones invivibles. Por ello, aun recogiendo del filósofo Heidegger la idea de que la existencia del humano es la de un “ser para la muerte”, la posibilidad de ejercer el derecho a la eutanasia –de eso trata la ley– forma parte de lo abierto en un proyecto de vida que asume de frente la propia finitud.
Una ley de eutanasia, máxime con los requisitos y garantías que contiene esta norma española, es una ley biófila, no necrófila. Es una ley para el cuidado de la vida en el momento de la muerte, habida cuenta de que también en relación a ese momento tenemos una responsabilidad de rousseauniano amor a sí mismo que no hay por qué eludir, la cual también alcanza a la relación con nuestros próximos, sean familiares o personal sanitario que ha de coadyuvar para facilitar el tránsito definitivo. Se trata de una responsabilidad llamada a ser desempeñada desde la plena consciencia de nuestra vulnerabilidad, cuando ésta acusa un daño inmenso que ya es irreparable. Para el “animal vulnerable” que somos, como dice el título de una bella obra del filósofo y teólogo Juan Masiá, afrontar la muerte como final de la vida, al que llegamos desnudos y sin experiencia previa en primera persona –la muerte de otros no nos despeja el enigma de la muerte propia–, no tiene por qué implicar hundimiento en el sinsentido. Bien es cierto que para que ello sea así se requiere una buena combinación –sapiencial, diríamos– de amor y razonabilidad en el trayecto de la vida que llega a su término.
Una ley de eutanasia, máxime con los requisitos que contiene esta norma española, es una ley biófila, no necrófila. Es una ley para el cuidado de la vida en el momento de la muerte
Desde vidas vulnerables como son las nuestras, de humanos expuestos a la enfermedad y, en su caso, atrapados por dolores inenarrables –y mejor podemos ser conscientes de ello en el tiempo de una pandemia letal que ha causado y causa millones de muertos en nuestro mundo–, es responsabilidad moral ineludible, ahora que se enfatiza la ética del cuidado, pensar y actuar conforme a lo que nos exigen la compasión como afecto y la piedad como pasión. Como dice el mencionado Masiá en otros de sus escritos, es necesario “mirar cara a cara a la muerte” sabiendo que ello cambia nuestro modo de pensar y de vivir. A ese respecto, subraya cómo la reflexión ética ha de plantearse tres preguntas: “Cómo asumir la propia muerte, cómo acompañar a la persona moribunda y cómo salvaguardar su dignidad hasta el final”. Por lo demás, es esta reflexión la que ha de hacerse cargo de lo que nos plantea actualmente una potente tecnología médica, con los correlativos recursos farmacéuticos, que incrementa la responsabilidad respecto al uso y al abuso que puede hacerse de ella en manos humanas. Por ello, precisamente ante los debates que suscita la eutanasia, este autor de Tertulias de bioética escribe que se sorprende “al oír voces de alarma ante el supuesto peligro de que se generalice un uso irresponsable de ella”, para continuar afirmando que “es mucho mayor el peligro de que el exceso tecnológico no nos deje morirnos cuando nos llegue la hora”.
A decir verdad son reconfortantes palabras como las de Masiá, que no cejaba de invitar a aliviar con nuestra compañía la “última soledad” de quienes están para emprender el machadiano “último viaje”. Y cuánto contrastan estas palabras con quienes se muestran despiadados cuando denuestan una muy comedida y equilibrada ley de eutanasia, sea desde el campo eclesiástico, sea desde el ámbito político –en realidad, dos terrenos que se solapan dado el trasfondo nacionalcatólico de unas derechas que en España aún no han abandonado del todo–. El Partido Popular, para no quedar atrás respecto a la ultraderecha fascista que reopresenta Vox, recurre la ley de eutanasia ante el Tribunal Constitucional, haciendo así patente su colectivamente egoísta amor propio –de nuevo pertinente alusión a Rousseau– al poner sus intereses electoralistas y de acoso al gobierno por delante de las necesidades de personas gravemente enfermas y, en el extremo, de toda la ciudadanía en cuanto sujetos potenciales que reclaman derecho a la eutanasia. Desde el campo eclesiástico, por otra parte, se retoman las tradicionales voces contra la eutanasia, con eco impulsado por los sectores más conservadores del mismo, haciendo gala de planteamientos por un lado rebatibles desde un punto de vista ético y, por otro, insostenibles en democracia.
