El psicoanalista Jean Allouch advierte que “el camino que indicaba Lacan hacia el ateísmo no se habrá recorrido efectivamente sino cuando nos manifestemos capaces de vivir sin que la vida se incluya de ninguna manera dentro de un gran Relato (religioso, político, histórico, filosófico, cultural, personal)”; y, en la disyuntiva entre la Historia y la Versión, concluye en un “elogio de lo diverso”.
En 1975, al conversar con estudiantes de Yale University, Lacan les dice que “quizás el análisis sea capaz de constituir un ateo viable, es decir, alguien que no se contradiga a cada rato”. Gershom Scholem, en su gran obra sobre la mística judía, cuenta una anécdota ingeniosa: cuando el Baal Shem Tov tenía una tarea difícil que cumplir, se dirigía a un determinado sitio en el bosque, encendía un fuego y se sumía en una plegaria silenciosa; y lo que tenía que hacer se realizaba. Una generación después, cuando el Maggid de Meseritz se vio frente a la misma tarea, se dirigió al mismo sitio en el bosque y dijo: “No sabemos encender el fuego, pero aún sabemos decir la plegaria”; y lo que tenía que hacer se realizó. Una generación más tarde, Rabbi Moshe Leib de Sassov tuvo que cumplir la misma tarea. El también fue al bosque y dijo: “Ya no sabemos encender el fuego, ya no conocemos los misterios de la plegaria, pero todavía conocemos el sitio preciso en el bosque donde eso pasaba, y debe ser suficiente”; y lo fue. Pero cuando pasó otra generación y Rabbi Israël de Rishin debió hacer frente a la misma tarea, se quedó en su casa, sentado en su sillón, y dijo: “Ya no sabemos encender el fuego, ya no sabemos decir las plegarias, tampoco conocemos ya el sitio en el bosque, pero todavía sabemos contar la historia”; y la historia que contó tuvo el mismo efecto que las prácticas de sus predecesores. (Gershom Scholem, Las grandes corrientes de la mística judía, Madrid, Siruela, 2012).
Dios no habrá muerto efectivamente sino cuando se haya podido dejar que se pierda con él, por haberlo depositado en su tumba, lo que he llamado un trozo de sí (J. Allouch, Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca, Buenos Aires, Ediciones Literales/El cuenco de plata, 2006). ¿Cuál en este caso? Nada menos que la historia, o bien lo que Jean-François Lyotard (La condición postmoderna, Madrid, Cátedra, 1989) denominó “gran Relato”.
Tratándose de grandes Relatos, la cuestión de alguna manera está resuelta. Lyotard distingue dos grandes Relatos que, según demuestra, ya no tienen validez; una falla que define lo que denominó “post-modernidad”. Una doble catástrofe ha tenido lugar. El gran Relato del saber científico, denotativo, ya no es legitimado por una narratividad que en adelante rechaza considerándola precientífica, mientras que el discurso narrativo, impulsado desde la Ilustración por el gran Relato de la emancipación y también como supuesta instancia de legitimación del saber científico, ya no se sostiene más, porque ya no podemos admitir que de un enunciado descriptivo (científico) se deduzca necesariamente un enunciado prescriptivo (la emancipación).
Por cierto, se le objetó a Lyotard que afirmar el fin de los grandes Relatos constituye a su vez un gran Relato. El punto de duelo que indico (ofrecerle la historia al Dios muerto) no es pasible de esa objeción, porque no se trata del orden de la constatación sino del acto. Dios no habrá muerto de una vez por todas, el camino que con mil precauciones indicaba Lacan hacia el ateísmo no se habrá recorrido efectivamente sino cuando nos manifestemos capaces, en el nivel que sea, de vivir sin que la vida se incluya de ninguna manera dentro de un gran Relato (religioso, político, histórico, filosófico, cultural, personal, etcétera). Pero no es algo solamente pensable, sino posible. Por otra parte, da cuenta de ello una amplia vertiente del arte del siglo XX con su triple paso al costado con respecto a la melodía (música), a la figuración (pintura), al relato (literatura). También es lo que realiza el analizante al final del recorrido analítico: ahí se encuentra despojado de toda veleidad, de toda preocupación por construirse una historia, es decir, por constituirse como historia, porque eso sencillamente ya no le interesa, ya no importa. Mientras que –lógicamente– ese mismo movimiento lo despoja también de una regulación subjetiva sobre lo que sería su futuro. “Desear –escribí en otro lugar– es estar sin futuro”, mientras que en el mismo momento y a miles de kilómetros de París, Lee Edelman, uno de los fundadores del movimiento queer, escribía una obra titulada No future.
