El caso de Malala Yousefzai, la niña paquistaní que los talibán quisieron matar pero no pudieron, nos ha devuelto la atención sobre la situación a menudo desesperada que sufren las mujeres en los países de mayoría musulmana. En el caso de Malala, ha tenido la oportunidad de rehacer su vida en Inglaterra. Sin embargo, la mayoría de las mujeres cuya única culpa ha sido nacer en un país de mayoría musulmana, no tienen la oportunidad de rehacer sus vidas en otra parte. Tienen que sufrir y aguantar una vida subordinada a los dictados de los hombres que se creen sus dueños.
Malala ha dicho en entrevistas que le han hecho en varios programas internacionales de televisión que su propósito es llamar la atención del mundo a la importancia de la educación, especialmente para las mujeres en los países del Tercer Mundo y, especialmente, en los islámicos. Ha enfatizado en este punto una y otra vez.
Es verdad que también hay gente argumentando que si Malala fuera una de las miles de víctimas «colaterales» que han perdido sus vidas o resultado discapacitados para el resto de sus vidas como consecuencia de los ataques estadounidenses contra los talibán, ahora absolutamente nadie en ningún sitio del mundo estaría hablando de Malala -¡ni siquiera sabríamos quién era Malala!-. Esa gente añade que se habla tanto de Malala no para atraer nuestra atención sobre el sufrimiento de las mujeres en países musulmanes, sino para que la gente no hable de otros temas, como los ataques con drones que causan más daño entre gente inocente que entre los talibán.
Pero, sea como fuere, hay que admitir que ese sufrimiento de las mujeres en el mundo musulmán es verdad, y ocurre cada minuto de cada día. No es ninguna propaganda, ni ninguna historia fabricada. Y la mayoría de las víctimas nunca pueden hacer que el mundo oiga sus voces.
Hay gente que dice que se han cometido barbaridades no solo en países islámicos y en el nombre del Islam, sino también en países cristianos, y también en el nombre del judaísmo, etc. Puede ser verdad. Barbaridades se han cometido en nombre de todas las religiones. Pero al menos un gran grupo, si no todos, de entre los que utilizan ese argumento, parece tener el propósito de callarnos por completo -vamos, que hagamos la vista gorda a todo lo que se hace contra las mujeres en los países de mayoría musulmana-, como si todo eso fuese «normal», bajo el pretexto de que se cometen otras barbaridades en países donde la mayoría cree en otras religiones. Y, ¿por qué tenemos que callarnos? Porque es lo «políticamente correcto», porque hay que tratar toda cuestión que tenga que ver con el Islam «con guante de seda».
Me niego a callar. Quiero que mi voz se oiga alta y clara. No quiero ser un cobarde que solo piense en qué es lo políticamente correcto.
También hay que recordar que cuando apareció el Islam, a principios del siglo séptimo de nuestra era en la Península arábiga, allí la mujer no gozaba de absolutamente ningún derecho, ninguno, y los hombres trataban a las mujeres como si fueran nada más que objetos para satisfacer sus deseos sexuales. El Islam sí que reconoció derechos a la mujer. En la era moderna, podemos criticar la situación de los países islámicos porque a las mujeres solo se les reconoce la mitad de los derechos reconocidos a la población masculina de los países en cuestión. Pero para su tiempo, el Islam era incluso progresista. Y entre los siglos VII y, más o menos, XII, hubo incluso más mejorías en la situación legal y social de las mujeres. Pero, entre los siglos X y XII aproximadamente, un consenso se consolidó en los países de mayoría musulmana según el cual los clérigos y juristas islámicos, de un lado, y los líderes políticos y tribales, de otro, acordaron que la situación de la mujer en aquellas sociedades ya no debía avanzar más, y las leyes islámicas debían quedar exactamente como parecían en aquellos momentos, sin ningún otro cambio. Por eso, la situación de la mujer en los países de mayoría musulmana ha quedado como estaba en la Edad Media.