Crítica de las falacias eclesiásticas en torno a la eutanasia (y de la utilización política del rechazo a la misma)
Si empezamos por afirmaciones en torno a la eutanasia que de suyo habrían de sonrojar a cualquiera que las dijera en una democracia cabal, cabe señalar de entrada que desde las voces de la Iglesia Católica más audibles respecto a estos asuntos se parte de la difusión de un equívoco fundamental, al asimilar eutanasia con suicidio asistido sin más, para extender por ahí falazmente el argumento hacia dar a entender que quienes practican la eutanasia vienen a ser asesinos o, cuando menos, homicidas –retórica cargada de mala fe que líderes de la derecha, como la presidenta de Madrid, Díaz Ayuso, recoge sin inmutarse–. Con tal presupuesto de fondo, los eclesiásticos de turno salen en defensa de la objeción de conciencia –toda vez que tratan de manipular conciencias confundidas–, cuando no hay negatividad que justificara dar pie a ella. No obstante, la conciencia es un ámbito personal que pertenece a la intimidad de cada cual, y un Estado democrático de derecho está legalmente comprometido a respetarlo, siempre que se justifique como legítima la inhibición respecto a un determinado comportamiento o práctica en la que pudiera verse implicada la persona que objeta. Otra cosa es el descarado abuso que supone convocar a objeción de instituciones –cosa que el irresponsable conservadurismo político no se priva de apoyar–, como pueden ser hospitales regentados por instituciones eclesiásticas, lo cual es llamada indefendible a una actuación ilegal que supone, de llevarse a cabo, desacato a una ley democráticamente establecida y, como tal desacato, es algo que entra en el capítulo de la insumisión, pues no es asimilable a la objeción, que siempre ha de estar circunscrita a decisiones personales, y ni siquiera a una desobediencia civil planteada como tal.
En el fondo de un planteamiento eclesiástico de esta índole está el pensamiento maximalista, de corte autoritario, que conduce a entender como justo para toda la sociedad lo que desde la propia comunidad y su más rígida ortodoxia se propugna como bueno. Un enfoque de tal índole respecto a cuestiones morales es el que ya hemos conocido en las posiciones oficiales de la Iglesia respecto a la legislación sobre el derecho al aborto, sobre el divorcio, sobre el matrimonio homosexual…, y hoy sobre eutanasia. Con tal manera de ver las cosas, la Iglesia, desde su jerarquía, y con pocas voces que desde dentro lo cuestionen, se sitúa en una posición ajena a exigencias de la democracia como son las que implican el respeto al pluralismo existente, máxime en una sociedad secularizada, es decir, ajena a la tutela de instituciones religiosas.
Si una comunidad de fieles está en su derecho de propugnar determinadas concepciones morales, incluso proponiéndolas como obligatorias en algún sentido para sus miembros, no cuenta, sin embargo, con ningún derecho a pretender imponer lo que desde una “moral de máximos” se entiende como bueno como lo que sea justo en tanto obligado para toda la sociedad. Eso es un residuo teocrático, que en el campo católico es herencia premoderna de la vieja cristiandad y, por tanto, ajeno a lo que la misma democracia supone no sólo en su institucionalización política, sino en su núcleo ético. Éste, gravitando sobre el respeto recíproco que ciudadanas y ciudadanos nos debemos como sujetos de derechos inviolables, comporta distinguir, para no incurrir en el abuso de imposiciones injustificables, entre lo bueno para cada comunidad –o persona– y lo justo relativo a todos sin excepción.
Y no es que aquello que sea de justicia no sea bueno, sino que es lo bueno para todos en tanto que avalado por sólidas razones susceptibles de ser compartidas transversalmente, las cuales hacen posible entenderlo como obligante incluso bajo el mandato de la ley. No caben imposiciones de parte. Por el contrario, con tal distinción, y relación, entre lo bueno y lo justo –de procedencia kantiana–, estamos en condiciones de acometer la salvaguarda de los derechos de cada uno. En el caso de la eutanasia, es justo velar por el derecho a la misma como accesible a quien por motivos suficientes –evaluados además por comisiones ad hoc– pide acogerse a ella y, por supuesto, siendo derecho que, como tal, a nadie obliga en cuanto a cómo abordar el final de su vida. Precisamente tal concepción de lo justo es lo que debería hacer que la Iglesia se replanteara una concepción de lo bueno en torno al morir que es injusta por cuanto no respeta la autonomía de pacientes moribundos y consagra una exaltación del sufrimiento que puede llegar a lo inhumano.
