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La monjita prelatura doña Sophia iba a ver a los bebes recién nacido de la maternidad de su ciudad. A sus veinticuatros años, había hecho los votos de la obra, realizaba una excelente labor para la casa. Se afanaba con mucho fervor en su cometido, vestía toca y hábitos, y estaba de buen ver.
Un día como otro cualquiera salía del convento donde vivía, para acudir a la maternidad donde trabajaba. Atravesaba el bosque cercano a su ciudad, antes de llegar a su trabajo y mientras iba cantando con alegría cristiana, e iba pensando en los negocios como llamaba ella a su trabajo, esperando conseguir ventas en breve tiempo.
La monjita prelatura, era: Una mujer muy piadosa. / Una mujer muy rezadora. / Una mujer muy buena, muy buena / Una mujer muy dócil. / Una mujer muy sumisa.
Una mujer muy obediente con los eclesiásticos y sus mandatos, con el obispo y el arzobispo
- Iba por el camino alegre y cantando.
- Cantaba y cantaba la monjita prelatura, por el camino.
Cuando llegaba a la maternidad de repente y sin saber porque se puso muy triste y casi lloraba. No entendía lo que le pasaba. Sabía que los últimos días y momentos de las madres esperando los niños, estaban llenos de expectativas y de sufrimiento por los partos, pero eso no era lo que la preocupaba. Pensó en el refrigerador donde se guardaban los niños, les decía a las madres si quería verlos. Algo le pasaba en su interior. Un fuerte sentimiento la oprimía.
Un día como otro cualquiera salía del convento donde vivía, para acudir a la maternidad donde trabajaba, iba cantando con alegría cristiana, e iba pensando en los negocios como llamaba ella a su trabajo
Seguía por el camino que la llevaba a la maternidad donde tenía que trabajar y oír misa.
- Al llegar al hospital, con cara de preocupación, se encontró con otra monjita amiga de la orden de las Hermanitas de la Caridad y le pregunta que tal le había ido el día de ayer, pero sin mirarla a la cara y parpadeando continuamente.
- Su amiga le contesta que muy bien, que no tuvo problemas, pues las dos madres eran primerizas, quedaron muy tristes por la pérdida de los bebes, pero uno de los niños lo quería el obispo para la iglesia en el futuro, y la otra niña la quería una familia muy católica y respetable de Huesca, que no podía tener hijos, y que el arzobispo ya había llegado a un acuerdo económico con los padres, que era cuantioso, pero los riesgos de la operación eran grandes.
- En hora buena, le dijo la monjita prelatura, que esos rojos no tienen derecho a tener hijos, hay que quitárselos para que Dios tenga más cristianos, decía tapándose la boca y moviendo la cabeza en varias direcciones.
- Así es, le contesto a la amiga, eso es lo que me dice el arzobispo, don Joaquín Cabeza de Vaca, que hay que acabar con ellos, que cuando vean que no pueden tener hijos, ya cambiaran su actitud hacia la iglesia, que es santa.
- Prosiguió su camino por la maternidad pensando en su cometido y en algunos comentarios de los médicos a las madres, a los cuales había tenido acceso. Sabía muy bien como atemorizarlas, y como decirles que los bebes habían muerto en el parto y que si querían verlos estaban el refrigerador del hospital.
Si eso es lo que se dice siempre, que habían nacido muertos, pensaba. Creía que era necesario el dinero y que hacer obras en el techo de la iglesia costaba mucho y era muy necesario, se decía, y también arreglar la sacristía del hospital y el refectorio, porque se están cayendo, pensaba. Por eso, era importante el dinero decían el obispo y el arzobispo con los que estaba en perfecta sintonía para lograr sus objetivos.
Mientras seguía su camino por la maternidad para ver a los bebes, rezaba las oraciones y jaculatorias que le había dado su confesor espiritual para que ahuyentara al demonio de los malos pensamientos e impulsos nocivos.
De repente se encontró de frente con el arzobispo, don Joaquín Cabeza de Vaca y con un grupo de seminaristas, que andaba por el hospital supervisándolo todo para que nada fallara.
- Benita, le dijo el arzobispo, ¿cómo estás?
- Bien, le contestó sorprendida, por el encuentro.
- ¿Qué tal llevas los negocios ?, le preguntó el eclesiástico.
- Bien, le contestó, la monjita.
- Me han pasado algunos comentarios de las visitas de los médicos, y con esa información puedo meterles miedo a las madres, siguió.
