¿Qué hace falta para alcanzar en España un Estado verdaderamente democrático? La neutralidad del Estado y el esfuerzo por distinguir entre la ética individual de la pública convierten la laicidad en la condición de posibilidad de una convivencia pacífica
Observando detenidamente la relación del Estado español con la religión (todas las iglesias y especialmente la católica) es difícil evitar la perplejidad.
De una parte, la Constitución del 78 parece abogar globalmente por la separación de las esferas civil y religiosa. Y, en esta dirección, el Tribunal Constitucional, que tradicionalmente ha definido el Estado español como “aconfesional”, en su sentencia 46/2001 del 15 de febrero, declara que el art.16.3 introduce constitucionalmente una idea de “aconfesionalidad o laicidad positiva”. Dejando aparte de momento la calificación que se hace de la laicidad, deberíamos concluir que, jurídicamente hablando, el Estado español es laico. Lo que armoniza bien con los últimos datos que nos proporciona la sociología sobre el comportamiento religioso de la sociedad española que, en pocos años, se ha puesto a la cabeza de la secularización en Europa (cfr. Razón y fe, 1416 octubre 2016). Secularización que, sin embargo, no se traduce luego, como veremos a continuación, en instituciones y prácticas laicas del Estado.
Pero, por otra parte, no podemos cerrar los ojos ante lo que estamos viendo y los medios alternativos están denunciado a diario: que el Estado español está subvencionando a la Iglesia católica y a las otras religiones e iglesias de “notorio arraigo”, que el Estado mantiene, y el Gobierno del PP incrementa, la presencia institucional de la religión en la escuela pública, que subvenciona económicamente la asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas, que introduce la religión en los actos civiles institucionales, que mantiene y no reacciona en contra de la inmatriculación religiosa de inmuebles públicos, etc.
La mayoría de los movimientos sociales y de los partidos políticos de izquierda (cuando están en la oposición parlamentaria) apuestan por la derogación de la base jurídica de estas prácticas “confesionales”: los Acuerdos del Estado Español con la Santa Sede del 79. Pero es más llamativo y provocativo que la denuncia arranque también desde Redes Cristianas y otras instituciones que nunca han renunciado a su pertenencia a la Iglesia católica.
Ante la perplejidad que nos deja este estado de cosas, ÉXODO se pregunta, desde diferentes claves, por lo que nos está faltando para alcanzar un Estado verdaderamente democrático y laico en España. Y esto tiene mucho que ver con el concepto filosófico y político de una laicidad que consideramos aún pendiente.
La laicidad se basa en principios intrínsecos a la democracia y a los Derechos Humanos, tales como la libertad de conciencia, la igualdad de derechos sin privilegios ni discriminación y la universalidad de las políticas públicas. Con ese enfoque, Francisco Delgado hace balance y analiza las causas de las carencias en laicidad de nuestro entramado político y social. Pero el suyo es también un ‘punto de mira’ propositivo basado en tres ejes de actuación: garantizar la independencia efectiva del Estado con respecto a cualquier confesión religiosa (neutralidad ideológica de las administraciones), eliminar todo privilegio o discriminación en el trato económico, jurídico y fiscal para las entidades de carácter privado, sean religiosas o no (igualdad de derechos ante la Ley y separación de los ámbitos público y privado), y garantizar una Educación laica como derecho universal, igual e integrador, dentro de un proyecto común de ciudadanía.
Para la entrevista de este número pensamos sin dudar en Rafa Díaz-Salazar, quien nos ha regalado unas espléndidas respuestas. Su amplio y profundo conocimiento de las diversas facetas y problemáticas, así como de las complejas relaciones de esta temática con los más importantes ámbitos de la cultura, con el cristianismo profético o con los partidos políticos, de la derecha y particularmente de la izquierda, ha hecho posible este intercambio de opiniones que hemos juzgado de espléndido.
Desde la crítica a la tesis del filósofo John Locke sobre la tolerancia que, sin abandonar la fundamentación religiosa, defendió más bien una “política” que una “ética” de la tolerancia, “ejercida desde arriba” y que llega a considerar legítima la intolerancia contra católicos y ateos, César Tejedor, siguiendo la siempre fecunda inspiración de Kant, defiende el ideal político del laicismo basado en los tres principios que constituyen la razón de ser del Estado moderno: la libertad de conciencia, la igualdad de trato de todos los/as ciudadanos/as y la referencia al interés general. Después de defender la ética laica de las críticas de relativismo, nihilismo y universalismo abstracto, Tejedor concluye afirmando que el principal objetivo de esta ética no es otro que el fomento de una ciudadanía democrática, libre, y responsable a partir del reconocimiento de las libertades individuales y la igualdad inalienable de todos los seres humanos.
La ética laica es la mejor expresión de una ciudadanía democrática plena, afirma Luis Mª Cifuentes. Es universal y sus valores morales y cívicos garantizan el pluralismo moral y religioso, manifiestan lo más profundo de la condición humana y la exigencia de compartir lo esencial de cada persona: la dignidad, junto al cumplimiento de los derechos individuales y sociales reconocidos en los DD.HH. La neutralidad del Estado y el esfuerzo por distinguir entre la ética individual de la pública convierten la laicidad en la condición de posibilidad de una convivencia pacífica en el marco de una sociedad que respeta el pluralismo político, moral y religioso. La democracia, concluye Cifuentes, se opone a la teocracia; y la conciencia democrática implica la tolerancia cuyos límites están en la violencia y el fanatismo.
Tanto el judaísmo como el cristianismo, su heredero en parte, son, a juicio de Xabier Pikaza, religiones laicas que han fecundado y potenciado el mayor proceso de secularización de Occidente. A través de sucesivas rupturas, el judaísmo llegó a superar el culto a los sacrificios y ritos sacrales del templo hasta convertirse en religión de la Palabra, de la Ley y de la Vida humana. Por su parte, la mayor inspiración laica del cristianismo arranca desde su mismo fundador, Jesús de Nazaret, que no fue sacerdote ni obispo sino laico. Predicó el Reino de Dios (una forma de sociedad alternativa, articulada desde la justicia, el perdón y la concordia) que no baja desde poderes superiores sino que está y se identifica en forma de protesta con la vida misma de los seres humanos, especialmente desde los pobres y publicanos, prostitutas, hambrientos, enfermos y excomulgados de la sinagoga. A pesar de la resacralización que se hizo de su mensaje ya desde los primeros siglos, el cristianismo sigue estando llamado a animar procesos de secularización hasta la utopía de una sociedad laica, es decir, humana, liberada de toda tutela exterior.
No obstante esta llamada, la sombra del nacionalcatolicismo se alarga hasta nuestros días. Amplios sectores cristianos, aún después del Vaticano II y la teología de la liberación, mantienen, como afirma Benjamín Forcano, una mentalidad eclesiástica antimoderna, contraria a la laicidad. Una visión imperialista de la religión que, como reacción, está haciendo posible la reivindicación más firme de la laicidad en otros sectores más críticos del cristianismo.