Es decir, lo que yo entiendo de todo esto, y reconozco mis limitaciones filosóficas, es que si el Creador ha querido que este niño de siete años deba ser sometido a transfusiones de sangre cada tres semanas, y a morir antes de llegar a la juventud, después de que sus órganos se vayan deteriorando de forma irreversible y causándole enorme padecimiento, ¿quién es el hombre para interferir ante la absoluta sabiduría y bondad divina? A saber que terribles pecados habrán cometido los antepasados de este niño, para que Dios haya decidido castigarlo de esa manera. En todo caso no somos nosotros, pobres criaturas, nadie para juzgarlo.
Pero ahora que el hombre ha interferido en los designios divinos, este niño podrá vivir como una persona sana el tiempo que su buena suerte le otorgue. Quizá el asunto les parezca ajeno, pero no duden que si le hemos arrebatado el placer de la venganza a nuestro Creador, sobre alguien de nosotros recaerá la ira que no ha podido descargar sobre el niño. Espero que las plegarias de nuestros obispos sepan desviar el rayo de nuestro hogar.