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La Ilustración desvalida

Cuando actualmente hablamos de civilización occidental damos por supuestas multitud de ideas -de las que mayormente no somos conscientes- sobre las que los europeos de hoy hacemos nuestras vidas, y que se traducen en normas y creencias que apenas se discuten; salvo en los momentos de crisis.

Uno de los más significativos componentes del humus cultural en el que hunde sus raíces la civilización occidental lo constituye el legado de la Ilustración. En su Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? el filósofo alemán Inmanuel Kant escribió:

«Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo. Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro. Uno mismo es el culpable de dicha minoría de edad cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino en la falta de resolución y valor para servirse del suyo propio sin la guía del de algún otro. Sapere aude! ¡Ten valor para servirte de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la Ilustración».

En efecto, esto supuso la ilustración para una Europa que ya había entrado en relación dialéctica con el Nuevo Mundo y que desde el siglo XVII empezaba a valorar la racionalidad y el conocimiento como fundamentos de la civilización y su progreso orientado al fin legítimo de la felicidad (terrenal) del ser humano. Las palabras de Kant eran la expresión consecuente de la toma de conciencia del valor de la autonomía del entendimiento humano libre ya de tutelas multiseculares, sobre todo de carácter religioso, que habían constreñido, si no censurado sistemáticamente, el libre ejercicio del pensamiento. Durante todo ese tiempo, que el llamado Siglo de las luces quiere dejar atrás, la idea de progreso en la historia del saber es tabú; sólo cabe la preservación de aquellas “verdades” que cristalizaron tiempo ha en dogmas, así como la prevención ante cualquier propósito de investigación que los ponga en entredicho. El ilustrado no encuentra excusas para justificar que el hombre, en posesión de tal conciencia, permanezca en ese estado de minoría de edad a sabiendas de que eso implica el mantenimiento de tutelas ajenas a su propio entendimiento interesadas siempre en elevar su heteronomía a la categoría de idiosincrasia. Por eso concluye su texto el citado filósofo alemán con esa exhortación al uso del propio entendimiento libre de censuras autoritarias. Si hubiese que comprimir en una idea (diríase en un tuit, para estar a la moda) todo lo legado a la cultura europea por la ilustración me atrevería a afirmar que cabe en esa exhortación.

De ella se han ido derivando una serie de corolarios que han tenido su asiento en las diversas parcelas de la que actualmente reconocemos como cultura occidental, verdadero epifenómeno histórico de la europea. Uno de esos corolarios, seña de identidad del ideal del Estado moderno, presente incluso en los textos constitucionales de los países más asentados en la democracia a uno y otro lado del atlántico, es la laicidad del Estado. No podía ser de otro modo, pues en lo relativo a la religión, era ineludible el conflicto desde el principio, dada su demostrada propensión desde tiempo inmemorial a la persecución del librepensamiento. Al mismo tiempo, la confusión entre poder político y eclesiástico había tenido efectos apocalípticos para la población europea con continuos episodios más o menos prolongados en los que se había llevado a buena parte de la misma a la exanguinación; piénsese, si no, en lo que supuso en los albores del Siglo de las Luces la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). El proceso europeo de laicización se consolidó políticamente cuando en 1905 la Cámara de los Diputados de la República de Francia proclamó la Ley de separación del Estado de las religiones el 9 de diciembre. Se trataba, en definitiva, de desactivar el asunto religioso como detonante de conflictos, salvaguardando la libertad de conciencia, en la que se incluye la libertad religiosa, y reservando el dominio político al debate racional de ideas dotando así a las instituciones de las condiciones necesarias para el gobierno democrático. Es esta, no obstante, una pugna inconclusa que se halla en situación diversa dependiendo del país del que se trate; no se reconoce ni se practica igualmente la laicidad en Francia que en España. Aunque, en cualquier caso, y en la Europa heredera de la Ilustración, la secularización, mal que bien, se ha acabado imponiendo. Porque era lo razonable.

