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La fe no se impone: la «libre» formación de la conciencia de los menores de edad

 “El hombre sólo es digno cuando en todo, también en su religiosidad, camina por sí mismo (KANT: ¿Qué es la Ilustración?)

La semana pasada tuvimos conocimiento de que la jueza del Juzgado de Primera Instancia número 26 de Sevilla dictó un Auto que obliga a un niño de ocho años de edad a hacer la primera comunión según el rito católico y a que asista a las clases preparatorias de catequesis, pese a la oposición de su madre y del propio menor.

En la fundamentación jurídica del Auto la jueza, apelando al “interés superior del menor”, se alinea con la opinión del Ministerio Fiscal, según el cual, que los progenitores se hubieran casado según el rito católico y que hubiesen bautizado al niño eran motivos suficientes para atribuir la decisión última al padre, titular de la patria potestad, respecto a si su hijo debe o no recibir clases de catequesis para la preparación de la primera comunión.

Con esta resolución la jueza y el Ministerio Público dejan de lado las últimas interpretaciones que, en materia de patria potestad, derechos educativos paternos y libertad de conciencia de los menores de edad, han dictado distintas Cortes Constitucionales, incluida la española, y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

De la tradicional concepción de la minoría de edad como un estatus caracterizado por la falta de madurez física y mental del niño y como condición de vulnerabilidad que requiere de especiales medidas de protección, la Convención Internacional de los Derechos del niño y, a nivel nacional, la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor, aun sin olvidar dicha vulnerabilidad, ahondan en la afirmación de la creciente autonomía de éste, reconociéndole la titularidad y el ejercicio progresivo de sus derechos a medida que vaya adquiriendo la “madurez” suficiente para ello. Así, de una concepción del menor como mero objeto de protección y propiedad de los padres se pasa a otra que lo entiende como ciudadano y sujeto de derechos, lo que tiene consecuencias importantes en el ámbito de su libertad de conciencia.

La libertad de conciencia es, sin género de dudas, uno de los derechos del menor de edad que mayores y más complejos conflictos jurídicos genera debido a su imbricación con los derechos u obligaciones de todos los sujetos públicos y privados que, de forma directa o indirecta, toman parte en el proceso de su desarrollo. Así, cuestiones como la negativa de los padres Testigos de Jehová a que sus hijos reciban transfusiones de sangre; el derecho que reivindican aquéllos a que los menores asistan a clases de religión; su oposición a que cursen determinadas materias del currículo educativo, o su negativa a que lo cursen en escuelas públicas u homologadas por el Estado –homeschooling- son sólo algunos ejemplos de ello.

El grado de autonomía idóneo para el ejercicio consciente y responsable de las libertades ideológica o religiosa debe basarse en la capacidad de elección y en la madura libertad psicológica de la que no siempre se encuentra provisto el menor de edad en las distintas etapas de su infancia. El menor es titular pleno de los derechos fundamentales que la Norma Suprema atribuye a toda persona desde su nacimiento –a excepción de los derechos de participación política- y ejerciente progresivo de los mismos. En consecuencia, los padres, tutores o guardadores de los menores no sólo asumen una posición de garantes de sus intereses sino que, en determinadas circunstancias, pueden llegar incluso a ejercer en nombre de éstos algunas de las facultades que forman parte del contenido de sus derechos fundamentales cuando no se ha alcanzado una determinada madurez. Ahora bien, la facultad de los padres de decidir por sus hijos, también en el ámbito de las convicciones o creencias, es limitada en el tiempo y está condicionada a que el menor carezca de la madurez suficiente como para decidir por sí mismo.

Como consecuencia de lo anterior, y a diferencia de lo que ha resuelto la Jueza de Sevilla, debe quedar claro que no existe un derecho de los padres, o de uno de ellos, sobre las conciencias de sus hijos sino una mera facultad de “guía” -artículo 5 de la Convención de los Derechos del Niño y “cooperación” –artículo 6.3 de la Ley Orgánica 1/1996 de Protección Jurídica del Menor- que facilite el desarrollo de su autonomía también en materia de creencias. La consecuencia directa que dicho planteamiento proyecta sobre la libertad de conciencia de los menores de edad es la necesidad de proteger jurídicamente el proceso de formación, gestación y maduración de sus convicciones, esto es, la “libre formación de su conciencia”.

