Asóciate
Participa

¿Quieres participar?

Estas son algunas maneras para colaborar con el movimiento laicista:

  1. Difundiendo nuestras campañas.
  2. Asociándote a Europa Laica.
  3. Compartiendo contenido relevante.
  4. Formando parte de la red de observadores.
  5. Colaborando económicamente.

La libertad espiritual II

Opiniones y réplicas sobre el concepto de libertad espiritual en un libre y excelente debate, muy clarificador y de un alto nivel, que han entablado tres de nuestros socios, ante la utilización de esa expresión.

Estimado Juan Francisco:                 

7 diciembre de 2009

    Es motivo de orgullo y satisfacción para mí que la reciente publicación de nuestro libro Antología laica. 66 textos comentados para comprender el laicismohaya servido para dinamizar el debate y la discusión constructiva sobre los conceptos, muchas veces controvertidos, y las exigencias que conlleva el laicismo. Creo que este tipo de reflexión es muy ventajosa para no caer en el anquilosamiento tan propio de otras corrientes de pensamiento clericales, de las que aún sufrimos las consecuencias, y más ventajosa aún, si cabe, cuando quien suscribe la crítica es uno de los grandes defensores del laicismo en España. No en vano, las posibles controversias que le ha suscitado la lectura de nuestro libro responden a un problema conceptual, pero no de contenidos. En este sentido, suscribo todo lo que usted defiende en su artículo, y entiendo que la discusión está en el nivel de los términos utilizados. Diría algún filósofo que discrepamos en la “letra”, pero no en el “espíritu” (para no crear más confusión, diríamos sin más en el contenido).

    En efecto, estoy totalmente de acuerdo con usted cuando dice que en la Constitución española la libertad de conciencia se restringe de manera zafia a una libertad religiosa que de hecho considera como inexistente cualquier otro tipo de convicción que no sea religiosa. Así lo hemos querido denunciar, como usted, en nuestro libro (texto XVII. Constitución española. “Unos principios constitucionales contradictorios”). No es de recibo que en un mismo artículo (16.3) se establezca por principio la aconfesionalidad del Estado (“Ninguna confesión tendrá carácter estatal”), y justo a continuación se consideren como únicas creencias válidas las creencias religiosas, incluso llegando a legitimar las relaciones con una institución particular, citada con nombre y apellidos, que se erige como representante de una determinada creencia religiosa (“Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones”). Y usted y yo clamamos: ¿Qué pasa? ¿Acaso las creencias que no se pueden considerar religiosas no merecen la misma consideración? Pierre Bayle ya demostró, y así lo hemos expuesto en el libro, que el espectro de las convicciones humanas no se puede reducir a las diversas creencias religiosas, como si fuera de las religiones no existiera más que una ausencia total de convicciones. En su obra Pensamientos diversos sobre el cometa (texto XVIII) recoge una idea sencilla, pero contundente: de la misma manera que se han visto creyentes religiosos criminales, ha habido ateos virtuosos. No quería decir Bayle que la única alternativa a la creencia fuera el ateísmo. Su pensamiento iba mucho más allá. Lo que quería demostrar era que la defensa de los valores humanos no necesariamente estaba fundamentada en la creencia religiosa, como algunos pensadores clericales de su tiempo pretendían. Un creyente puede ser virtuoso, pero igualmente puede serlo un ateo, un agnóstico, un lamaísta o un budista, o incluso alguien cuyas convicciones no se reconozcan en ningún cliché preestablecido.

    Por supuesto, si la Constitución española es reflejo de este reduccionismo atentatorio contra toda la variedad posible de convicciones y creencias, lo es todavía más la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980, y también el Código Penal, tal y como expone de manera inmejorable.

    Sin embargo, si pretendemos ser rigurosos con el lenguaje que utilizamos, no puedo estar de acuerdo con usted cuando pretende extender esta crítica al concepto de “libertad espiritual” que proponemos en nuestro libro (y sus correspondientes “opciones espirituales”). Dice que la llamada libertad espiritual es una noción completamente paralela a la llamada “libertad religiosa”, y por lo tanto, cómplice de la misma. Y un poco más adelante añale que utilizar la expresión “libertad espiritual” no solo reproduce este razonamiento restrictivo y opresivo, sino que lo agudiza.

