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La escritura del dios

El título de esta nota es el de un cuento de Jorge Luis Borges. No se incluye usualmente entre los más afamados, pero no es menos perfecto que ellos. Se resume su argumento, con las disculpas del caso.

Está escrito en primera persona. El narrador es Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, de un pueblo de esta región que fue sometido y avasallado por los conquistadores españoles. Su jefe, Pedro de Alvarado, arrasó con todo, quemó el templo, torturó hasta el martirio a Tzinacán sin lograr quebrarlo. Lo arrojó entonces a una cárcel profunda y de piedra. Está dividida en dos hemisferios: en uno yace Tzinacán, en el otro se pasea un jaguar. El preso ve la luz sólo una vez al día, un instante, cuando se abre una trampa por la que le bajan comida para el animal y para él. Pasan los años, el preso envejece y se debilita: espera la muerte. De pronto, recuerda una tradición “del dios”, su dios. La divinidad dejó escrita una fórmula secreta para cuando llegue el fin de los tiempos y ocurra una terrible serie de desventuras y males. Esa fórmula será captada por un elegido y le posibilitará conjurar todos los males. Tzinacán consagra su existencia a pensar dónde estará escrita, urdida para mantenerse visible durante siglos, perenne para que la descifre el elegido. Le insume años y sufrimientos… de pronto entiende que la escritura indeleble está impresa, en clave, en la piel de los jaguares. Observa al jaguar hasta aprender de memoria el dibujo de su piel. La búsqueda termina siendo exitosa. Da con la cifra, tras mucho tiempo y padeceres. Es una fórmula oculta en catorce palabras “aparentemente casuales”. Quien la pronuncie en voz alta será todopoderoso, dominará toda la inmensidad del universo. Podría recuperar su juventud, su poder, conseguir que el jaguar despedazara a Alvarado, clavar su cuchillo sacerdotal en el cuerpo de los españoles. Apenas verbalizando esas palabras.

Entonces, cuenta el mago, decide no hacerlo jamás.

Y, según Borges, explica: “quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa aquel otro (…) si él, ahora, es nadie”. Y se deja morir en las sombras.

El género de la parábola es muy usado por sacerdotes de variados cultos. En general, como cuadra a la prédica religiosa, funciona como fábula. Remata en una moraleja precisa, designa réprobos o elegidos, distingue las conductas virtuosas de las pecadoras, fustiga a las cigarras mientras enaltece a las hormigas (o viceversa, que tanto da). Este cronista usará el cuento de otro modo: como una parábola abierta, como un disparador de interrogantes mundanos, políticos. El título viene a cuento, porque del arzobispo Jorge Mario Bergoglio y del papa Francisco hablamos.

***

“Francisco ya no es Bergoglio” explican convencidos hombres de la Iglesia Católica, funcionarios del Gobierno, militantes católicos de base, gentes del común. Tiene otra misión, otra función. Es otro, hasta tiene la facultad y del deber de elegir su nuevo nombre. Ese nombre es un renacimiento tanto como una promesa sobre su pontificado. Un rumbo nuevo, signado por la modestia y la cercanía con los pobres.

La magnitud del cambio de rol, de responsabilidades, de universo abarcado por su agenda es patente, hasta obvia. La pregunta mundana que cunde en la Argentina es si eso impactará en su, hasta ahora, activa y sutil práctica política.

“La oposición”, sin negar el cambio, está convencida de que el Pontífice intervendrá, de algún modo u otro, en la política doméstica. Que su influencia será enorme y adversaria al kirchnerismo. Mariano Grondona, Joaquín Morales Solá y el sociólogo Eduardo Fidanza hicieron esa profecía alborozada en La Nación, con diferencias de estilo y de calidades. El jefe de Gobierno, Mauricio Macri, entiende lo mismo. Empieza a jugar ya mismo un partido contra el laicismo de la república. Decreta un asueto para hoy, imponiéndoles a los no católicos que van a la escuela pública un festejo que no les concierne y que intrusa su universo de creencias. ONG que defienden derechos civiles lo cuestionan con lógica impecable: Mauricio dobla la apuesta y cuelga la bandera vaticana en la Jefatura de Gobierno. Otros dirigentes que no gobiernan territorios auguran el conflicto de investiduras y de proyectos, que los solaza. Una buena nueva ha amanecido en el erial opositor.

Una pléyade de dirigentes oficialistas, en espejo, celebra a voz en cuello el advenimiento de un papa peronista. Da por hecho que ese linaje se prolongará en el pontificado. Y, aun, que la inclinación papal del peronismo confluye con su traducción kirchnerista.

Las dos tribunas de la política autóctona, que menudo peca de comarcal, celebran al unísono haber conseguido un aliado dotado de poder y capital simbólico.

