Mucho se ha escrito y se seguirá escribiendo sobre la invasión militar y la catástrofe humanitaria en Ucrania. En el mapa “geopolítico” se proyectan diversas interpretaciones, se señalan causas y se imaginan desenlaces deseados o temidos. El escenario de la confrontación realimenta un ánimo faccioso que impregna el espíritu público, no sólo en la Argentina.
Sin dudas, el acontecimiento es el desemboque de un proceso complejo, histórico y político, la crisis de un ciclo que se remonta, por lo menos, a los años del derrumbe de la URSS y al fracaso de Europa y del sistema internacional en establecer un orden de seguridad que dejara atrás los alineamientos de la Guerra Fría. Pero lo que golpea en la escena presente son las formas terroristas de una violencia desmesurada que se descarga sobre la población civil. Y la primera respuesta es (debería ser) moral y de justicia. No hay condiciones ni motivos que puedan borrar a las víctimas, a quienes sufren por el brutal cercenamiento de sus derechos y sus libertades, de su vida y su seguridad, un término que se repite y se presta a confusión.
La “seguridad” que impulsa a la guerra o, en el plano interno, a los servicios de inteligencia y los aparatos represivos sobre la sociedad (del tipo de la KGB o su sucesora la FSB), no tiene nada que ver y más bien se opone a la otra “seguridad”, la que descansa en las garantías de la ley y el ejercicio de libertades fundamentales (menos tiene que que ver con la “seguridad social”, a cargo de eso que Bourdieu llamaba “la mano izquierda del Estado”, siempre insuficiente y relegada frente a la otra mano. Pero ese es otro tema). Frente a las evidencias de que la seguridad (o la “razón”) de Estado, y la lógica de la guerra, aplasta la otra seguridad, la de los derechos y garantías, cabe destacar el valor fundamental de la justicia, un cimiento civilizatorio edificado a lo largo de los siglos.
La contienda se extiende a un clima de confrontación que borra el paradigma de los derechos humanos, bastante ausente en el discurso intelectual sobre la guerra, tal como lo ha señalado César Ctach. Por supuesto, también corresponde aplicar las disposiciones del derecho internacional que juzga la responsabilidad de los estados. Aunque en ese terreno, como es sabido, suele operar la lógica de los bloques y las hegemonías, más que los principios de una justicia autónoma respecto de las relaciones de poder.
Me interesa detenerme en las representaciones del conflicto que involucran valores y visiones del mundo que no están tan alejados de los que intervienen (o deberían) en nuestras discusiones sobre lo que significa una política y una cultura de la democracia. Las libertades cercenadas se extienden, más allá del pueblo ucraniano que sufre la brutal invasión, a otras víctimas que merecen apoyo y solidaridad; en especial a los rusos opositores, perseguidos y reprimidos por un régimen dispuesto a suprimir toda disidencia. La brutalidad de la violencia desatada en la acción externa ha tenido su correlato en la represión interna, en la instauración de un orden represivo que ha buscado, en los últimos años, aplastar la sociedad civil rusa y ha violado sistemáticamente derechos y libertades. Por supuesto, los crímenes de la guerra son incomparables por la magnitud de la destrucción, los miles de muertos, los deportados, los millones de desplazados. Pero las acciones contra el “enemigo interno”, menos visibles para la opinión pública y menos denunciadas en su momento, constituyen condiciones previas, necesarias puede decirse, si no de la guerra misma, de las formas brutales que ha adoptado, contrarias a las normas básicas del derecho, aun en tiempos de guerra.
Agrego un problema que sin duda merece un análisis más detenido: las visiones sobre Rusia y Europa. Hace poco, Etienne Balibar advertía contra los riesgos de ver esta guerra como un enfrentamiento de Europa contra Rusia concebida como un enemigo de Occidente. Algunos lo han simplificado con el término “rusofobia” y muestran el ejemplo del furor cancelatorio que se ha descargado sobre deportistas, artistas o escritores, como si se tratara de borrar la lengua, las tradiciones y la propia existencia de Rusia como entidad política y cultural. Otros, sobre todo en la simplificación mediática, agregan el cliché del choque de civilizaciones, un estereotipo propio de las visiones beligerantes que trasladan la guerra al plano de las sociedades y la cultura. Edward Said, en 2001, en respuesta a las tesis de Huntington, lo traducía como “choque de ignorancias”. Ponía el foco en la guerra contra el Islam, pero los rasgos mayores de esa construcción imaginaria se ponen en juego ahora respecto de una civilización, rusa, o eslava, que se considera compacta y sin conflictos. Para eso se reniega de la historia. Cualquiera que haya frecuentado, no digo los estudios eruditos sino el cine ruso, puede atestiguar que el propio significado de una cultura nacional ha sido objeto de extensos debates de interpretación desde, por lo menos, el siglo XIX. Por otra parte, tratándose de Rusia, la idea de una Europa cerrada sobre sí misma como bastión de Occidente se alimenta de un revival de la Guerra Fría. Y en los países del Este moviliza, casi forzosamente, las memorias de la dominación soviética, es decir, la experiencia del imperialismo “real” y vivido.
