RESUMEN
La sociedad política óptima y sus prestaciones básicas son el objetivo a largo plazo de las minorías religiosas dentro de un Estado laico, donde la relevancia intercultural del principio de laicidad va ligada a la idea de ciudadanía plena. En este ámbito, las identidades colectivas son expresión de las identidades personales, y su participación se reclama como una prestación-deber configurando un marco idóneo para la materialización y la efectividad de los derechos humanos; cuyo proyecto inmediato es la educación ciudadana que garantiza una ética pública configurada por y para todos los ciudadanos y los grupos en que se integran.
INTRODUCCIÓN
El concepto de buena sociedad, entendida aquí como la sociedad política óptima para determinados grupos de personas o minorías excluidas del discurso sobre los derechos, vuelve a ser objeto de discusión por parte de la teoría política. Las causas de este debate son, por un lado, la presión migratoria que sufre Europa y, por otro, la doctrina del multiculturalismo1.
Si nos centramos en ambas razones, podemos observar un mismo aspecto de la problemática a la que se enfrentan actualmente doctrinas como el pluralismo, el multiculturalismo y el interculturalismo. Se trata de la difícil e incluso conflictiva actitud que adopta la sociedad política que acoge las convicciones y creencias de origen de los inmigrantes2.
Desde este punto de vista, cabe decir, en primer lugar, que el pluralismo postula el reconocimiento recíproco de las distintas identidades religiosas que conviven en una misma sociedad política, donde el poder se diversifica en una pluralidad de asociaciones voluntarias que contribuyen a la concordia; asegurando, por una parte, un marco de convivencia basado en el respeto que supone una sociedad de carácter multicultural para esas identidades y, por otra, una manera de identificar a la sociedad liberal democrática con un conjunto de principios universales que requieren la lealtad de todos.
En segundo lugar, que el multiculturalismo presupone una sociedad plural que otorga igual valor a las distintas culturas que coexisten en una misma sociedad política, relativizando, por tanto, el propio significado de valor; y contribuyendo más a la diferenciación de aquéllas que a su propia integración, mediante la defensa de una necesaria autonomía total de cada identidad. De modo que, este relativismo cultural entra en conflicto con la concepción universalista de los derechos humanos y civiles, y de sus respectivos deberes.
Y, por último, sin perjuicio de las anteriores teorías3, advertimos que la relación entre las distintas culturas dentro de una misma sociedad política exige, aparte del reconocimiento de los derechos civiles, políticos y sociales, un esfuerzo de alteridad como complemento necesario de la identidad, que suponga la inclusión de la minoría y la reciprocidad con ésta.
Se trata de un objetivo al cual sólo parece aproximarse el interculturalismo o modelo que tomamos como referencia, en los mismos términos que lo hace la doctrina cuando describe el respeto de la identidad de la minoría como fuerza centrífuga; y la tendencia estatal a integrarla como fuerza centrípeta, sin consecuencias adversas4. Pues ello refleja que, en la tensión dialéctica existente entre ambas fuerzas, es preciso apostar por la participación y la cooperación de los grupos desde un paradigma igualitario fundamentado en una educación específica, tal y como veremos.
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