Semejante abandono que arrastra los éxtasis o “ek-stasis” (Heidegger) del pasado y del futuro y que invita así a atenerse al presente, vale decir a aquello en lo cual “el hombre no comprende nada” (según una preciosa indicación de Erri De Luca), requiere tres observaciones. Primera y breve observación: en el presente se juega la existencia de Dios. San Agustín define el pasado como “aquello que recuerdo”, el futuro como “lo que espero” y el presente como “aquello a lo que atiendo”, como el lugar donde se está. Pero sólo Dios está, El es aun en la eternidad. En el converso, el presente se volatiliza en el gesto con el cual se remite a Dios, pero no deja de ser el lugar virtual donde se juega la existencia de Dios.
Segunda observación, el abandono del pasado y del futuro se halla en exacta oposición a lo que Lacan proponía en 1953 como definición del inconsciente: “El inconsciente es ese capítulo de mi historia que está signado por un blanco u ocupado por una mentira: es el capítulo censurado. Pero la verdad puede ser recobrada; la mayoría de las veces ya está escrita en otra parte”. Creeríamos que escuchamos a Merleau-Ponty, en Les aventures de la dialectique, hablando de la historia como de “ese objeto extraño que somos nosotros mismos”. Pero nada es menos cierto. Una historia que no tuviese blancos no sería simplemente un simulacro sino un delirio paranoico. No obstante, Lacan tuvo variaciones en cuanto al inconsciente, y al rebautizarlo unebévue (literalmente “metida de pata; equivocación”, aunque por su sonido se asemeja al término original alemán de Freud para “inconsciente”), como hiciera tardíamente, anticipaba el abandono de la historia.
Ninguna historia podrá nunca darle un sentido convergente, y menos todavía único, a lo que se presenta fenomenológicamente como una equivocación (bévue), luego otra equivocación, luego otra equivocación, sin que cada una sea una cuestión de sentido sino de significante. Lejos de cualquier unificación por el sentido, lo que ahora prevalece es la diversidad.
No será inútil aportar dos precisiones que se refieren ambas a la temporalidad característica del abandono de la historia. Primera indicación: dicho abandono no se dio en una inmediatez; muy por el contrario, es una conquista. Lo vemos, así como en Lacan, en Pier Paolo Pasolini cuando habla de su filme Salò: “Salò entonces no es solamente una película sobre la anarquía del poder, sino también una película sobre la inexistencia de la historia. En este sentido, estoy en desacuerdo con la ideología de izquierda que afirma siempre el deber de estar en la historia. También creí eso en los años 1950, pero es una ilusión. En realidad, todo me parece claro de ahí en más: lo que llamamos historia es una atroz bufonería o un maravilloso espectáculo, en todo caso no una cosa seria”.
Que conste. Sin embargo, dicho pasaje de una creencia a un abandono no condena como tal toda tentativa histórica, la vocación de hacer historia, inclusive “científicamente”. No se trata de decirle a cualquiera que se extravía al intentar considerar su vida como historia, al hacer, decir, escribir su historia. Especialmente en análisis, dichos momentos de “construcción” pueden ser decisivos, lo que no implica que, como advierte Pasolini, uno se aferre a eso.
No obstante, por más científica que sea, la historia está bajo sospecha, y una broma de Winston Churchill (célebre, como Lacan, por sus ocurrencias) lo expresa a la perfección: “La historia me será indulgente –escribió en sus Memorias de guerra– porque tengo la intención de escribirla”. Hay algo como trucado, viciado, en toda tentativa histórica, necesariamente favorable a quien la escribe. La historia, según se ha dicho y repetido, siempre es la de los vencedores. El poeta palestino Mahmoud Darwich le dirá a Jean-Luc Godard en 2004: “Troya no escribió su historia”. Churchill, por su parte, escribió la historia de dos maneras a la vez diferentes y convergentes: 1) tomando determinadas decisiones en tanto que hombre de poder; 2) escribiendo la historia a título de testigo. Su ocurrencia condensa ambos aspectos. Y esa condensación, en Lacan, posee un nombre: histeria.
“Versión” es un concepto portador de una irreductible diversidad, al cual se opone la historia en la medida en que continúe aspirando a ser un gran Relato. El gran Relato cada vez no es más que uno, y pretende ser Verdad. Un gran Relato es una versión en la que uno se detiene, a la que uno se aferra, un punto de estasis.
Lo cual desemboca en la tercera observación que anunciamos, el elogio de lo diverso, ya que el acento puesto en la diversidad es inestimable en muchos aspectos, especialmente en cuanto al ejercicio analítico por parte del psicoanalista.