    En primer lugar, he de advertir que el libro lo hemos escrito como filósofos de la laicidad, y no como polemistas. Así lo hemos puesto de manifiesto en la última frase del prólogo. Un filósofo tiene que ser muy riguroso con los conceptos que utiliza y no caer en el error de traicionar el sentido genuino de los términos por culpa de diferentes prejuicios históricos. El término “espiritualidad” no hace referencia prioritariamente a la “religión”. Ya en la filosofía griega, antes de que se formara el corpus sistemático de las tres grandes religiones monoteístas, hay ejemplos de formas de espiritualidad inmanentes al propio ser humano, que no precisan de referencias trascendentes. Es el caso por ejemplo de Epicuro, que rechazó el finalismo providencialista y toda intervención divina en los asuntos humanos, haciendo del placer el único principio y fin de la acción humana (véase el texto IV de nuestro libro). Y aún así explicó cómo se puede ser el más virtuoso de los hombres. En este sentido, si se quiere, la “espiritualidad”, ontológica e históricamente es anterior a la religión, tal y como la entendemos nosotros ahora.

    Por ello, al identificar espiritualidad con religión o con lenguaje religioso está siendo víctima de un prejuicio histórico muy arraigado en España por la triste tradición del nacionalcatolicismo de Franco, régimen que aún hoy sigue estando muy vigente en muchos aspectos de nuestra sociedad española. Sólo desde el pensamiento mojigato y sesgado que es producto de aquella educación restrictiva se admitiría que “espiritualidad” es un concepto paralelo al de “religión”. Incluso nosotros somos víctimas de esa confusión, porque el término “espiritualidad” nos suena inmediatamente a religión, y concretamente a la religión católica, por culpa de ese prejuicio histórico arraigado en nuestra tradición.

    Es necesario explicar, desde el plano distanciado de la filosofía, el sentido en el que utilizamos el término “espiritualidad”. Entiendo por espiritualidad una forma de trascender el ámbito meramente material dotando de un determinado sentido a nuestro estar y actuar en el mundo. La espiritualidad radica en la conciencia, que es lo que nos distingue de los demás seres sobre la tierra (no se me escapa la complejidad que entraña el problema filosófico de la dualidad materia/espíritu, que es una reformulación del problema cerebro/mente). Sólo el ser humano tiene conciencia, y gracias a ella es capaz de dotar a su existencia de un determinado sentido. Todo ser humano desarrolla su espiritualidad de alguna manera. Ahora bien, hay muchas formas de darle un sentido a nuestra existencia y a lo que hacemos con ella. En otras palabras, hay muchas formas de espiritualidad: sólo una de ellas es la religión, pero no la única. De ahí que podamos considerar la espiritualidad como una carácterística natural, esencial, del ser humano; no así la religión. La religión no es la única forma de expresar la espiritualidad humana, y por supuesto, no tiene por qué ser (ni mucho menos) más excelente que las demás. El filósofo alemán Hegel decía que el Espíritu se desarrollo a través de tres cosas: el arte, la filosofía y la religión. No quiero yo decir con esto que Hegel tuviera razón, o que sólo se desarrolle la vida espiritual a través de estas tres cosas. Pero sí suscribo la intuición que tuvo Hegel al mostrar que la religión no es más que una forma entre otras de desarrollar la vida espiritual. En definitiva, la religión y las creencias religiosas no tienen el monopolio de la espiritualidad. Utilizando la terminología aristotélica, se podría decir que la espiritualidad es el “género”, del que la creencia religiosa no es más que una “especie”.

    Por eso, la identificación que usted denuncia en nuestro planteamiento entre “libertad espiritual” y “libertad religiosa”, haciéndolas complices de una reducción absurda del amplio espectro de convicciones que radican o pueden radicar en la conciencia humana, no tiene otro fundamento que la confusión que la tradición clerical del nacionalcatolicismo en España ha creado en el imaginario colectivo. De ahí que trate tal confusión como un prejuicio histórico, que va en contra del sentido genuino de los términos “espiritualidad” y “religión”. La libertad espiritual, por tanto, se identifica con “libertad de conciencia”, y no con “libertad religiosa”, que es un término absurdo, falaz y restrictivo (como muy bien ha mostrado usted), igual que lo sería la expresión “libertad atea”, o “libertad agnóstica”.

