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La mentira sostenida del fundamentalismo católico

La autora defiende que el debate en torno a la interrupción del embarazo está marcado por la irracionalidad de una de las partes.

En un momento de brutal ofensiva reaccionaria como el que estamos viviendo, con frentes abiertos por todos los flancos, con cientos de luchas en marcha para detener el desmantelamiento y la cancelación sin precedentes de derechos y libertades, nos toca también, por si fuera poco, atender la batalla de las palabras. Los escraches son nazismo; la educación para la ciudadanía, adoctrinamiento; el matrimonio homosexual, un atentado contra la familia. La catequesis en la escuela, garantía de libertad. La igualdad entre hombres y mujeres, ideología de género. Y el aborto, asesinato de inocentes.

No es un dato menor que la abanderada de muchas de esas afirmaciones sea nada menos que la Iglesia católica. No importa que todo el mundo sepa qué currículum tiene la Iglesia en relación con el respeto a los derechos humanos, la lucha por la libertad y la democracia. La legislación, que debería ser igual para todos –ellos, de entrada, no pagan impuestos–, ha de respetar y garantizar que cada cual pueda vivir conforme a su idea de lo que está bien o está mal. Por ejemplo: si una o muchas personas creen que mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio y con el solo objeto de dar y obtener placer carnal es pecado o en definitiva no debe hacerse, el Estado debe garantizar que esas personas puedan vivir conforme a sus creencias. Pero ellas también deben aceptar que las demás viviremos conforme a las nuestras. Se llama pluralismo moral.

Quiere decir que en la Modernidad no hay acuerdo general exhaustivo sobre todas las cuestiones relativas a la moral, a lo que está bien o lo que está mal. Por eso es fundamental discriminar entre mínimos comunes compartidos, exigibles a todos, y máximos privados, que se respetan en tanto que tales. Lo que se permite a cada cual en el ámbito de su privacidad es siempre más que lo que puede exigirse a todos en el ámbito público.

En los procesos de discusión y de negociación democrática es preciso consensuar qué contenidos constituyen esos mínimos morales que ha de recoger el ordenamiento jurídico. Hoy, la mayoría de los católicos entienden −quiero pensar− que las relaciones sexuales al margen del matrimonio o la masturbación son pecados para la religión que profesan pero no deben ser tenidos por delitos –dejando al margen la frecuencia con que ellos mismos lleven a cabo tan distraídas actividades –.

La legislación debe reflejar ese mínimo común compartido que, parece mentira, existe. Hay puntos relativos a lo que se puede y, sobre todo, a lo que de ninguna manera se puede hacer, que suscribimos desde las feministas más radicales hasta los obispos más recalcitrantes. Entre ellos está el que afirma que no se puede asesinar a nadie, y menos a inocentes. Eso no está a discusión. Evidentemente.

Una de las obsesiones de la jerarquía católica (junto con la sexualidad y el rol de las mujeres) es todo lo que tiene que ver con el principio y el final de la vida (“la vida naciente y terminal” a que aludía Juan Pablo II en Evangelium Vitae). Según la Iglesia son asuntos que están fuera de discusión: la vida pertenece a Dios.

Hagamos un breve ejercicio de ficción contra-fáctica, es decir, supongamos algo que no es cierto: que los antielección –con la Iglesia católica a la cabeza– participan de buena fe en los debates sobre asuntos de interés público, como este sobre el derecho al aborto. Si alguien de verdad cree de buena fe que cuando se practica un aborto se está cometiendo un asesinato, no puede entenderse que no dedique todo su esfuerzo, su capacidad de movilización, sus recursos económicos, sus altavoces mediáticos, sus energías todas a que no se produzca un solo embarazo no deseado. Pero no: quieren desterrar el derecho a decidir sobre si continuar o no un embarazo no previsto o no deseado (diciendo que es asesinato); igual que impiden que en las escuelas haya educación e información sexual, incluida la anticoncepción –diciendo que la educación sexual es labor de las familias… a la vez que abominan, por cierto, del ‘relativismo moral’–; quieren acabar también con el derecho de gays y lesbianas a contraer matrimonio civil (diciendo que conculca los derechos de las familias tradicionales), etc. ¿hace falta seguir? Mienten constante y sistemá­ticamente. Inter­vienen siempre de mala fe, sin ningún pudor, en los debates públicos. No estamos en un debate de argumentos, no se trata de dar y recibir razones. Con el fanatismo no se puede razonar. Ninguna razón hará a un fanático apearse de sus creencias, porque estas no se asientan en razones ¿Qué hacemos entonces?

Mani antiaborto

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