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La persistencia de las desigualdades de género (1)

Hace unos días publiqué en CONTRAPUNTOS el post "Desigualdades de género, hipocresías de género". Partía de una premisa y hacía una crítica. Por un lado, las desigualdades de género existen en buena parte del mundo y no sólo en las sociedades más pobres. Por otro, hay una gran hipocresía para enfrentar este tipo de injusticias, particularmente dentro mismo de las instituciones que las denuncian. Comenzaba la nota ironizando sobre las preocupaciones del Banco Mundial con relación a la igualdad entre hombres y mujeres. Terminaba cuestionando la limitada capacidad de las universidades para democratizar su gobierno en términos de género.

El texto circuló más de lo que podía imaginar y produjo algunas reacciones que, debo confesar, me sorprendieron sobremanera. Diversos lectores o lectoras, trataron de descartar mis argumentos por considerarlos falaces, contrarios a la propia naturaleza humana (inevitablemente egoísta y refractaria a la idea de igualdad), ingenuos (por no reconocer que la meritocracia es la forma más eficaz de distribución de cargos y beneficios en las sociedades complejas) e, inclusive, por ser displicentes con relación al "milagro" de la maternidad (como si me crítica a la injusticia en la distribución de cargos y funciones de poder desconsiderara el valor que tienen la maternidad y su libre ejercicio por parte de las mujeres).

La andanada de críticas me hizo reflexionar y aceptar que quizás fui un poco precipitado. Pensé que si el Banco Mundial reconocía que había desigualdad de género, nadie se atrevería a dudarlo. Eso me pasa por confiar en el Banco Mundial. Quizás debería haber dedicado algunas líneas a demostrar que las desigualdades de género de hecho existen y que, para satisfacción de los que parecen añorar la Edad Media, tienden a hacerse más complejas y enmarañadas en las sociedades modernas.

Permítanme dos aclaraciones preliminares.

1. Afirmar que las desigualdades de género persisten no supone considerar que hoy estamos igual que hace algunas décadas atrás en esta materia. Han habido, sin lugar a dudas, grandes avances en la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres. En buena medida, estas conquistas han sido resultado del arduo trabajo llevado a cabo por los movimientos y organizaciones feministas, por las luchas de las mujeres, así como por la militancia y el compromiso que expresaron hacia esta causa diversas organizaciones sociales y populares en todo el mundo.

2. La construcción de la igualdad en las sociedades democráticas es siempre un proceso complejo y sinuoso, donde tendencias progresivas se combinan con regresiones y retrocesos, casi siempre, nebulosos u opacos. Las conquistas en el camino de la igualdad deben, por lo tanto, ser siempre vigiladas y profundizadas, ya que los riesgos de una retracción conservadora están siempre presentes. En este sentido, es importante notar que los contragolpes a todo avance en la construcción de la igualdad, pocas veces aspiran a regresar las cosas a su estado original. Más bien, tienden a crear nuevas realidades y dinámicas que mitigan o solapan las conquistas democráticas. Cuando un privilegio se ha perdido, los sectores conservadores tratan de mantenerlo y garantizarlo en nuevos escenarios, con nuevas fisonomías y atractivas máscaras. En esto reside la persistencia de la desigualdad, un proceso que, en materia de género, suele ser especialmente poderoso. La educación, como siempre, es un buen lugar para analizar este tipo de dinámicas.

Durante la segunda mitad del siglo XX, los sistemas educativos se expandieron en toda América Latina y el Caribe. Dicha expansión estuvo vinculada a la inclusión en el sistema escolar de aquellos sectores sociales históricamente marginados del mismo, en especial, las mujeres. Aunque aún perduran grandes deudas en materia de igualdad, la equidad de género ha sido una de las más significativas conquistas en el proceso de democratización de los sistemas escolares latinoamericanos y caribeños durante las últimas décadas. El excelente Atlas de la Igualdad de Género en la Educación, elaborado recientemente por el Instituto de Estadísticas de la UNESCO pone en evidencia que la matrícula escolar de las niñas tiende a crecer más que la de los niños a nivel mundial y que las tasas de deserción son mayores entre los hombres que entre las mujeres.

Sin embargo, aunque las mujeres comenzaron a ocupar un lugar cada vez más destacado en los sistemas escolares, los efectos democráticos de esta expansión lejos estuvieron de presentarse de forma clara y definida. En tal sentido, si una de las causas que impedía el acceso de las mujeres a ciertos espacios de poder era su limitado acceso a la educación, ahora que ellas superan numéricamente a los hombres dentro de los sistemas escolares, deberíamos suponer que dicha tendencia se ha revertido.

Las cosas han sido un poco diferentes.

La democratización del acceso a la educación debería haber permitido superar las barreras que se interponen ante los más desiguales, los excluidos y vulnerables cuando ellos y ellas aspiran a ocupar los principales espacios de poder de nuestras sociedades. Más democratización de la educación debería haber significado más democratización del poder económico, social, cultural y político. Y, aunque hubo avances en este sentido, parecen minúsculos ante la titánica tarea que ha supuesto abrir el acceso del sistema escolar a las grandes masas que estaban marginadas del mismo. Más bien, lo que ha operado es una fuga hacia adelante de la desigualdad y, en particular, de la discriminación de género.

¿Por qué si hay más mujeres que hombres en el sistema escolar; si su rendimiento académico no difiere del de los hombre y, en algunos casos, es superior; si la educación de hoy es más democrática que la de dos, tres o cuatro décadas atrás; por qué, es suma, las desigualdades de género persisten y, no pocas veces, se mantienen inalteradas, como si estas grandes conquistas educativas apenas le hicieran cosquillas a la injusticia que supone discriminar cualquier ser humano por su condición de nacimiento?

Un análisis ingenuo podría suponer que, ante el avance de la feminización de los sistemas escolares, los defensores del sexismo milenario aspirarían a regresar a un pasado glorioso, retirando las mujeres de los centros escolares y devolviéndolas a la supuesta seguridad del hogar. Entre tanto, el patriarcado, ese poderoso dispositivo de poder que asegura la producción y reproducción de las relaciones de subalternidad en nuestras sociedades, opera de forma más oscura y sigilosa. Una vez que las mujeres ocuparon el lugar que “no debían”, el desafío conservador consistiría en transferir hacia delante los históricos mecanismos de exclusión, tornándolos menos perceptibles para dotarlos de la persistencia necesaria.

El argumento podría ser sintetizado o simplificado de la siguiente forma: si las mujeres no tenían acceso a los principales espacios de poder al estar excluidas de la escuela, ahora que están incluidas, las razones que deberán explicar la persistencia de esta desigualdad serán: el desinterés o la apatía de las mismas, su vocación maternal, su falta de carisma o de carácter para el ejercicio del poder, su ausencia de mérito o cualquier otro argumento que justifique lo injustificable. La desigualdad de género se privatiza a su manera, al atribuírsele a las propias mujeres las razones de su persistencia y no a las relaciones patriarcales y sexistas que la producen y reproducen.

En la lucha por la igualdad existe siempre el riesgo de creer que las conquistas se protegen a sí mismas y que una victoria supone el fin de la batalla. Así las cosas, mientras las mujeres accedían a la educación escolar, las desigualdades de género comenzaron a desplazarse de lugar.

Esto es lo que trataré de demostrar en las próximas notas de CONTRAPUNTOS.

(Desde Río de Janeiro)

La persistencia de la desigualdad de género es una serie de cuatro breves artículos que concluirá el día 8 de marzo.

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