Claro que entre los países islámicos hay diferencias. Por ejemplo, hay países como Arabia Saudí y Afganistán, donde la mujer no tiene ningún derecho, ninguno, y depende completamente de los hombres de su familia, como si se tratara de un niño pequeño que no tiene ni siquiera capacidad de pensar por sí mismo y depende de lo que decidan sus padres. En Afganistán la situación es más desesperada, porque las mujeres ni siquiera tienen derecho a recibir ninguna educación. Pero al mismo tiempo si, solo por poner un ejemplo, se ponen enfermas, no pueden ser tratadas por hombres médicos, sino que tienen que ser tratadas por mujeres. Pero como las mujeres no han tenido derecho a la educación, eso automáticamente significa que no pueden existir mujeres médicos en Afganistán. Lo que nos lleva a la conclusión de que si alguna mujer se pone enferma en Afganistán, o tiene que ser tratada clandestinamente o simplemente deben dejarla sufrir las consecuencias de su enfermedad sin ningún tratamiento, incluso si esas consecuencias son la muerte. ¡Y llaman a ese sistema «islámico»!
Claro que en los países centroasiáticos que se han independizado de la antigua URSS (Kazajstán, Uzbekistán, Turkmenistán, Tayikistán y Kirguizistán) la situación de la mujer está mejor por las décadas en que, viviendo bajo otro sistema, sus sistemas sociales también se modernizaron. Pero allí también hay problemas. Quizá una de las situaciones más difíciles la estén pasando las mujeres en Tayikistán. Allí, por la extrema pobreza económica que muchos padecen, hay millones de hombres que han emigrado a Rusia para trabajar. Tayikistán depende en gran medida del dinero que esos hombres envían a su país de origen. Pero esos hombres, a menudo, cuando llegan a Rusia, simplemente olvidan a sus propias familias en Tayikistán, y en cuanto conocen si quiera superficialmente a alguna mujer en Rusia, llaman a casa y repiten tres veces a sus mujeres tayikas «te divorcio» y, según la ley islámica, repitiendo esa frase tres veces, ya está consumado el divorcio. Después, el hombre el cuestión puede buscar una nueva vida, y deja a su familia entera en Tayikistán, en una situación de absoluta miseria.
Hay otros países islámicos donde la situación de la mujer es mejor. Por ejemplo, en Irán o en Turquía. Este último país es el más «modernizado» o más «europeizado» de los países del Oriente Medio. Pero incluso allí vemos que el país está cambiando de dirección, yendo cada vez más en una dirección islamista, con todo lo que ello implica para los derechos de la mujer turca.
En Irán, es cierto que la mujer goza de muchos derechos que sus homólogas saudíes y afganas solo verían en sueños. Por ejemplo, el derecho a trabajar, conducir o recibir una educación incluso universitaria sin tener que pedir permiso de su marido, hermano o padre. De hecho, en las universidades iraníes hay más mujeres que hombres estudiando. Pero incluso allí, la ley islámica sigue en el sentido de que las mujeres a menudo tienen la mitad de los derechos de los hombres; por ejemplo, para recibir herencias, o en divorcios. Y hay muchos puestos que se reservan exclusivamente para hombres; por ejemplo, incluso según la ley en Irán, para ser juez, o presidente del país.
También hay que admitir que el trato como ciudadanos de segunda clase que sufren las mujeres en países de mayoría musulmana no es solo una cuestión «política» que tenga que ver con los mandatos de un gobierno y un régimen dictatoriales. El problema no es solo que se trate de regímenes dictatoriales que imponen tratos vejatorios a las mujeres, que eso también. Una gran parte del problema es que, culturalmente hablando, los hombres de esos países no se han acostumbrado, ni mucho menos, a tratar a la mitad de la población, las mujeres, de igual a igual. Los hombres se han acostumbrado a mandar sobre ellas, no a compartir sus vidas con ellas. Y ese es un problema que no se resuelve con la invasión del ejército de otro país.
La solución de este problema, que afecta las mujeres en tantos países islámicos en todo el mundo, es difícil y larga. No es una solución que se pueda intentar de hoy para mañana y esperar resultados concretos pasado mañana. Creo que un buen comienzo se encuentra en el mundo de la enseñanza. Hay que educar a los hombres para enseñarles a aceptar la igualdad de las mujeres con ellos mismos, empezando con esos hombres que deciden ir a estudiar en universidades de Europa y EEUU.
Malala Yousefzai tenía razón en su énfasis en la educación. Pero mientras ella ponía el acento sobre la educación para las niñas en colegios e institutos, la educación en valores como la igualdad, es también de vital importancia para los hombres universitarios de los países en cuestión.
Siamak khatami Politólogo y profesor universitario
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