Salta a la vista que en la cuestión de la eutanasia, la intransigencia eclesiástica adolece de espíritu democrático, pero, además, es constatable que se presenta haciendo alarde de una dureza de corazón poco acorde con el mensaje evangélico al que dice remitirse. Si alguien piensa que eso es crítica que en todo caso ha de formularse desde dentro de la misma Iglesia –de suyo no hay nada que objetar a que las prácticas y discursos de una institución también desde fuera se pongan en confrontación con el mensaje o principios fundacionales a los que dicha institución se remite para juzgar sobre su coherencia o incoherencia–, podemos encontrar cualificadas voces en el seno de la misma que ponen el dedo en esa llaga.
Son escandalosos el silencio y la inacción ante tantas vidas masacradas o injustamente desatendidas en nuestro mundo
Una de ellas es la de Antonio Monclús en su muy bien documentada y argumentada obra La eutanasia, una opción cristiana. Este autor, subrayando que la sola vida es valor, pero no valor absoluto para el cristianismo –sería contradictorio con los testimonios martiriales–, señala la hipocresía de una cerrada posición eclesiástica que ante el sufrimiento de moribundos terminales viene a acentuar una interpretación sacrificial del mensaje cristiano que de suyo no se corresponde con el sentido de la muerte –y resurrección– de Jesús reconocido como Mesías en su función redentora, justo de forma que su “sacrificio” pone fin a toda necesidad de sacrificios. Monclús recuerda palabras del Nazareno como “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados que yo os aliviaré” (Mt 11, 28), o el dicho profético recogido en los evangelios al decir “Id a aprender que significa aquello de misericordia quiero, y no sacrificio” (Mt 9, 13), como textos jesuanos a los que el discurso de la Iglesia contra la eutanasia hace oídos sordos. Ministros de la Iglesia que ejercen como sus voceros parecen olvidar aquel dicho antifarisaico de Jesús cuando su denuncia se formulaba en estos términos: “Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren moverlas” (Mt 23,4).
De lo sagrado de la vida a lo santo de la dignidad que cualifica la vida humana: apelación laica para la piedad de la eutanasia
Pero, como dijimos, en todo esto hay una posición de fondo que, como recuerda Derrida en Dar la muerte, remitiéndose al pensador checo Jan Patočka, hace que lo religioso se vea distorsionado al quedar hipotecado por una concepción de lo sagrado como misterio que se sustrae a toda actuación que los humanos podamos emprender responsablemente. Es ahí donde arraiga un tremendo malentendido que pervierte lo que éticamente se pretende cual defensa de la vida. Quiero recordar de pasada que hasta un filósofo como Michael Sandel, en sus Ensayos sobre moral en política, siendo muy reservado respecto a cuestiones como las que tratamos, reconoce que la noción de la vida como algo “digno de reverencia” debe hacerse compatible en determinadas circunstancias con “llamamientos a la compasión que anulan a veces el deber de mantener la vida a toda costa”. Es de todo punto necesario ahondar por aquí, frente a la misma intransigencia eclesiástica y a las falacias del conservadurismo político, teniendo en cuenta aquella misma advertencia de Marx y Engels cuando hacían reparar en que en la sociedad burguesa “todo lo sagrado ha sido profanado”. Son escandalosos el silencio y la inacción ante tantas vidas masacradas o injustamente desatendidas en nuestro mundo, lo cual desmiente muchas proclamas en torno a la sacralidad de la vida. Pero podemos decir más y con nuevos matices en torno a lo sagrado de la vida, incluso recordando a Séneca –por lo demás defensor de la opción por el suicidio, la cual a la postre asumió– al decir que el hombre ha de ser sagrado para el hombre –por razón de su dignidad, subrayamos hoy–.
Sin duda, la reverencia por la vida tiene toda la razón de ser, y no sólo por la vida humana –sería extremo antropocentrismo recusable–. Recuerdo que ella era objeto constantemente invocado por Erich Fromm, por ejemplo en su Revolución de la esperanza, justo al insistir en la necesidad de una “tecnología humanizada”. Igualmente, tal sacralidad de la vida subyace al Principio de responsabilidad de Hans Jonas, cuyo principio de cautela entraña el imperativo de hacer que la vida sea sostenible en el futuro. El caso es que los mismos desarrollos tecnológicos actuales obligan a la bioética a abordar a fondo cuestiones relativas tanto al mantenimiento de la vida –de toda vida en general, y de la vida humana en particular–, como a la relativo a su origen de cara a su nacimiento, como en lo relativo a su final con la muerte especialmente en el caso de las vidas humanas. La biotecnología ha puesto en nuestras manos tales posibilidades de intervención en la vida y su decurso que nuestra responsabilidad como humanos se ha visto sobremanera acrecentada. Ello hace que respecto a muchas situaciones y posibilidades haya que plantearse condiciones y límites de lo que es posible hacer, pues la responsabilidad por las consecuencias no puede ventilarse a la luz de un principio tecnocrático que en algunas de sus variantes venga a proponer que hay que hacer sin más aquello que sea posible llevar a cabo, por el mero hecho de que se puede. En el caso al que la eutanasia trata de dar respuesta, ¿hay que mantener la vida en cualesquiera circunstancias, y en tal tesitura invocando la reverencia hacia la misma, por el hecho de que la biotecnología de la medicina actual lo posibilita? ¿Es eso compatible con la voluntad autónoma del paciente? ¿Respeta tal actuación la dignidad de quien sufre en inconmensurable demasía hasta hacer indigna su muerte? ¿Cómo se debe actuar en tales circunstancias?