    Entiendo que algunas expresiones sacadas de contexto de nuestro libro le puedan llevar a interpretar que de nuestro análisis se deduce que no existen más opciones espirituales que la creencia religiosa (como si no existieran creencias no religiosas), el ateísmo y el agnosticismo. Quizás a la hora de redactar el libro, en alguna de sus partes, hemos sido victimas igualmente de ese prejuicio histórico. Sin embargo, una lectura de conjunto del libro pretende dejar claro que la libertad espiritual o libertad de conciencia incluye a los creyentes, de cualquier signo, ateos y agnósticos. Por supuesto, hay formas de creencia que no necesariamente están ligadas a la creencia en un Dios personal, unitario, etc. Usted cita el lamaísmo o el animismo. Incluso hay formas de creencia que están arraigadas en el seno de un planteamiento materialista. Marx, por ejemplo, militaba en favor de una igualdad real entre la burguesía y el proletariado que acabara con las luchas de clases existentes en la sociedad desde la perspectiva del materialismo histórico, que reinterpretaba el materialismo dialéctico de Hegel (no hemos de olvidar que la defensa de unos valores morales, como la libertad, la igualdad, etc. no deja de ser una forma de dar sentido a nuestras actuaciones y a nuestro estar en el mundo, y por tanto, trascienden el mero ámbito de lo material). En el caso de Marx, el fundamento de esta búsqueda de la igualdad no provenía de una instancia transcendental (“la religión es el opio del pueblo”), sino de la propia concepción inmanente del ser humano como portador de unos derechos naturales, entre ellos el derecho a disponer de la propia fuerza de trabajo y de su producto, que estaban siendo conculcados por el progresivo capitalismo industrial. Marx creía en la igualdad. Así, usted plantea la pregunta: “La comunidad animista de Nigeria que no cree en Dios, sino en seres numinosos, ¿son ateos o agnósticos?”. Yo no tendría ningún problema en considerarlos dentro de la opción espiritual creyente, aunque ese tipo de creencia no corresponda a la creencia en el Dios cristiano. Por tanto, cuando decimos que existen tres grandes opciones espirituales (la creencia de cualquier signo, el ateísmo y el agnosticismo) no creo que caigamos en ese reduccionista simplista que usted denuncia. Incluso hemos defendido lo mismo que usted, a través de los textos de D’Holbach y Bayle, cuando denuncia que el ateísmo no puede ser considerado como una opción meramente negativa (no creer), como si los ateos carecieran de concepciones positivas en cuanto a la virtud moral o a la filosofía. Valga el caso de Marx. Todos los ateos se escandalizarían si sugirieramos que el no creer en Dios significa no creer en nada, al estilo de Dovstoievski (“Si Dios no existe, todo está permitido..”) Los defensores del laicismo, si queremos ser consecuentes, debemos darle un tirón de orejas a Dovstoievski, así como a aquellos que propugnan que el ámbito de la creencia se circunscribe a la creencia religiosa. Creo que estará perfectamente de acuerdo conmigo en este punto.

    Si me he explicado bien, habrá quedado claro que cuando utilizamos la expresión “libertad espiritual” (y las tres grandes opciones espirituales), en un sentido riguroso, al margen de prejuicios históricos de determinadas épocas y lugares, estamos haciendo referencia a un principio universalista inherente al pensamiento laico, que no está ni mucho menos ceñido a ningún corsé o molde particularista, como puede ser el lenguaje teológico.

    Queda igualmente contestada la crítica que encuentra las raíces de esta expresión en el lenguaje teológico de Agustín (Yo no lo hubiera beatificado nunca: vease el texto XII), que plantea la dicotomía mundo espiritual/mundo terrenal. La expresión “libertad espiritual” y su sentido no está dentro del planteamiento teológico de Agustín de Hipona (en tal caso hubiera sido legítima la crítica que usted plantea al denunciar que los principios del pensamiento laicista permanecen “encorsetados en el lenguaje de la teología”). Cabe entenderla más bien en el seno de la dicotomía materia/espíritu, que es un problema filosófico y no teológico, tal y como he tratado de exponer brevemente más arriba. 

