La Iglesia debería ser el ámbito de la palabra. En ella se funda, se consolida y se abre a la epifanía lúcida del mensaje de Jesús. Es palabra el vértigo de la fe, entrega amorosa la palabra, esperanza la palabra creadora. Todo se compendia en la palabra hecha humanidad, compañera y prójima, amor y preocupación, gozo y dolor al lado de cada ser en el tiempo, del hombre empujado y angustiado, libre y sorprendido, eternamente sorprendido, ante la grandeza del propio misterio y la ontológica pobreza de sí mismo.
Durante gran parte del siglo XX, La Iglesia se sintió perseguida, prohibida la voz, la presencia y la gestualidad en los llamados países situados tras el telón de acero, la antigua URSS. Entonces se sentía víctima de una ordenación injusta, aplastada por un régimen totalitario, por un comunismo opresor erigido como baluarte del ateísmo activo. Era la llamada Iglesia del silencio.
La historia siguió su camino, cayó el muro de Berlín, se desmoronó el bloque de los pases soviéticos y cada cual retomó su quehacer. La Iglesia católica volvió a tener sus nuncios-embajadores. Polonia aportó un Papa genéticamente parido en la prohibición y la ortodoxia más exigente y la Iglesia sufrió un retroceso histórico cegando la apertura aportada por el Concilio Vaticano II. Desaparecieron los teólogos que cuajaron ese concilio por muerte unos y otros por una condena al ostracismo más absoluto. Removidos de sus cátedras, marginados al olvido más ignominioso y relegados al terreno sospechoso de la herejía, la desviación doctrinal y la peligrosa heterodoxia. Las obras teológicas de Häring, Rhaner, Congar y muchos otros fueron escondidas en los seminarios y sustraídas de la enseñanza teológica. Se desconfió de los teólogos de la liberación y se les asoció con teorías y métodos marxistas y se les relegó al silencio más absoluto. La cercanía a los pobres, la preocupación por la construcción integral del hombre, de todos los hombres y preferencialmente de los más desheredados, fue considerado como un peligro. Se prefierió abiertamente la encarcelación de la palabra liberadora a la expansión del designio creador del evangelio. Se ignoró deliberadamente que la teología o es liberación o se convierte en opio del pueblo. El opio proporciona desfiguraciones atractivas de la realidad, pero hay que ser conscientes de que al final hay sólo locura y desviaciones neuronales. Las romerías, los blancas palomas, las macarenas enjoyadas, los medinacelis, las semanas santas multitudinarias no son más que visiones falsamente gratificantes, groseros disfraces de la palabra liberadora. Y la Jerarquía lo sabe, los disfruta, lo comercializa y hasta las proclama como auténticas vivencias con un discurso evidentemente prevaricador. La Iglesia ha negociado consigo misma y ha preferido la comodidad de la falsedad autocomplaciente antes que enfrentarse con el quehacer profético. La Iglesia se hace así misma Iglesia del silencio, sin interferencias externas, sola y exclusivamente por traición a su propia esencia de palabra abierta, comprometida con lo humano y constructora de un mundo que se interroga sobre sí mismo y se responde con el temblor de la búsqueda honrada de la ciencia, de la evolución y de la esperanza escatológica.
En España es especialmente el hermetismo de una Jerarquía que no sabe vivir en el descampado de un cielo estrellado, sin ayudas y protecciones dictatoriales, incapaz de vivir en un país no confesional que se resiste a que le dominen la conciencia, la voluntad emprendedora y que quiere ejercer su participación en la construcción de sus leyes. Rouco, Munilla, Sánchez y toda la corte mitrada española quieren seguir imponiendo una ética que no corresponde al mensaje evangélico, que sólo se desprende de inercias disfrazadas de tradición. Y entonces estorban Marciano Vidal, Arregui, Pagola y todo aquel que tiene la humilde osadía de pensar y ahondar en la Palabra, de aceptar la provisionalidad como suelo inestable pero humanizante.
La Iglesia del silencio del siglo pasado se ha convertido por propia voluntad de traición en silencio de una Iglesia que ha arrinconado la Palabra para no sentirse interpelada por ella.
Rafael Fernando Navarro es filósofo