- Necesitamos financiación y tú la puedes conseguir, siguió el eclesiástico. Confiamos en ti, le dijo el arzobispo.
Don Joaquín Cabeza de Vaca y también donFernando Ortiz de Guzmán eran las personas que dirigían todo el trabajo de la monja doña Benita.
Mientras tanto las campanas de la iglesia empezaron a sonar: ¡Tan-Tan, Tan-Tan, Tan-Tan!, sonaban en la iglesia de la Ciudad de la Torre.
Era el primer repique para llamar a la misa de doce, y doña Benita ya llevaba esperando unos minutos en la iglesia, llena a rebosar de gente, cuando el eclesiástico don Joaquín Cabeza de Vaca, salió a oficiar la santa misa.
Después de las maniobras iniciales de ésta, subió al pulpito para pronunciar su sermón, ayudado del sacristán, prelaturo también, pues no podía ir rápido, porque no pisaba la raya de las baldosas.
Mientras seguía su camino por la maternidad para ver a los bebes, rezaba las oraciones y jaculatorias que le había dado su confesor espiritual para que ahuyentara al demonio de los malos pensamientos e impulsos nocivos
Una vez en el pulpito empezó a hablar diciendo que Jesús conoce y valora a los niños, que de su boca salen las alabanzas que agradan a Dios, que son modelos de pureza e inocencia.
Jesús los quiere, continuaba, los abrazaba con efusión como una caricia divina y limpia, sin dobles intenciones, un abrazo lleno de ternura divina.
Jesús se preocupa por ellos, reprende a quienes los miran con desprecio, decía, y los más duros castigos son para quien escandalizare a un niño o lo hiciera sufrir.
“Los ángeles de los niños ven la faz deli Padre que está en los cielos”, los custodios, que están en primera línea, recreándole y contándole a Dios las travesuras de esos pequeños.
Jesús los cura, continuaba el eclesiástico Cabeza de Vaca, refiriéndose a esa niña de doce años, a quien llama con dulzura, “niña mía” y la aprieta contra su corazón.
Cura a la hija endemoniada de una mujer pagana, que no creía en el Dios verdadero, que creía en Baal, el dios engañador, el dios cruel, el dios fornicario, el dios vengativo, el símbolo del demonio, que poseía el cuerpecito de esta niña pagana. La fe y la humildad de la madre arrancaron el milagro de Jesús.
Continuó diciendo que los niños, quieren a Jesús también, y corren hacia él. Los niños tienen un sexto sentido, y jamás correrían hacia alguien en quien no perciben ese amor, dijo casi al final del sermón.
Y terminó diciendo:
- “El que por Mí recibiere a un niño como éste, a Mí me recibe”.
- “Quien recibe a uno de estos pequeños en mi nombre, a Mí me recibe, y quien me recibe a mí, no es a mí a quien recibe, sino al que me ha enviado”
- “En el Reino de Dios sólo habrá niños, niños de cuerpo y de alma, pero niños, únicamente niños.”
Después, el sacristán ayudo a bajar del pulpito a don Joaquín que siguió oficiando la santa misa.
- Cuando termino, se vistió en la sacristía y saludo a los fieles, y le dijo a doña Benita, pásate por mi refectorio y charlamos, que tenemos que hablar, le dijo don Leocadio.
Doña Benita, subió al piso de arriba y tocó la aldaba de la puerta de don Joaquín Cabeza de Vaca:
- Tac-tac, tac-tac, tac-tac.
- ¿Quién es?, pregunta don Joaquín.
Doña Benita no decía nada, pues no se atrevía.
- ¿Por quién pregunta este pecador ?, repetía don Joaquín.
- Por Dios, por Dios, Por Dios, quiero hablar con Usted, don Joaquín, dijo doña Benita.
- Por Dios, por Dios, solicita que la oiga usted en confesión.
- Quien es esta pecadora, repitió don Joaquín.
- Por Dios, por Dios, soy yo, doña Benita.
- ¿Me mandó llamar?, preguntó, abriendo la puerta, para que la viera.
- Así es, le contestó, el arzobispo.
- Pues ven conmigo, le dijo a la monjita.
- Vamos a mis aposentos, dijo el deán.
- Allí te confesaré, le dijo, como siempre.
- El eclesiástico caminó despacio hasta sus aposentos, pues era allí donde le gustaba realizar el mandato divino de la confesión.
- Una vez allí, y sentado en su gran silla arzobispal, le dijo a doña Benita:
- “Arrodíllate delante de mí”, que soy tu confesor.
