No han aprendido que el pluralismo y el respeto a la dignidad humana son sagrados Siguen confundiendo las Sagradas Escrituras y el Derecho canónico con el Código Civil y el Código Penal de una democracia constitucional
Los aires frescos del nuevo Papa, Francisco I, se transforman en aire viciado al cruzar los pirineos hacia el sur. Aquí sigue Rouco Varela con sus dogmas, el jefe integrista de la Conferencia Episcopal que alecciona y ordena a un gobierno, el de Mariano Rajoy Brey, que obedece rápido y sin rechistar. El otrora liberal Gallardón se olvida de la Constitución, de la misma norma exhibida y manoseada cuando interesa, y de que nuestro país es un Estado no confesional, laico en su lógica más avanzada, en el que un muro de piedra debe separar a la Iglesia del Estado. Pensábamos que el Opus Dei, los Legionarios de Cristo, los Quicos, estarían en retirada con un Papa jesuita y latino americano que recuerda a Pablo VI y a Juan XXIII. Pero no. Hasta el final nos seguirán diciendo cómo debemos vivir, cómo debemos morir, con quién podemos acostarnos o casarnos, a quién debemos querer, etc.
No han entendido nada de la Modernidad, de la Ilustración y del proceso de secularización propio de sociedades abiertas y libres. No han aprendido que el pluralismo y el respeto a la dignidad humana son sagrados. Que sin ellos no es posible la vida civilizada y en paz. Que debemos preservar la conciencia individual de injerencias externas. Que es obligación del Estado no adoctrinar sino ensenar a pensar. “¡Sapere aude! Ten valor de pensar por ti mismo; atrévete a saber” era el lema ilustrado que inmortalizó Kant. En lugar de esto, la jerarquía católica de nuestro país combate los matrimonios entre personas del mismo sexo, la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo, el derecho a una muerte digna, la virtuosa asignatura de educación para la ciudadanía, el divorcio, sobre todo el llamado exprés que permitió Rodríguez Zapatero, es decir, sin culpables, cuando llega el desamor.
Y el problema de fondo es que no les gusta la libertad, a la que en el siglo XIX calificaban en alguna de sus Encíclicas como pestilente. Siguen confundiendo las Sagradas Escrituras y el Derecho canónico con el Código Civil y el Código Penal de una democracia constitucional. Gozan para ello, que es lo peor de todo, de la complicidad activa del Presidente del Gobierno y de su Ministro de Justicia acaso para distraernos de la crisis y de su injustísima gestión, olvidando que no caben cortinas de humo con los derechos fundamentales. Seguro que se escandalizan cuando en países musulmanes el Corán es el Derecho. Pura hipocresía, gran impostura. Enorme incoherencia.
Pero todo esto no es nuevo aunque nos resulte particularmente insoportable en pleno siglo XXI. Desde que Fray Bartolomé de las Casas se enfrentó a la Iglesia institución en una discusión sobre la naturaleza de los indios, ésta ha estado siempre contra el progreso y la autodeterminación del ser humano. Contra la libertad. Hobbes, muchas veces mal interpretado, desmontó el monopolio del poder de la Iglesia sobre las conciencias, lo que completó Locke con su Carta sobre la Tolerancia y apuntaló Kant con su idea de la unicidad del hombre como ser de fines, que no tiene precio, que no admite superior y que no puede ser cosificado. Es el antropocentrismo, el humanismo, laico en su mejor versión, que tanto molesta a los fanáticos de todo pelaje y de todo tiempo, capaces de imponer su visión del mundo incluso a costa de la vida humana. Rousseau y Condorcet justificaron la democracia y la igualdad, y encontraron de nuevo en la Iglesia Católica uno de sus más fervientes enemigos. El movimiento obrero y el feminismo volvieron a toparse con la Iglesia en la segunda mitad del siglo XIX en su reivindicación del sufragio universal, a los que ésta oponía los privilegios aristocráticos y los derechos sagrados de los príncipes, la reclusión de la mujer en el hogar y la resignación cristiana de los pobres en su miseria con el señuelo de que “suyo será el reino de los cielos”.
El siglo XX no fue mejor. Desde su ambiguo papel, por utilizar una expresión suave, durante la II Guerra Mundial y el nazismo recreado perfectamente por Costa Gavras en Amén, o el descarado apoyo al golpe de Franco y a su “cruzada” militar en nuestra guerra (in)civil, llevando al dictador bajo palio durante cuatro décadas, hasta nuestros días, enfrentados a todo lo que sea reconocimiento y extensión de libertades y derechos fundamentales que ellos ven siempre como pecados y que querrían que fueran también delitos. Sólo el espíritu libre y conciliador del Cardenal Tarancón impulsado por el espíritu del Concilio Vaticano II rompió durante la Transición con una historia de la Iglesia Católica Institución contra la libertad y los derechos humanos perfectamente coherente y empecinada, que se inicia hace más de cinco siglos. Sus bases afortunadamente son distintas, como lo es Cáritas o los misioneros y misioneras comprometidos en la lucha contra la pobreza y el hambre en tantos lugares de la Tierra. Mientras sus jefes recelan de los derechos humanos y se irritan ante cualquier expresión de libertad, con la connivencia de un gobierno pusilánime y sometido, aquellos los defienden de verdad, sin muchos dogmas, sin artificios y en condiciones imposibles. Por amor a la humanidad.
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