Los dirigentes católicos, a pesar de estar de acuerdo con la pena de muerte, con promover cruzadas contra los “infie-les”, con la santificación de múltiples guerras, y con apoyar a gobiernos asesinos, y a pesar de su indiferencia respecto a la muerte por hambre de más de 20.000 niños al día pudiendo contribuir a evitarlas con una pequeña parte de “sus” incalcu-lables riquezas, y a pesar de que su Antiguo Testamento, “pa-labra de su Dios”, valora positivamente algunos suicidios, proclaman que el hombre no tiene derecho a decidir acerca del final de su propia vida.
En efecto, los dirigentes católicos rechazan la eutanasia y el suicidio y los consideran moralmente condenables. En consecuencia, defienden la doctrina según la cual el ser hu-mano no tiene derecho a decidir acerca del momento de su propia muerte, hasta el punto de que ni siquiera aceptan el uso de medidas paliativas contra el dolor en cuanto puedan adelantar la muerte del ser humano unos días o unas horas. Proclaman que la vida pertenece a Dios y que el hombre debe aceptar su voluntad y tratar de vivir por encima de todo hasta que él decida otra cosa, aunque se encuentre en medio de atroces sufrimientos que sólo sirvan para prolongar una ab-surda agonía.
CRÍTICA: Los dirigentes católicos, a la hora de conde-nar la eutanasia, no utilizan otra argumentación sino la de que la vida pertenece a Dios y que, por ello, sólo Dios tiene dere-cho a disponer de ella.
Se trata de un argumento muy pobre que puede ser criti-cado desde diversas perspectivas.
En primer lugar, habría que demostrar que efectivamente existiera ese ser al que llaman “Dios”, lo cual es imposible en la medida en que en capítulos anteriores se ha demostrado lo contrario.
En segundo lugar, suponiendo el condicional contrafác-tico de la existencia de ese Dios, la afirmación de los diri-gentes católicos según la cual la vida de cada uno pertenece a ese extraño ser y la de que nadie tiene derecho a decidir libre-mente acerca de cuándo ponerle fin, hay que decir que esas afirmaciones son erróneas en cuanto, si la vida la diese Dios, por ello mismo quien la recibiese la recibiría como un regalo o como un don, es decir en propiedad, lo cual implicaría el derecho para hacer con ella lo que uno considerase más con-veniente y durante el tiempo que considerase oportuno.
En tercer lugar, si antes de recibir la vida el ser humano hubiera firmado un contrato con el supuesto Dios por el que aceptaba la vida y la condición de que fuese Dios quien deci-diese acerca de su final, este contrato tendría un fundamento y en tal caso todavía podría tener sentido someterse a su voluntad. Pero esa estipulación era imposible aceptarla o rechazarla porque para ello uno tenía que haber nacido pre-viamente, lo cual implicaría tener ya la vida sin haber dado un consentimiento previo1.
En cuarto lugar, al margen de que no exista una realidad como esa que los dirigentes católicos pretende nombrar con el término “Dios”, tal concepto sería nuevamente contradic-torio, en cuanto un Dios al que no le importase el sufrimiento de la vida y el que suele preceder a la muerte o que negase a las personas el derecho a decidir sobre el final de su vida sería un Dios sádico, y en cualquier caso incompatible con las cualidades de la bondad y del amor infinito que al mismo tiempo le atribuyen, de forma que tal sufrimiento y la exis-tencia simultánea de un Dios bueno serían incompatibles.
En quinto lugar, quienes a estas alturas pretenden justi-ficar el sufrimiento humano y la bondad divina lo siguen ha-ciendo a partir de la consideración de que la humanidad debe “pagar” con su propio sufrimiento por el “pecado original”, del que, por cierto, no se habla en el Antiguo Testamento, sin entender que la idea de que el sufrimiento pueda compensar el pecado sólo cabe en la mente retorcida de personas patoló-gicamente vengativas, como quienes fueron educados en la Ley del Talión (“ojo por ojo, diente por diente”), tan dominante en el Antiguo Testamento y tan “palabra divina” como el Nuevo.
En sexto lugar, en el Antiguo Testamento, “palabra de Dios”, se habla al menos de tres suicidios sin hacer referencia a ellos con ningún tipo de condena e incluso hablando del ter-cero como un acto de “honor”. Y así, se cuentan los suicidios del rey Saúl y de su escudero mediante una sencilla descrip-ción donde lo que llama la atención del narrador es que el escudero de Saúl no se atreviera a obedecer la orden de su rey de que le matase y, en segundo lugar, que en aquel mismo día muriesen Saúl, sus tres hijos y el escudero, que también se suicidó, pero sin poner de manifiesto en ningún caso ningún sentimiento de escándalo ni de condena moral por la decisión de Saúl y por la de su escudero. En efecto, según dice el primer libro de Daniel,
“Los filisteos cercaron a Saúl y a sus hijos, y mataron a Jonatán, a Abinadab y a Melguisúa, hijos de Saúl. El peso del combate cayó entonces sobre Saúl, que fue des-cubierto por los arqueros y herido gravemente. Saúl dijo a su escudero:
-Saca tu espada y mátame, no sea que vengan los in-circuncisos y me ultrajen.