Pero no basta con tener razón. Ésta carece del poder aglutinante que poseen todas las religiones, incluso esas religiones embrionarias que son las sectas. La razón conlleva el deber de la duda, como se hizo evidente en la filosofía de René Descartes, uno de los padres del pensamiento moderno; y la duda es un potente agente dispersor de rebaños. La modernidad ha sido tan diligente en el ejercicio de la duda que, en el último tramo del siglo pasado, dio lugar a la sospecha posmoderna que ha llegado a aplicarse, incluso académicamente, sobre la propia razón, a la que se llegó a tachar de eurocentrista, poniendo en solfa el discurso racional, relativizándolo y colocándolo a la misma altura de veracidad que cualquier dogma. Esta deslegitimación de la racionalidad promovida desde ciertos sectores políticos e intelectuales pertenecientes, sobre todo, al ámbito de las ciencias sociales, ha ocurrido pareja a la transformación del paisaje social europeo resultante de una poderosa corriente migratoria global que ha devenido en la realidad insoslayable de la multiculturalidad, la cual ha encontrado respuesta, en el descrito contexto intelectual de acentuado sesgo relativista, en el multiculturalismo, postura que ha llegado a padecer de cierta rigidez ideológica cuando se torna ciega a su problematicidad; pues el conflicto es ineludible cuando se plantea colocar el respeto de las diversas tradiciones étnicas por encima de los mínimos que exige la convivencia cívica en el Estado democrático forjado con los ideales liberales de la Ilustración. En esta coyuntura nos hallamos en el tiempo presente: a Europa no le queda más remedio que dar con el modo de ser sentida como lugar de pertenencia, como patria para todos aquellos derivados de otras comunidades de identidad diversa, que no deben sentirse extraños, que tienen que sentirse ciudadanos europeos. Para lo que necesitamos fomentar un sentimiento de comunidad y forjar en los individuos un sentido identitario vinculado a la misma. Ante este desafío histórico el espíritu ilustrado ha de mostrar su temple, y desde la razón debe proyectarse más allá de la lógica abstracta a la concreción práctica.

Ya tenemos experiencia en la historia europea de lo que ocurre cuando esa fuerza aglutinadora que ejercía la religión cristiana la pasa a tener el nacionalismo, el fascismo o cualquier totalitarismo, que explotan perversamente esa necesidad humana de pertenencia a una comunidad sobre la que se afianza la identidad del sujeto (¿no era Chesterton quien advertía que dejar de creer en Dios podía llevar a creer en cualquier cosa?) y que el discurso racional por sí solo no satisface en la mayoría de los que componen una colectividad cultural. Son las fuerzas que llevaron al despeñadero del delirio genocida a buena parte de la Europa del siglo XX, cruzando ampliamente las fronteras de la demencia, desatada en todo su horror de forma conspicua por última vez –de momento– en la Guerra de los Balcanes, en la que religión y nacionalismo volvieron a confundirse. Inagotable en el número de formas que puede adoptar ahora ha mutado en ese terrorismo que ha encontrado coartada ideológica en el Islam, y que recluta a sus ángeles de la muerte entre los mismos hijos de Europa, como se ha puesto en evidencia en los crímenes cometidos en París en el mes de enero.

Por eso, una vez extinto el incendio político y mediático que ha causado este como otros atentados acontecidos en suelo europeo, hemos de reflexionar con rigor y desde el entendimiento, que puso en valor como principal herramienta de emancipación la filosofía de la Ilustración. Porque queda latente el rescoldo, siempre fulgen amenazantes las brasas de la barbarie, incluso en las entrañas de la civilización. Y no contribuye a enfriarlas las declaraciones de guerra de nuestros líderes desde la cubierta de un portaviones (ridículo émulo Hollande del guerrero Bush) lanzando soflamas patrioteras y maniqueas que no hacen sino sumergirnos en obnubilaciones; ni son efectivos esos pactos que rezuman represión indiscriminada enmascarada como lucha contra el terrorismo, hoy por hoy una muy lábil categoría para uso arbitrario del poder (¿es terrorismo un escrache, como se ha apuntado desde algún partido político?).

