Estamos prácticamente en campaña electoral en un momento de gran incertidumbre política y no es raro volver a oír, cuando ya nos urgen con el IRPF, de grupúsculos con muchísimo poder. Como quiera que los colegios concertados también han entrado en campaña para reafirmar sus cuotas de fidelizados, cabe referirse a dos entes poderosos en ese y otros procesos: la Iglesia católica –que, según estudia Ángel Munárriz, podría llamarse Iglesia. S.A.– y los empresarios que han visto en la enseñanza un sector de creciente interés rentable a poco que se amplíen subvenciones, conciertos y deducciones fiscales.
Las raíces históricas
Lo que denominamos Iglesia abarca un conglomerado de instituciones, organizaciones y creyentes con diversas tendencias, genéricamente en sintonía con el Vaticano. Su atención al mundo educativo viene de una historia potenciada desde el siglo IV, cuando la querencia del poder político romano facilitó a sus jerarcas controlar el valor simbólico de maestros de la verdad y propagar esa unicidad contra toda heterodoxia discrepante. Lo recursos para la apología de esa razón vital procedieron de dos vías complementarias: los pobres como excusa para recibir y gestionar donativos, y la muerte como razón religiosa –subyacente a muchos rituales desde los orígenes de la humanidad- fundante de su existencia. De ambas fluyeron las limosnas y legados fundacionales que alimentaron los feudos monásticos y episcopales desde los albores medievales. ¿Son un precedente de fundaciones de algunos colegios privados?
La desamortización de las propiedades que habían amparado a la Iglesia antes de 1789 coincidió con la preocupación por democratizar el derecho la educación. La necesidad de allegar recursos hizo que abriera su presencia educadora a sectores de la burguesía e, incluso, del mundo obrero. Al desarrollar para esos segmentos iniciativas diferenciadas y reactualizar organizaciones que, como los jesuitas, habían nacido principalmente para los hijos de la nobleza, el resultado fue una gran variedad, más prolífica desde la Rerum novarum en 1891, como aliada en la gestión de la caridad para frenar cuanto, desde “la cuestión social”, pudiera poner en peligro el orden instituido. En España, el apoyo vaticano a la legitimidad de Isabel II, frente al carlismo, ya se había saldado, en el Concordato de 1851. El Estado, entre otras cesiones, subsidiaría la vigilancia eclesiástica para que no se enseñara nada –incluso en la Universidad- que no fuera “del todo conforme a la doctrina de la religión católica”, y para censurar “cuanto pudiera pervertir los ánimos de los fieles y corromper las costumbres”. El acuerdo facultó a los eclesiásticos para crear instituciones docentes y tanto la Ley de Instrucción Pública, en 1857, como la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, se inscribieron en ese circuito en que se profesaba la confesionalidad del Estado y la unidad católica.
Pero desde que en 1905 se estableciera en Francia una clara separación de Iglesia y Estado, además de que en España crecieron sobremanera los colegios católicos –que Canalejas tendría que limitar en 1910-, se escenificaron desencuentros especialmente virulentos con cuantos como la ILE invocaran educar en libertad. Como presagiaban los últimos testimonios recogidos por Yvonne Turin en: La educación y la escuela en España de 1874 a 1902 (Aguilar, 1967), irían a más. Antes de que la II República intentara imitar a Francia, ya había una verdadera “guerra escolar”, que culminaría con depuraciones de maestros, profesores y científicos, y que privaría a varias generaciones de buenos docentes. El Concordato de 1953 –en un momento de enorme aislamiento internacional de España- reafirmó el poder educativo de la Iglesia, y a ella fueron a parar -según reivindicó Carrero Blanco en 1972- unos 300.000 millones de pesetas de la época, cuando ni siquiera con el desarrollismo había escuela para todos. Esos recursos propiciaron que la Iglesia de esos años suplantara al Estado como Magistra. Aquellos seminarios y conventos, además de multitud de colegios de distintas congregaciones y parroquias -y del control que ejerció desde el Ministerio Nacional de Educación, el CSIC y los Departamentos universitarios- fundamentaron el potencial educativo actual de la Iglesia, principalmente en el sector privado y concertado, pero también en el estrictamente público con la presencia de su catequesis en el currículum escolar.
