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La Iglesia mexicana carga contra el matrimonio homosexual

Los obispos se enfrentan a la Suprema Corte y piden vetar los enlaces gais como se prohíbe “el voto a los menores”.

Ha supuesto un fuerte avance en la lucha por los derechos civiles y se adelanta a Estados Unidos

La Iglesia mexicana ha vuelto a la carga. La histórica decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación de avalar los matrimonios homosexuales y dotarlos de plenos derechos ha desatado las iras de los obispos. En una calculada declaración pública, la conferencia episcopal clama por la finalidad procreativa de las bodas y niega a los jueces la capacidad para decidir sobre las nuevas formas de matrimonio. «Los obispos reiteramos nuestra convicción, basada en razones científicas, sociales y religiosas, de que la familia, célula de la sociedad, se funda en el matrimonio de un hombre con una mujer, que por su capacidad procreativa garantizan la supervivencia de la sociedad», indica la nota. En su argumentario, los prelados se acogen a la «tradición bimilenaria de Occidente», apelan al Código Civil de 1870 y llegan a comparar el rechazo a los matrimonios homosexuales con la prohibición del voto a los menores o a los extranjeros.

La Suprema Corte ha declarado la inconstitucionalidad de cualquier norma que establezca que la finalidad del matrimonio es la procreación o que lo defina como unión entre un hombre y una mujer. Con este paso, los jueces han puesto fin a la dispersión legal que reina en México, donde sólo en tres estados (Coahuila, Quintana Roo y el Distrito Federal) es legal y de pleno derecho este tipo de unión. El resto del país ofrece un puzle normativo que va desde el rechazo al reconocimiento parcial. «Ninguna norma, decisión o práctica de derecho interno, tanto por parte de las autoridades estatales como de particulares, pueden disminuir o restringir los derechos de una persona a partir de su orientación sexual», sostienen los magistrados.

La resolución, de obligado cumplimiento en todo el territorio, ha supuesto un fuerte avance en la lucha por los derechos civiles. Con esta base jurídica, México se adelanta a Estados Unidos y se equipara a Argentina, Brasil y Uruguay. Pese a ello, el fin de la discriminación a los homosexuales ha sido acogida con enorme frialdad por los grandes partidos políticos, responsables de las dubitativas legislaciones estatales. Ninguna de las formaciones ha mostrado su apoyo oficial a la decisión de los jueces.

Frente a este silencio, la única declaración institucional de peso ha procedido de la Iglesia. Pero el texto, pese a la irritación que refleja, está escrito con mano fría. A diferencia de las explosivas notas de antaño, en sus líneas se aprecia la llegada a la Santa Sede de Francisco, impulsor de una nueva narrativa católica. Los obispos, cuya influencia aún es notable en las zonas más conservadoras del país, no sólo se muestran respetuosos con las «diversas formas de pensar y vivir» sino que intentan despolitizar sus palabras y llevarlas, aunque con dificultad, al terreno jurídico. En esta sentido, apelan en su escrito a la cultura «bimilenaria de Occidente» y a los códigos civiles de Benito Juárez (1870) y de Plutarco Elías Calles (1928). Bajo este paraguas tradicionalista, intenta soslayar la discriminación que supone impedir el matrimonio a los homosexuales comparándolo con la prohibición que tienen los extranjeros o los menores de votar. «En estos casos no se atenta a sus derechos sino que se salvaguarda la nación. La discriminación es una distinción injustificada, que en este caso no se da, ya que el matrimonio ha sido entre siempre entre personas de diferente sexo, hombre y mujer», sostienen los obispos.

Esta postura de la Iglesia mexicana, una institución sometida desde hace décadas a una constante pérdida de seguidores, dista de contar con un amplio apoyo popular. Las encuestas del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación revelan que el 70% de la ciudadanía es favorable al reconocimiento de los derechos homosexuales. Y la realidad de los estados donde ya es legal muestra que su pleno reconocimiento es perfectamente asumible por una sociedad incardinada en el siglo XXI.

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