    Por otra parte, usted critica la idea de que la religión se vincula a una autonomía del mundo espiritual con respecto al mundo temporal. La religión, en tanto creencia que une libremente a los fieles en torno a unos dogmas y al culto a una divinidad determinada, no debe confundirse con clericalismo, que es la ilegítima deriva política de la religión, es decir, la pretensión de dominación de una religión particular sobre la esfera pública a través de la captación de poder público. Un ejemplo claro de clericalismo lo tenemos en España con las continuas declaraciones y acciones de la Conferencia Episcopal Española. Pero no debemos caer en el error de identificar a la Conferencia Episcopal Española con el conjunto de los creyentes católicos de España. No en vano, muchos católicos españoles no se sienten representados por un órgano fanático y clerical que dista mucho de lo que debe ser una religión. Se oye por doquier la impronta “Creo en Dios, pero no en los curas”.

    El laicismo, en orden a hacer efectiva la igualdad de trato de todas las convicciones u opciones espirituales, debe luchar contra todo clericalismo que pretenda ostentar un poder temporal sobre las bases ideológicas de un credo particular. Hemos de distinguir entre religión y clericalismo. La laicidad no está en contra de la religión, al igual que no está en contra del ateísmo ni de ninguna otra opción espiritual, pero sí está en contra de todos los tipos de clericalismo. El clericalismo, del signo que sea, es por definición una “instrumentalización política de cualquier ideología particular (entre ellas la religión)”, y por tanto atenta contra el principio de la libertad de conciencia o libertad espiritual, y contra el principio de la igualdad de trato de todos los ciudadanos, independientemente de la opción espiritual a la que libremente se adhieran.

    Muchos creyentes religiosos, que viven su creencia como una “persuasión íntima de su conciencia” (Bayle), dentro de los límites de la vida privada, se sentirían ofendidos cuando usted propone que “las religiones (especialmente las monoteístas) son política, nada más que política y exclusivamente política”. Sin ir más lejos, otro de los autores recogidos en nuestra antología, Leopoldo Alas “Clarín” explicaba cómo se puede ser defensor de los principios del laicismo sin dejar de ser católico, simplemente separando los ámbitos privado y público, y confinando la vivencia de la religión católica al ámbito privado. Victor Hugo, católico confeso, decía “Yo quiero al Estado a lo suyo, y a la Iglesia a lo suyo”. E Immanuel Kant, protestante pietista, denunciaba la práctica clericalista del cristianismo histórico (lo que llamaba “el libro negro del cristianismo histórico”), que no tenía nada que ver con lo que debería ser la vivencia genuina de la religión cristiana, al margen de todo clericalismo.

    Sólo en este sentido el laicismo, y el proyecto político de la democracia, debe tener en cuenta la “autonomía del orden espiritual”: Cada cual es libre de seguir su propias convicciones, que nunca pueden ser impuestas ni prohibidas. En este sentido un Estado confesional, que reconozca una religión oficial, estaría “mancillando la autonomía del orden espiritual” en el sentido que está imponiendo una opción particular al conjunto de los ciudadanos. El Estado español, desde mi punto de vista, sigue siendo un estado confesional, puesto que sigue otorgando privilegios públicos ilegítimos a la Iglesia católica que hacen que, aunque no “imponga” –en el sentido fuerte de la palabra- una religión a los ciudadanos y no prohiba no ser católico, sí “orienta” –soy demasiado benévolo utilizando este término- las conciencias en un sentido muy determinado, y con mucha “mala fe”, en el sentido sartreano del término (piénsese en la existencia de clases de religión católica en los colegios y los institutos públicos, con profesores de religión puestos a dedo por los obispos, y pagados con dinero público).