Es doctrina de nuestro Tribunal Constitucional -SSTC 141/2000, de 29 de mayo, FJ 5° y 154/2002, de 18 de julio, FJ 9°- que el “interés superior del menor” no es definible en abstracto en relación con el régimen de ejercicio de sus derechos fundamentales. Ya que, si bien en unos casos la edad del niño o su grado de madurez permitirá identificar su interés prevalente con el ejercicio autónomo de los derechos de los que es titular, en otros, su especial vulnerabilidad y su falta de capacidad natural, exigirá -en aras a proteger dicho interés superior- una activación de las medidas derivadas del mandato constitucional de protección, que puede desembocar en restricciones concretas de su genérica capacidad de autoejercicio.

Pues bien, en el Auto que ha dado pie al presente artículo, la jueza identifica erróneamente el “interés superior del menor” con la obligación de acudir a las clases de catequesis y de realizar la primera comunión, tal y como deseaba el padre. Si bien es cierto que, como dice el Auto, el niño había sido bautizado e inscrito en un colegio con ideario católico, no lo es menos que ambos actos constituían decisiones conjuntas de los progenitores, como no podía ser de otro modo, porque el menor carecía de la madurez requerida para oponerse a ello. Ahora bien, precisamente porque a través del bautismo el niño entró a formar parte de la comunidad católica sin su aquiescencia, como lo hacemos la mayor parte de la ciudadanía, y precisamente porque la discrepancia entre los padres se produce cuando el niño ya tiene 8 años con respecto a un acto, el de la primera comunión, que pretende reafirmar a quien lo realiza en una fe concreta, el interés superior del menor no puede más que identificarse, en este caso, con no realizar o postergar en el tiempo la celebración del rito puesto que sólo así podrá salvaguardarse su libertad de conciencia “autónoma”.

Pero la libertad de conciencia del niño no sólo germina y se desarrolla en el seno del ámbito familiar, pues la escuela aparece como el segundo gran ámbito de socialización propicio para ello. Los derechos educativos paternos, que tienen su fundamento constitucional en el “derecho de los padres a educar a sus hijos conforme a sus propias convicciones” –artículo 27.3 de la Constitución- se enmarcan, en palabras del Tribunal Constitucional español, en el principio de libertad de enseñanza, entendida como libertad para proceder a la transmisión de conocimientos y valores de acuerdo con la propia conciencia -artículo 27.1 CE-. De este modo, el derecho reconocido en el artículo 27.3 CE, junto con el derecho de creación de centros docentes privados –artículo 27.6 CE- y el de dotación a los mismos de un ideario propio, garantiza a los padres la libertad de elegir el modelo educativo que desean para sus hijos.

Sin embargo, como ha reiterado la Corte Constitucional española, este derecho de los padres a elegir la formación religiosa y moral de los hijos y a optar, en suma, por un modelo educativo concreto acorde con sus convicciones, encuentra un límite en su deber de procurarles una educación integral que contribuya al libre desarrollo de su personalidad y de su autonomía en los términos previstos por el artículo 27.2 CE. El citado artículo constitucional contiene lo que el gran jurista Tomás y Valiente dio en llamar el “ideario educativo constitucional”, en virtud del cual, la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales.

En el mismo sentido se pronunció hace pocos años el Tribunal Constitucional (STC 133/2010) que denegó el amparo a los padres de unos niños que recibían la enseñanza básica en su propio hogar, afirmando que, la educación en los valores constitucionales requiere la convivencia participada en libertad, el respeto por el pluralismo de ideas y creencias y la formación de ciudadanos activos, participativos y críticos. De tal forma que una educación sesgada, adoctrinadora o contraria a los principios constitucionales y a los derechos fundamentales, ya se produzca ésta dentro de la red escolar convencional o fuera de ella, entraría en contradicción abierta con la Constitución.

Por lo que la cláusula contenida en el artículo 27.2 CE es vinculante incluso para los centros privados con ideario. Éstos, hallándose facultados para transmitir su ideario a los alumnos, no deben incurrir en lo que en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha dado en llamar “proselitismo abusivo o de mala calidad” (Sentencia de 25 de mayo de 1993, pronunciada en el Caso Kokkinakis c. Grecia), esto es, en un adoctrinamiento u orientación ideológica “excluyente, dogmática, coactiva, intimidatoria o manipuladora” que contradiga las máximas del artículo 27.2 de la Norma Suprema, que exige el compromiso de sujetos públicos y privados con la promoción del pluralismo y con el rechazo de toda visión unidimensional del mundo.

De tal modo que, aunque la Constitución no establezca un sistema educativo concreto y rígido, y permita la implantación de varios modelos de enseñanza –dualidad entre centros públicos y privados homologados por el Estado- el contenido de las libertades de las que son titulares la totalidad de los actores jurídicos del proceso educativo –titulares de centros privados de enseñanza, educadores y progenitores-, queda subordinado a la plena satisfacción del derecho del menor a recibir una educación integral basada en el “ideario educativo constitucional”.

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