Reconozcámoslo, pues: a Europa no le basta con tener razón; cabe decir: no le basta con la filosofía y la ciencia, no le basta con su discurso ilustrado sobre ciudadanía y derechos humanos, ni con mantener en cintura a la religión, no le basta con su crítica desmitificadora. Siendo todo ello herencia preciosa que debemos preservar a toda costa, hay quien viviendo en su seno no la aprecia, nada le dice; si no, no mataría a quien ejerce el libre pensamiento y su derecho a la libre expresión. Europa tiene que practicar su fraternidad ilustrada con esos que se sienten extraños a nuestro lado, demostrándoles que desde la razón cabe la compasión, ganándoselos para la civilización, impidiendo que sus almas se precipiten en el albañal sin fondo de la barbarie y el fanatismo. De alguna manera ha de cultivar una religiosidad (en su sentido de ligazón) laica, valga el oxímoron.

Recordemos en este punto las palabras de otro ilustrado reconocido, esta vez francés, Voltaire: «cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es casi incurable«. En efecto, como fracaso cognitivo que es, tal como lo define el filósofo José Antonio Marina, una vez instalado el fanatismo en la mente del individuo su resistencia a toda evidencia contraria a los dogmas que ordenan su conducta es inquebrantable. Por eso es decisiva una profilaxis pedagógica y ejemplar mediante el debido proceso de socialización que discurre por dos sendas paralelas y porosas: la intelectiva y la emotiva; siendo la segunda la que más íntimamente compromete la conducta de los hombres. El ciudadano europeo susceptible de ser abducido por ese siniestro canto de sirenas que le arrastrará al martirio absurdo de la yihad será inmune a él si desde el entorno de su vida cotidiana son cultivados los vínculos de empatía que le conectan afectivamente a aquellos que, aunque profesen otras religiones o ninguna, aunque se rijan por otros valores morales, aunque en ciertos respectos muestren una sensibilidad distinta, son sin embargo reconocidos por él en la fraternidad de la ciudadanía transcultural que define la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de ascendencia ilustrada sin duda, y que es la encarnación ético-política del ideal de progreso que alumbró la razón.

Hay, pues, que mostrar calidez desde el corazón cívico de las sociedades europeas, quitándole argumentos a quienes predican desde el fanatismo religioso (que no hay que olvidar que no es patrimonio exclusivo del Islam) que Occidente es Satán, que carecemos de alma. Y es imperativo hacerlo patente de forma práctica a través de las instituciones que han de constituir una verdadera y efectiva infraestructura de la solidaridad de tal modo que se ceda el menor margen posible a la irrupción de la anomia. Ésta es incompatible con la cohesión social –como ya advirtió el primero en definirla, el sociólogo Emile Durkheim– y sume a quienes la sufren en la más peligrosa desorientación ética. Quien se sume en ella lo hace por mor de la injusticia que duele cuando uno se ve discriminado o ve maltratados a los suyos, de modo que los fines y principios colectivos que articulan las sociedades democráticas se ven como ajenos al no estar disponibles los medios necesarios para realizarlos; y así el individuo se siente alienado y dispuesto a agredir a la comunidad que ya percibe como extraña. Si, por el contrario, reconoce en ella el amparo de su propio bienestar y el de los suyos, desactivamos una de las espoletas que puede hacer estallar el fanatismo terrorista, pues nadie en su sano juicio va a sabiendas en contra de aquello que tiene por causa cierta de su felicidad. Así que –como nos hace ver muy acertadamente André Comte-Sponville, compatriota de Voltaire– la solidaridad es la expresión política (que no moral) del egoísmo inteligente, pues su cultivo es beneficioso para todos y cada uno de los ciudadanos del Estado que la practican religiosamente; esto es: con la misma fuerza que la religión demostraba antaño en el mantenimiento de la cohesión social. Por eso hemos de cuidar los medios diseñados para garantizar su práctica efectiva por el llamado Estado del bienestar, ese invento tan europeo que no hace sino tratar de llevar a su realización las consignas un día revolucionarias pero siempre tan razonables de la Ilustración, la cual sin él se encuentra a todas luces desvalida.

José María Agüera Lorente. Catedrático de Filosofía de Bachillerato

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