El colegio y la escuela
Los Acuerdos de 1976-79 le dieron cobertura a esa situación predemocrática. La legalizaron en el art. 27CE y sus posteriores desarrollos, entre ellos los conciertos educativos en 1985, cuando la LODE le garantizó la provisión de recursos del Estado. Para justificarla, se esgrimió durante un tiempo la limitada capacidad del Estado para universalizar la extensión de la educación hasta los 14 años. Pero, al margen de que solo fuera medio verdad, del lado católico no han cesado de incrementarse las demandas de apoyos y conciertos bajo una supuesta “función social” en competencia con la red pública. Además, aunque muchos conciertos han cumplido el contrato pactado, en otros se ha institucionalizado un mundo aparte con pretensión de que esa red educativa, conceptualmente diferencial y destinatarios con niveles y proyección social acordes, sea el eje de un sistema, en el que a los centros públicos correspondería un papel subsidiario. Igual que, hasta casi los años setenta, había sucedido con la escolarización escolar
Del arraigo de esta tendencia selectiva, de pura demostración social, incentivada desde algunas Consejerías autonómicas y consagrada en 2013 por la LOMCE, da cuenta el crecimiento de iniciativas. Hoy, la red de enseñanza privada y privada-concertada –un 35% del sistema educativo español, con diferencias autonómicas, y según etapas educativas- aglutina emprendedores que disputan presenciasignificativa en ese conjunto a los eclesiásticos. Grandes inversores internacionales ven propicio este mercado y los empresarios de Valencia quieren que se mimetice la educación con sus necesidades de negocio; igual que cuando la Iglesia quería que se identificara con sus supuestos culturales.
La Ley Celáa
Esta historia pesa. Las dejaciones de diversa índole operadas en este terreno durante largo tiempo contarán en el voto de las elecciones que se avecinan. Polarizan posturas con supuestos que, todavía intangibles en la etapa de Méndez de Vigo, dificultan necesarios acuerdos en las políticas educativas a que alude el primero de los 110 bienintencionados compromisos electorales del PSOE. De hecho, los intereses eclesiásticos siguen casi intactos en la segunda de estas promesas, la propuesta de ley para revertir la LOMCE, pese a que a España le sale muy caro sostenerlos si, además de su opacidad, se tienen en cuenta las cuantías que, según Europa Laica, implican para, en definitiva, promover una imagen social particular, distorsionadora de la igualdad laica de todos.
El clima es que, por muy favorables que resulten las elecciones para revisar este engranaje anclado en el art. 27CE o denunciar los Acuerdos con el Vaticano, el centro y la derecha política española se opondrán. Pero seguramente también el PSOE, si renovara la posibilidad de Gobierno, seguirá ambiguo en este terreno de la laicidad, en continuidad de sucesivas contradicciones que ha acumulado desde 1982 entre palabra y obra. Antes que afrontarlo en serio, entre las limitadas posibilidades del paso por la Moncloa en estos meses han preferido entretenerse con la dudosa exhumación del dictador. Mientras, en estos 110 compromisos, los Acuerdos siguen parasitando recursos del Estado para supuestos fines sociales. Por tanto, pese a la creciente secularización, la situación política favorece que la jerarquía eclesiástica siga fagocitando el valor simbólico de la educación, la sanidad y diversas maneras de ayuda social en el uso de recursos públicos a beneficio de su marca católica.
Ascensor social
En plena expansión neoliberal, esta imagen debilita la de un Estado capaz de construir por sí mismo la armonía ciudadana. El desafío urgente parece que fuera, más bien, lograr pronto un Estado mínimo que, muy frágil en casi todo, solo se ocupe del orden público, lo que favorece a las empresas del sector educativo privado y genera que, desde las autonomías, se incentiven dinámicas contrarias a la enseñanza pública. Vótese o no se vote, arriesgado será no advertir, en cambio, que la movilidad social se ha estancado. Los datos últimos de la OCDE son inclementes para las expectativas de quienes tengan ingresos bajos o ni eso. Los hijos de padres trabajadores tienen un 50% de posibilidades de seguir perteneciendo a ese grupo en que habitualmente repiten las características de escolarización precaria, justo al revés de los hijos de quienes meramente por tener estudios universitarios tienen un 48% más de renta.
Si en estos años, pues, han aumentado las desigualdades en recursos -incluido el acceso a la educación como “ascensor social”-, lo que esta recapitulación histórica plantea a todo votante interesado en el futuro educativo, es que un proyecto de ley como el de la promesa nº 2 del PSOE pretendiendo revertir la LOMCE de raíz, no puede soslayar qué aporten los colegios concertados –con o sin apoyo de la Iglesia jerárquica- en la reducción de la inequidad. Las buenas intenciones teóricas que pueda tener ese texto le restarán autoridad moral para que las Autonomías revisen, igualmente, lo que esté pasando en centros de la red pública donde persisten estilos y cuotas de selección y discriminación no muy distintas de las consentidas en algunos colegios de la otra. De ningún modo –según la Teoría de la Justicia de John Rawls- pueden compaginarse en el mismo plano libertad e igualdad educativas protegiendo disparidades de trato por nacimiento, razones económicas o capital cultural, que hagan improbable el éxito de muchos que acceden a la escolarización obligatoria. Ese es el reto según la ONU: el derecho a la educación no se cumple si no es inclusiva y no propicia la igualdad de oportunidades.
Manuel Menor