Al hecho de postular la reverencia por la vida acompaña la idea de que ésta es un don y que la consideración de la misma no debe hacerse meramente bajo el prisma de la utilidad
Al hecho de postular la reverencia por la vida acompaña la idea de que ésta es un don y que, por tanto, la consideración de la misma no debe hacerse meramente bajo el prisma de la utilidad y ni siquiera del solo bienestar. En ese sentido cabe pensar que la vida tiene cierta dimensión de trascendencia, lo cual supone límites a la disponibilidad de ella misma por parte de los mismos vivientes, incluidos los humanos. Tal indisponibilidad conectada a su aspecto de gratuidad, es la que la conciencia religiosa vincula con una divinidad trascendente –el no-teísmo budista con otra forma no personalista de entender la trascendencia–, quedando acentuada tal relación de religada dependencia cuando dicha divinidad se concentra en la figura de un Dios creador, tal como ocurre en el cristianismo y en las demás religiones del tronco bíblico. Es a ello a lo que la Iglesia se remite cuando subraya la sacralidad de la vida, yendo más allá de la afirmación de su gratuidad para restar al ser humano la capacidad de decisión sobre ella desde su responsabilidad, bajo capa de velar por la integridad de unas vidas de los que no somos propietarios. Desde ese trasfondo de alienación religiosa, el poder de la institución hace el resto con la pretensión inveterada de mantener el control de “cuerpos y almas”.
A la Iglesia, sin embargo, se le escapa una dimensión crucial –también ocurre en el caso de otras instituciones y planteamientos–: la vida, en tanto que vida humana, no tiene sólo una dimensión de gratuidad que la asocia a lo sagrado, como si eso la invistiera de una intocabilidad mistérica, sino que en verdad, más allá de esa sacralidad, que puede ser rectamente entendida desde claves no utilitaristas ni posesivas, existe otra dimensión, que es la que supone la vida digna. En el caso de los humanos, el cuidado y la conservación de la vida están sujetos a exigencias de dignidad. El objetivo no se circunscribe a vivir, sino que se eleva a vivir dignamente. Por eso mismo, la sola vida, aun comportando un “valor intrínseco” no reducible a apreciación subjetivista, como enfatizaba el filósofo Ronald Dworkin en su libro El dominio de la vida, no es un valor absoluto. Por el contrario la vida humana está expuesta a dichas exigencias de dignidad, lo cual puede subrayarse con merecido énfasis recogiendo la diferenciación bíblica entre lo sagrado y lo santo, retomando de modo secularizado para nuestra reflexión estas categorías de extracción teológica. Lo sagrado, que admite gradaciones relativas a su forma de remisión a la trascendencia, puede ser y de hecho muchas veces es profanado. Lo santo, en cambio, implica un valor absoluto, que en la perspectiva en la que nos movemos no vamos a predicarlo de un Dios del que no hablamos, sino del ser humano mismo en su dignidad; a ésta corresponde esa “inviolabilidad ética” que pone en juego un imperativo moral de respeto incondicional. Así lo expresa el filósofo Emmanuel Lévinas, refiriendo esa santidad a la dignidad con las exigencias incondicionales que comporta cuando cualquier otro humano nos interpela esperando una respuesta de justicia.
Podemos hablar, pues, de la vida digna como vida que incluye esa dimensión de santidad de cualquier humano que, conllevando apelaciones a lo que es de justicia, demanda respeto y, en esos últimos momentos en que el sufrimiento acosa hasta la dramática paradoja de lo insufrible, también pide compasión. Ese ejercicio de piedad es al que abre paso legalmente el derecho a la eutanasia. Atender a quien con razones lo solicita es práctica de cuidado hacia él o ella, exigencia de justicia y acto de amor. La razón moral no puede sino avalarlo y la razón democrática, reconocerlo desde la legalidad.