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La Iglesia y sus ideologías y que predique el nuncio

Hace catorce años yo tenía una situación familiar normal y corriente. Como no soy Sergio Ramos, basta con lo básico: estaba casado, tenía una hija y un hijo. En ese momento el gobierno de Zapatero elabora una ley que permite que se casen personas del mismo sexo. Y entonces ocurrió con mi normalísima familia lo que tenía que ocurrir. Absolutamente nada. Habían tronado púlpitos eclesiales y atahonas conservadoras con que las familias como la mía estaban en peligro, clamaron en manifestaciones y anunciaron oscuridades. Como era de temer, lo ocurrido hace catorce años mejoró la vida de algunos y no perjudicó a nadie, salvo a los metomentodo episcopales y su fijación por la entrepierna de los demás. Vistos de cerca, los homosexuales parecen tan normales que lo sucedido hace catorce años, no solo fue inofensivo, sino justo, la reparación de una desigualdad necia. El problema del prejuicio, y su hermano mayor el odio, es que anida en esa zona nuestra que está fuera del razonamiento y a la que no llega el lenguaje. No les fue fácil decir cuál era el problema de aquella ley. Repetían lo de hombre y mujer, hombre y mujer, como un castañeteo mecánico de juguete averiado, balbuceaban peras y manzanas en frases que no sabían acabar y la única frase que podían pronunciar con sujeto y predicado era aquella de que no lo llamen matrimonio. Todo aquel rugido era por un problema léxico, qué gracia. Pero les pasa con más cosas. Con la igualdad de hombre y mujer, sin ir más lejos. La jerarquía eclesiástica da lenguaje, soporte dogmático y horma emocional a un principio conservador según el cual hombres y mujeres tienen distintos cometidos familiares y sociales, el hombre tiene una jerarquía y una responsabilidad superior y la relación entre los dos sexos es una versión de la que se da entre los adultos y los menores. Y de nuevo es difícil expresar este prejuicio cuando se habla de brecha salarial, de agresiones sexuales o de violencia de género. Tanto, que los metomentodo episcopales hablan muy poco de este tipo de cosas, con lo dados que son a hurgar desde los púlpitos en las vidas ajenas.

La segunda perversión es la del odio. Es una ampliación de la manida reacción de mal estudiante cuando suspende: el profe me tiene manía. Cuando los púlpitos braman para suprimir derechos, es lógica la crítica y la manifestación. Como de lo que se trata es de no razonar (recordemos que no hay lenguaje para el prejuicio), la respuesta de la Iglesia es que las críticas son manifestaciones de odio y actos liberticidas. Vamos, que es que le tienen manía. Y por supuesto el discurso conservador se humedece de Iglesia: ahí está la carcunda del Ayuntamiento de Madrid censurando a Def con Dos porque «odian». Y la tercera perversión es la del extremismo. Es comprensible. Lo extremista es extremista por estar muy lejos de otro punto. Con la misma lógica con que yo digo desde Gijón que Tokio está en las quimbambas un japonés lo dirá de Gijón. A la línea dominante de la Conferencia Episcopal le parece extremista la convivencia templada y la simple democracia por la misma razón que a otros nos parece extremista Sanz Montes o Reig Pla. La violación de niños es un crimen de muy mala familia. Pero el Concordato establece que las interioridades de la Iglesia y sus archivos no pueden ser investigados si los obispos no quieren (y no quieren). Policías y jueces no pueden investigar allí donde es sistémico ese crimen de tan mala familia, porque la opacidad legal que envuelve a la Iglesia es tan espesa como la de Guantánamo. A este tipo de tensiones con la civilización es al que la Iglesia llama extremismo. Están en su derecho. Desde donde ellos están, el estado de derecho es un extremismo.

Enrique del Teso
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