- Doña Benita se arrodilló delante de él.
- El eclesiástico la acomodó entre sus piernas abiertas, se desabrochó la sotana y el alzacuellos, y le dijo entonces, empieza, hija mía.
- Por Dios, por Dios, Por Dios, soy pecadora.
- Por Dios, por Dios, Por Dios, que soy pecadora dijo doña Benita, al eclesiástico.
- Pasaron unos minutos.
- Después mientras decía mirando al cielo, Dios mío, Dios mío, ¡que pecado ¡, ¡Dios mío ¡, ¡Dios mío¡, ¡que pecado ¡, ¡que pecado ¡, exclamaba don Joaquín Cabeza de Vaca.
- Le dijo a la pecadora: “ya está”, “ya está”, “ya estas perdonada”.
- Le impuso la penitencia. Rezarás todas las noches, dos rosarios completos y unas jaculatorias.
- Y le recordó que la confesión era una vez a la semana, como mínimo, le dijo, como siempre.
- “Arrepentidos los quiere Dios”, le dijo a doña Benita
- Tenemos que buscar financiación, y tú sabes cómo hacerlo, le dijo al marchar, tu conoces bien los entresijos de la maternidad.
La monjita comprendió perfectamente, lo que le transmitía el eclesiástico
- La monjita prelatura se marchó y cuando iba caminando por el pasillo de la maternidad, se encontró con don Fernando Ortiz de Guzmán, que le dijo que quería hablar con ella.
Don Fernando Ortiz de Guzmán, era el obispo de la diócesis, qué junto con Don Joaquín Cabeza de Vaca, eran las personas que dirigían todo el trabajo de la monja doña Benita para que esta lo realizara, y le dijo:
- Ven conmigo, vamos al refectorio, le dijo don Fernando, que tengo que decirte algo.
- Fueron caminando mientras le decía que las donaciones eran muy importantes para nuestra iglesia.
- Nosotros no sabemos crear empresas ni administrarlas, dependemos de ciertas iniciativas con las que nos hacemos ricos y vivimos muy bien, decía el prelaturo, a la monjita.
- Es así como hemos acumulado este patrimonio durante siglos y siglos, continuaba. Así, y acusando de herejes a muchas personas desobedientes con la iglesia para quedarnos con su hacienda y sus propiedades.
- Una vez en el refectorio, le dijo que tomara asiento a su lado, y mientras hablaba con ella, le puso la mano sobre su falda diciéndole que suave era esa tela, y le subía la toca hasta dejar al descubierto sus muslos blancos, y se los acariciaba.
- Ella no sabía que decir que no, porque era muy buena y poco a poco se entregó a la faena y cuando estaban en ella, la monjita doña Benita decía una y otra vez:
- Por dios, por dios, que placer me da usted, sr obispo.
- Por dios, por dios, que placer, sr obispo.
- Y seguía afornicando, la monjita con el obispo.
- Por dios, que placer me da usted, decía al obispo.
- Por dios, por dios, que placer tan grande me da usted sr obispo.
Y así, siguió la monjita doña Benita, enseñándoles los bebes muertos a las madres que lo pedían
Y siguieron, hasta que terminaron.
Se vistieron, y salieron al pasillo.
- En ese momento pasaba don Leocadio Fernández de los Monteros, el tesorero que también le dijo quería hablar con ella.
- Ven por aquí, le dijo don Leocadio.
- Mientras caminaban siguió diciendo que hoy nuestros papas viven como marqueses en el estado más rico del mundo, por eso es muy importante esta labor que hacéis, es vital le dijo.
Doña Benita asintió y entró de nuevo en el refectorio.
- Una vez dentro le dijo que se sentara a su lado, mientras le hablaba y le fue subiendo su habito, hasta dejar al descubierto sus piernas blancas.
Y la monjita no sabía decir que no, porque era buena
- Le acariciaba sus muslos y ya cuando estaban en el acto sexual, la monjita doña Benita decía:
- Por dios, por dios, que placer me da usted Don Leocadio.
- Por dios, por dios, que placer me da usted.
Y seguía afornicando, con grandes gritos de placer.
- Por dios, que placer me da usted, decía la monjita prelatura.
- Por dios, por dios, que placer tan grande me da usted.
- Y seguían, hasta que finalizaron.
Y así, siguió la monjita doña Benita, enseñándoles los bebes muertos a las madres que lo pedían.
Siguió realizando su cometido, sintiendo una fuerte opresión en el pecho.