Pero su escudero se negó, pues tenía mucho miedo. Entonces Saúl tomó su espada y se echó sobre ella. Su escudero, al ver que Saúl había muerto, se echó él tam-bién sobre la suya y murió con él. Así murieron juntos el mismo día, Saúl, sus tres hijos y su escudero”2.
Más adelante, en 2 Macabeos se cuenta otro suicidio. En este caso se trata de Razis, un senador de Jerusalén, quien
“acorralado, se echó sobre su espada; prefirió morir con honor antes que caer en manos criminales y sufrir ultra-jes indignos de su nobleza”3.
En este caso tiene especial interés que el narrador de la “palabra divina”, refiriéndose al suicidio de Razis diga que éste prefirió “morir con honor”, lo cual representa una valora-ción altamente positiva de su decisión de suicidarse y, por ello mismo, en ningún caso una condena moral.
Por otra parte y al margen de estas consideraciones, la “palabra de Dios” resulta sorprendente por contradictoria, porque, al margen de que no condena el suicidio ni, por ello mismo, la eutanasia, a continuación, casi al comienzo del segundo libro de Samuel, se dice con la mayor ingenuidad del mundo que Saúl no llegó a suicidarse sino que pidió a un amalecita que le matase y que éste le hizo tal favor:
“Él se volvió, me vio y me llamó. Yo respondí: “Aquí me tienes”. Me preguntó: “¿Quién eres?” Respondí: “Soy un amalecita”. Me dijo: “Acércate a mí, por favor, y mátame; porque se ha apoderado de mí la angustia y aún sigo vivo”. Así que me acerqué a él y lo maté, por-que sabía que no podría sobrevivir a su derrota”4.
La condena de la eutanasia –la “buena muerte”- por par-te de los dirigentes católicos no sólo es contradictoria con cualquiera de estos textos de la Biblia –de esa tantas veces pregonada “palabra de Dios”- sino también con su aceptación constante de la pena de muerte, por la que los mismos diri-gentes de la secta católica se han arrogado en infinidad de ocasiones el derecho de privar de la vida a millones de per-sonas, vida a la que, según ella, sólo Dios tendría derecho a poner fin.
La condena de la eutanasia es contradictoria igualmente con la serie de ocasiones en que ha perseguido y condenado a muerte a quienes no pensaban como ella; es contradictoria con su constante defensa de la pena de muerte, la cual contra-dice su otra doctrina de que “la vida pertenece a Dios” y sólo él tiene derecho a disponer en qué momento debe finalizar; es contradictoria, con las ocasiones en que ha defendido, alen-tado y promovido guerras como las de las Cruzadas o como la guerra civil española, bautizada como “cruzada nacional”, que provocó cientos de miles de muertos; es contradictoria con la muerte de tantos americanos autóctonos que fueron asesinados por el delito de no haberse convertido al catoli-cismo; es contradictoria con su despreocupación por los miles de niños que cada día mueren a causa del hambre, o con su silencio hipócrita, casi absoluto, ante las actuales guerras en Oriente Medio y en muchas otras zonas del mundo cuando le interesa seguir manteniendo buenas relaciones con los gobier-nos de los países agresores o cuando quienes mueren no per-tenecen a su secta. Y resulta especialmente hipócrita y ver-gonzoso que este grupo mafioso se preocupe infinitamente más por que se prolongue la agonía de quienes están llegando al fin de sus días que por emplear sus incalculables riquezas en salvar las vidas de los 25.000 niños que cada día mueren como consecuencia del hambre.
Antonio García Ninet Doctor en Filosofía
1 Por cierto, hay personas que en más de una ocasión han reprochado a sus padres el haberles dado la vida, personas que ante los sufrimientos que implica la vida hubieran preferido no haber nacido. Parece que, sien-do Dios el máximo responsable de sus vidas, esas personas, en cuanto creyeran en él, tendrían derecho a pedirle cuentas por haber sido lanzadas a la vida mediante su regalo no deseado.
2 1 Samuel 31:2-6.
3 2 Macabeos 14:41-42.
4 2 Samuel 1:7-10. En 1Crónicas 10, se narra la muerte de Saúl de modo con idénticas palabras que las que aparecen en la narración de 1 Samuel, 31:2-6, lo cual implica evidentemente que un escritor copió literalmente lo que decía el otro.