Lo importante es advertir que la misma mitología política de la identidad y la unidad del pueblo o de la civilización, que suprime los debates internos en la larga historia de las relaciones de Rusia con las tradiciones europeas, se advierte en la cosmovisión expresada por Putin y sus seguidores. La figura del “choque de civilizaciones” opera indistintamente para reforzar la representación de una guerra total en favor de Occidente o la de una civilización “euroasiática” dirigida por Rusia y destinada a suprimir la hegemonía del Occidente liberal y decadente. El mismo paradigma dado vuelta imagina que la Santa Rusia, la “civilización de la tierra” y de los valores tradicionales, reforzados por la religión ortodoxa, debe prevalecer contra la Europa moderna, laica, cuna del parlamentarismo y los derechos del hombre. Un gurú del nuevo evangelio es Aleksandr Dugin que aparece como el “filósofo” más destacado de la versión rusa del “choque de civilizaciones”. Dugin ha estado en la Argentina más de una vez y ha convencido a algunos de que el peronismo (la “comunidad organizada”, la “tercera posición”, la unidad latinoamericana, etc.) podría agregarse en esta visión profética de una edad de oro en la que la fuerza de la tierra (de la estepa y de la pampa) imponga una nueva hegemonía global.
Es inútil ensayar un análisis ideológico de ese amasijo de tópicos y consignas. Dugin (que estuvo en los noventa entre los fundadores de un Partido Nacional Bolchevique) puede ser alternativamente presentado como un profeta del nuevo fascismo o como un agitador de las esperanzas del viejo antiimperialismo que sueña con ver a los EEUU derrotados, es decir, volver a los tiempos de la Guerra Fría y dar vuelta la historia. En verdad, esa condensación de motivos de izquierda y derecha da cuenta de un fenómeno más amplio, propio de los nacionalismos agresivos que se han extendido en América Latina y que, sin mucho análisis, se consideran hoy como parte del paisaje de las izquierdas. Tampoco es nueva en la Argentina peronista, algo que Dugin parece haber advertido cuando busca apropiarse del legado de Perón.
En fin, ingresar en esa esfera de las representaciones políticas supone adentrarse en un registro de lo imaginario que, como el inconsciente freudiano, no conoce la contradicción. En este punto, las discusiones sobre la guerra en Ucrania, las justificaciones y los relatos que la acompañan, nos conciernen y se tocan con cuestiones, como el nacionalismo y el “antiimperialismo”, que requieren ser pensadas por encima de los alineamientos automáticos.
Balibar se levanta contra esas trincheras de la memoria, contaminadas por el peso de las guerras y las fracturas en la historia europea del siglo XX. Recupera la mejor tradición de la izquierda, el internacionalismo de la solidaridad, para sostener que no es una guerra contra un enemigo externo sino que se da “dentro del conjunto histórico, cultural y político que llamamos Europa”; que incluye a Rusia. Más allá de la catástrofe, de los enclaves mutuamente excluyentes, proyecta el horizonte de una Europa multicultural y autónoma respecto de los bloques dominantes.
La coyuntura se presenta como una prueba decisiva para la cultura de izquierda. Separa en forma tajante a quienes celebran la guerra de Putin (por ejemplo, el Partido Comunista Argentino, fiel a otra tradición, la del estalinismo) de quienes, fieles a la tradición de la solidaridad internacional con los oprimidos, se muestran dispuestos a expresar su adhesión y su apoyo a los disidentes rusos, los que resisten no sólo la guerra sino el régimen corrupto y represivo de Vladimir Putin.