Una de las dos, por lo menos, se equivoca, escribió este cronista anteayer. Ahora se explica mejor: es imposible que el recién ungido juegue para los dos equipos que compiten en la arena política cotidiana. Pero, acaso, tampoco sea exacto que juegue para uno de ellos. En ese caso, errarían ambos.

El cronista imagina el escenario más factible (muy poblado de grises), pero, en un contexto tan novedoso, ahorra los pálpitos. Baste decir que, por ahora, ninguno de los tres porvenires es imposible ni seguro.

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El almuerzo de ayer con la Presidenta no descifra el enigma, aunque se inscribe en una nueva lógica. Es un hecho institucional, único en la historia. Francisco distingue a Cristina Fernández de Kirchner, la mandataria de su país, con una deferencia especial. El encuentro ocupa un lugar en los medios de todo el mundo. El trato es cordial, según muestran los circunstantes a las cámaras. De nuevo, el futuro no está escrito irrevocablemente en los gestos recíprocos de ayer, pero éstos intentan transmitir una relación de nuevo cuño, entre dos protagonistas que se conocen. Y que, hasta una semana atrás, se recelaban de lo lindo.

Los regalos intercambiados forman parte del ceremonial clásico. Deben transmitir un mensaje y tener un tinte personal. Cumplen esa regla, diríase con comodidad.

De las palabras del Papa, reseñadas por Cristina Kirchner en su presentación a la prensa internacional, sobresale la mención a “la Patria Grande”. Es un tópico del revisionismo, de los movimientos nacional-populares, de muchos presidentes actuales en Sudamérica. Para el oficialismo es un guiño a favor, para los peronistas federales no es chocante. Tampoco para los socialistas o los radicales que no se inscriben en la tradición conservadora, “liberal” (se destacan las comillas). Casi intraducible para los gringos, insinúa pertenencia. Y no dice más.

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Más llamativos son el pedido de la Presidenta en pos de una mediación para que Gran Bretaña se avenga al diálogo en el conflicto por las Islas Malvinas y el planteo papal para ahondar las políticas de lucha contra la trata de personas y el trabajo esclavo.

En Cancillería aseguran que Cristina habló de Malvinas de motu proprio, sin que mediaran sondeos previos. Que tuvo en cuenta mensajes del arzobispo Bergoglio, en especial uno hecho en Mendoza que se encaminaba en ese rumbo. Y que quiso sacar provecho del reciente derrape verbal del primer ministro británico David Cameron contra Francisco.

A su vez, la iniciativa del Papa puede conjugar con líneas existentes de la actual acción de gobierno. También aluden a prácticas cotidianas de grupos de sacerdotes u ONG ligadas a Francisco. O sea, es una ratificación de identidad, se subraya algo ya construido.

En todos los casos, hay un breve recorrido común, con más sustancia que un encuentro meramente protocolar. Pero no dan una respuesta a la pregunta de los párrafos precedentes. Ni era posible que eso pasara en ese preámbulo de una relación que durará años, que trascenderá el mandato de Cristina Kirchner.

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La relación entre Iglesia Católica y Estado en la Argentina es tormentosa, fue previa al kirchnerismo aunque también le concierne. Su clave es una enorme presencia eclesial en la esfera pública, trasgrediendo muchas veces las reglas republicanas. Ejercitando un poder fáctico, a menudo tutelado por normas muy generosas. Algunos de sus ejes son más complejos que los abordados ayer y perdurarán aunque el Papa resuelva no injerir en las pujas cotidianas. El Tedéum es un buen ejemplo, su fecha está cerquita. Hubo conflicto cuando el entonces presidente Néstor Kirchner decidió convocarlo fuera de la Catedral Metropolitana, contra el deseo y los reclamos soterrados del arzobispo. Se habló de un berrinche o de una tropelía de Kirchner. Pero su precedente fue la diatriba del obispo castrense Antonio Baseotto contra las políticas de salud reproductiva que cualquier gobierno razonable (ni qué decir progresista) debe promover. En ese territorio hay divergencias notables que ningún pacto de convivencia (siempre bienvenido) puede suprimir.

En ese plano, en el de las políticas de ampliación de derechos, en la aprobación del proyecto de Código Civil que duerme siesta en el Congreso, hay focos diferenciales que el Gobierno no debería suprimir. Mudar el Tedéum es sencillo, más allá de lo discutible de la propia institución. No lo sería supeditarse a los criterios unanimistas y discriminatorios que Baseotto sinceró sin innovar salvo en lo brutal del lenguaje.

La convivencia, el diálogo, la cortesía y la negociación son deseables. También la preservación de las potestades del Estado, que representa a todos los argentinos.

En cuanto a si Francisco será como Tzinacán, un hombre diferente asumidamente distinto al que fue, sencillamente hay que esperar el devenir, ese jardín de senderos de que se bifurcan.

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