Guardaba en el archivo una noticia leída en infonortedigital tres meses atrás. No salí al paso sobre la marcha por una elemental esperanza: el obispado de Canarias o, en su defecto, el arciprestazgo del Noroeste publicarían con la celeridad del homérico Aquiles -el de los pies alados- al menos una nota correctora o aclaratoria (cuando no un rotundo desmentido), tal era el aparente disparate de la noticia: “La iglesia reclama buena parte de la plaza del Valle de Agaete”.
Según relata el periódico digital, desde mediados de noviembre pasado la diócesis de Canarias había iniciado el expediente de dominio para inscribir en el Registro de la Propiedad tal espacio. Argumenta que los herederos de su propietario inicial se lo habían cedido… hace cien años. En consecuencia, el Ayuntamiento gaetense expone a la consideración pública tal reclamación por si hubiera lugar a alegatos vecinales.
La misma Iglesia reclamante jamás tuvo parte –matiza la información- en el rediseño material que experimentó la plaza gracias a aportaciones vecinales y del propio Ayuntamiento, lo que podríamos llamar “mejoras” pagadas con dinero público y a las cuales –deduzco- no se opuso. Más: ni tan siquiera alegó su hipotética propiedad desde años tan lejanos. A fin de cuentas, de ser verdad hubiera resultado un flagrante delito por quienes actuaron en remozamientos, cuidados, conservación…, pues habrían realizado obras en propiedad privada ajena. Pero como las “mejoras” no fueron denunciadas (sospecho), supongo algo extraño: ¿por qué la diócesis de Canarias no esgrimió documentación pública que diera fe de su propiedad? ¿Por qué guardó silencio mientras el Ayuntamiento realizaba actividades lúdicas por los días festivos del patrono vallegaetense?
Obviamente, si el espacio es suyo –por fehaciente documentación notarial, claro- gracias a la supuesta dación de quienes lo heredaron, a su nombre debe figurar. Y el importe de las “mejoras”, por tanto, le sería devuelto al Municipio: a fin de cuentas de él forman parte todos los feligreses del Valle. Porque no se trata de litigios entre la diócesis y bancos o la diócesis y particulares: los afectados como inversores son todos los ciudadanos allí residentes, y tienen el litigado espacio como zona de esparcimiento ajena a intereses mundanos y materiales. Más: la proximidad a los muros ermitales acaso impacten emocional y místicamente: así sucede en Jerusalén, Muro de las Lamentaciones. (No obstante, podría la ley darle la razón a la Iglesia. Si el espacio físico es suyo, habría adquirido una deuda con el Ayuntamiento: el Impuesto Municipal sobre Bienes Inmuebles (-¿de cuántos años?-).
Todo lo cual, dicho sin apasionamientos ni delirios verticales, refleja una manera de ser, un modus operandi, una tradición ya casi consagrada en la Iglesia católica: la inscripción de templos, iglesias, catedrales… e incluso mezquitas en el Registro de la Propiedad como fábricas propias. Puede que no sea el caso del Valle gaetense, pero por aproximaciones hay ciertas concomitancias. Todo arranca de 1998 (gobernaba el Partido Popular), pues la nueva Ley Hipotecaria atribuye a la Iglesia la misma potestad que a las administraciones públicas: “Cuando carezca del título escrito de dominio, podrá inscribir el de los bienes inmuebles que les pertenezcan”. ¿Y quién certifica que los tales bienes siempre pertenecieron a la Iglesia? (Acierta usted de pleno, astuto lector.)
Así, por ejemplo, en Jaca (Huesca): poco antes de que el PP entregara la alcaldía al nuevo Gobierno del PSOE, el obispado contó con el apoyo de los populares e inscribió como suyas 14 iglesias románicas y nueve góticas… como obras nuevas. (A fin de cuentas, ¿qué son siete siglos en el devenir de la humanidad si el australopitecus afarensis dio señales de vida… cuatro millones de años atrás?) Y todo a pesar de que alguna iglesia románica de Jaca no tiene su piso, precisamente, de gres porcelánico con armonías de tonos y sombras en perfectos ensamblajes de 22.5cm × 18cm, cual si se tratara de coquetos elementos únicos en la relación calidad – precio. Muy al contrario, por sus piedras enraizadas en el suelo han caminado siglos de antigüedad…
La “Comisión de Ayuntamientos de la Plataforma de Defensa del Patrimonio Navarro” reclama al arzobispado de Pamplona los bienes que este lleva inscribiendo a su nombre desde el año 1998 (hasta tal fecha los lugares de culto no podían ser registrados por nadie. La II República los había declarado “bienes de interés público”): la Iglesia los considera de su propiedad. Pero los ayuntamientos estiman que, en última instancia, son bienes comunes pues su mantenimiento y conservación fueron posibles gracias a proyectos públicos pagados por instituciones civiles y los propios vecinos (se trata de casas parroquiales, santuarios e iglesias). Así, el Gobierno de Navarra concedió casi 322 000 euros para la rehabilitación de una ermita.
Y ocurre en Zaragoza: su Ayuntamiento también reclama la devolución de todos los edificios religiosos que la Iglesia registró a su nombre, también desde 1998. Entre ellos, la catedral de La Seo y la iglesia de La Magdalena, edificios de estilo mudéjar. Pero la Iglesia los considera suyos “desde tiempo inmemorial”. Sin embargo, no muestra títulos de propiedad anteriores a 1998.
Lo mismo sucede en Andalucía: casi 500 edificios (“dominio público”) los ha puesto la Iglesia bajo su control, incluida la denominación “Mezquita de Córdoba”. Así, cualquier producto que quiera usar su nombre deberá abonarle derechos adquiridos. (Por cierto: dícese que los ingresos –manejados por la diócesis- rondan los 13 millones de euros.) Fue rápida, ágil y muy astuta la Iglesia española. En claro entendimiento con el Partido Popular gobernante aprovechó en 1998 la oportunidad de anotar como suyos miles de edificios hasta ese año considerados públicos.
Recordemos: la construcción de la iglesia de Gáldar (1778 – 1826) significó hambres, hambrunas y miserias para el pueblo, a quien se le descontaba parte de jornal para ayudar en los gastos, y debía colaborar gratuitamente en su construcción. No obstante, ¿es, al menos, copropietario el Ayuntamiento? Sospecho que no.