    El orden político no puede entrometerse, por tanto, en las vivencias de las diferentes convicciones particulares, que deben permanecer en todo momento dentro del ámbito de la libertad individual, siempre y cuando tales convicciones particulares no traspasen los límites marcados por los principios universales de justicia y los derechos humanos. Y aquí no hay ninguna discrepancia entre lo que usted plantea y lo que nosotros exponemos en el libro. Me identifico totalmente con sus palabras, cuando dice que en un Estado democrático, laico, es importante respetar el principio de la no intromisión de los poderes públicos en los asuntos de conciencia… “pero esto es un requisito insoslayable mientras tales colectivos no delincan y no conculquen los derechos humanos. Y, en el caso de que lo hagan, no sólo la intervención es legítima sino que es exigible por parte de quienes se ven vulnerados. Y aquí no puede haber ningún trato de excepción o de privilegio por el hecho de que tengan un carácter espiritual”. Evidentemente, cuando un acto atenta contra los principios universales de justicia, o contra los derechos humanos, ese acto deja de tener un carácter privado, y pasa a ser de carácter público, aunque tenga lugar en el seno de una comunidad religiosa. Este es precisamente el argumento que se utilizó en Francia para prohibir en las escuelas públicas de la república el velo islámico y otros signos religiosos ostensibles. En el caso de España es más claro aún: en algún foro últimamente he manifestado mi opinión de que la Conferencia Episcopal Española, y su portavoz Martínez Camino, deberían ser juzgados por algunas de sus declaraciones públicas. Por ejemplo, cuando advierte a los diputados católicos que si, en el ejercicio de su papel como diputados (esfera pública), defienden o no hacen nada ante la propuesta de reforma de la ley del aborto, estarán cometiendo “pecado público” y están concurriendo en “herejía”, y serán castigados por ello, entiendo que traspasan los límites de la libertad de expresión, que es un derecho amparado en la constitución. Pretender recuperar los términos de “herejía” o “pecado público” en el seno de una comunidad religiosa parece demasiado peligroso como ser pasado por alto; pero si eso ya no es tolerable, que pretendan rescatar su poder vinculante en el ámbito del ejercicio del deber en el ámbito público traspasa de forma flagrante todos los límites de lo que debe ser tolerado.

    Le invito a leer un artículo de Fernándo Savater, muy riguroso y de menos carácter divulgador de lo que nos tiene acostumbrados, titulado «¿Es tolerable la tolerancia religiosa?», publicado en el número 39 de la revista ISEGORÍA. Revista de Filosofía Moral y Política. En este artículo Savater defiende exactamente lo mismo que usted y yo: es importante tolerar las diversas opciones espirituales. Pero existen límites. Por ejemplo, cuando los grupos de presión clericales que se erigen como representantes de una religión pretenden que en las clases de biología de una universidad se den clases de creacionismo, en vez de estudiar la teoría de la evolución, entonces la tolerancia no está ni mucho menos justificada. En mi libro ¿Debemos tolerarlo todo?, expongo la misma idea, a saber, que la tolerancia solo es una virtud mientras no se superen los límites que la separan del vicio. “Tolerar” los atentados contra la dignidad de las personas, contra la libertad de tener unas convicciones propias y libres, o “tolerar” las amenazas públicas que continuamente vierten sobre los medios de comunicación los altos representantes de la Iglesia Católica en España ya no es una virtud. Se convierte en un vicio. Para poder considerarnos tolerantes tenemos que tener muy claros unos límites que no se pueden pasar, y si se traspasan es legítimo desde el punto de vista de la justicia no tolerar.

    Coincido con usted cuando denuncia a ciertos partidos políticos actuales (el PSOE entre ellos) que por no buscarse problemas, trastocan el sentido genuino de la “autonomía del ámbito espiritual”, convirtiéndola en una especie de permisivismo absoluto donde todo vale si viene disfrazado con los ropajes de la religión, incluso los más graves intentos de conculcar los derechos humanos. Según esto, me parece por ejemplo que no debemos permanecer indiferentes ante las declaraciones de Angel Gabilondo, ministro de educación, cuando ante la pregunta por la pertinencia de prohibir los crucifijos en las escuelas públicas, manifestó que la decisión debería adoptarla cada colegio particular. Sorprendente e intolerable falta de responsabilidad pública.

    Agradeciéndole de nuevo su reflexión crítica, espero haber intentado explicar mi posición en esta controversia, que considero eminentemente conceptual, con la mayor claridad posible.

———-

El debate consta de otras tres partes: 

Libertad espiritual I (Artículo de Juan Francisco González Baron)

Libertad espiritual III (Réplica de Henri Peña Ruiz)

Libertad espiritual IV (Respuesta de Juan Francisco González Barón)

 

Total
0
Shares
Artículos relacionados
Total
0
Share