Al teléfono móvil me llega un mensaje informativo del centro escolar en el que estudia mi hija: “se ha producido una falta de asistencia a la clase de lengua extranjera”. Luego insiste el parpadeo de la pantalla. Recibo mensajes sobre las clases de Ciencias Sociales, Geografía e Historia, Matemáticas, Iniciación a la vida laboral e informática. Este tipo de mensajes me llenan en otras ocasiones de inquietud. Hoy me siento orgulloso. Mi hija está en huelga y yo soy uno de esos padres, tan parecidos a los terroristas según las consignas mediáticas del partido en el Gobierno, que apoyan la huelga de sus hijos.
También me siento orgulloso de los profesores que llevan muchos meses conformando una marea verde en defensa de la educación pública y laica. Ese derecho constitucional se ha convertido en una aspiración radical y peligrosa desde que el ministro de Educación ha manchado los patios de colegio y sus conversaciones con un gusto por el desatino que mi hija y sus amigos califican de Wertedero.
Los profesores saben que las escuelas y los institutos no son hoy el único espacio de socialización de los niños. La familia, la televisión y las redes tecnológicas ocupan un lugar muy importante en la definición de las experiencias y las mentalidades. Los profesores saben también que su trabajo es imprescindible, que las cosas estarían mucho peor sin su esfuerzo, porque la degradación laboral y la mercantilización imponen con frecuencia los paradigmas de la zafiedad, la desatención y la tele-basura en las dinámicas sociales. Por mal que estén las cosas, los profesores asumen que cuando cierran la puerta de sus aulas son responsables inmediatos de lo poco o mucho que se pueda hacer por los alumnos. Ese es el motivo de que buena parte del profesorado no utilice la coartada de los malos tiempos para renunciar y se comprometa con ilusión cotidiana contra la barbarie de los planes de estudios, los recortes en inversiones y la falta de respeto de la que hace gala este ministerio.
En las discusiones políticas de los últimos años se ha entendido la idea del pacto por la educación como un acuerdo equilibrado sobre el carácter ideológico de los programas. Un verdadero error: el único pacto importante es la toma de conciencia de que la educación pública, al margen de los intereses y credos particulares, supone el verdadero vínculo, el cimiento de una sociedad. Los partidos deben ponerse de acuerdo en aumentar la inversión en educación pública hasta llegar a la media de los países europeos que merecen ser imitados. Y, después, deben dejar tranquilos a los profesionales para que trabajen en la difusión del conocimiento y en la formación de las personas.
Un buen programa educativo no es sólo el que prepara mano de obra para los mercados de trabajo o el desempleo. Es también el que sirve para formar ciudadanos capaces de sentirse libres y solidarios del dolor o la alegría de los demás. La ley del más fuerte es la consecuencia última de la mala educación, que no tiene que ver con la inquietud, la rebeldía y la desobediencia, sino con la consolidación de un mundo organizado por la desigualdad y los privilegios. El tratamiento humillante que se le viene dando a las humanidades en los planes de estudios es mucho más grave para la formación de las personas que las sucesivas polémicas sobre una asignatura particular destinada a la educación para la ciudadanía.
Así que me siento orgulloso por la huelga de mi hija, una niña que tenía pensado hacer el bachillerato artístico y que ve ahora como su música y su teatro se le escapan por el Wertedero que está acabando en España con la educación pública y la cultura.
La huelga es educativa. Como los colegios no son los únicos espacios de socialización, prefiero que las llamadas del compromiso político, la rebeldía y la defensa de los derechos sustituyan por una semana a la tele-basura en el escenario español. Igual tenemos suerte y la espesura de la derecha acaba de españolizarnos a todos, pero de una manera distinta. El españolismo manipulador del PP sólo ha servido para facilitar el sentimiento independentistas en Cataluña y El País Vasco. Quien nos quita ahora la ilusión de que el asalto a la enseñanza pública no sirva para unir por fin a alumnos, profesores y padres en la defensa de una educación decente, quiero decir, bien financiada, laica, libre y no discriminatoria por razones económicas o de sexo. En todos los asaltos contra la democracia, la educación es siempre la primera línea de fuego.