Entiendo que cualquier confesión religiosa, en cuanto clubes privados a los que los individuos se adhieren voluntariamente, pueden establecer las reglas que consideren oportunas y por supuesto defender los dogmas o creencias propias.
Me resulta por lo tanto ciertamente intolerable que el Estado apoye y hasta subvencione a confesiones que, por ejemplo, discriminan por razón de género.
Debo confesar que, en medio de un contexto de tanta perversión ética y de tanta mala noticia desde el punto de vista de la justicia social y los derechos humanos, supuso para mí una auténtica inyección de energía y de entusiasmo democrático escuchar la entrevista que la Cadena Ser realizó el miércoles 2 de septiembre a Alex, el chico transexual de Cádiz al que le han vuelto a denegar la posibilidad de ser padrino en el bautizo de su sobrino. El anuncio de su próxima apostasía, así como la revelación de que el niño ya no será bautizado, me reconciliaron con un mundo en el que aún es posible la coherencia, al tiempo que me confirmaron cómo en nuestro país seguimos teniendo pendiente la transición desde un Estado confesional (católico) a un modelo en el que los poderes públicos se mantengan al margen de las distintas cosmovisiones, sagradas o no, de la ciudadanía. Me explico.
Desde el punto de vista de los derechos humanos, y más en concreto del principio de igualdad y no discriminación que contempla nuestra Constitución, es evidente que el trato dispensado a Alex es discriminatorio, con todo lo que de humillante y estigmatizador además conlleva el impedimento de participar en una ceremonia esencial en la vida de un cristiano por razones de algo tan personal y consustancial al individuo como su identidad de género. Entiende la Congregación para la Doctrina de la Fe, a la que consultó el Obispado de Cádiz, que era imposible admitirlo como padrino porque «el mismo comportamiento transexual revela de manera pública una actitud opuesta a la exigencia moral de resolver el propio problema de identidad sexual según la verdad del propio sexo». Por lo tanto, en el joven Alex no se dan los requisitos de idoneidad que la Iglesia considera necesarios para ejercer la función de padrino en el rito del bautismo.
Hasta aquí, nada que objetar, por más que el planteamiento católico me parezca una aberración. Entiendo que cualquier confesión religiosa, en cuanto clubes privados a los que los individuos se adhieren voluntariamente, pueden establecer las reglas que consideren oportunas y por supuesto defender los dogmas o creencias propias. Parece lógico que cualquier mujer u hombre que pretenda incorporarse a uno de esos clubes deberá asumir las reglas de funcionamiento y acatar las normas, morales muy especialmente, que defiende cada confesión. Lo contrario sería un ejercicio de incoherencia o, lo que es peor, de doble moral, que dejaría mucho que desear y del que me temo sabemos mucho en este país. En todo caso, estaríamos ante un asunto personalísimo y ante el que los poderes públicos deberían actuar siempre siguiendo las pautas de las libertades negativas.
Ahora bien, cuestión distinta es cómo debería ser el régimen de relaciones de los poderes públicos con las confesiones religiosas. Si de acuerdo con la Constitución estamos ante un Estado que se define como aconfesional, si bien reconoce la posibilidad de cooperar con las religiones, deberíamos avanzar hacia un modelo en el que dichas relaciones estuvieran sujetas a los principios de nuestro Estado de Derecho. Lo contrario supondría, supone de hecho, una esquizofrenia difícilmente admisible en un Estado constitucional. Es decir, lo que entiendo que un Estado como el nuestro no puede mantener son relaciones normalizadas -y en algunos casos, como en materia de financiación, ciertamente privilegiadas– con confesiones que en sus reglas internas de funcionamiento o en su proceder con la ciudadanía contradicen las esencias de una democracia.
Desde este punto de vista, me resulta por lo tanto ciertamente intolerable que el Estado apoye y hasta subvencione a confesiones que, por ejemplo, discriminan por razón de género o que, como en el caso del que partíamos, lo hace por razones de la identidad sexual de los individuos. En este sentido, y como bien subraya el art. 9.1 de la Constitución Española, todas y todos, la ciudadanía y los poderes públicos estamos sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Y en nuestro ordenamiento está tajantemente prohibida la discriminación por cualquier circunstancia personal o social.
Sin embargo, el ordenamiento, y no digamos los poderes encargados de hacerlo efectivo, sigue respondiendo en materia religiosa a la esquizofrenia de la que antes hablaba. Trato de explicarlo con un ejemplo. El artículo 4, apartado 5, de la Ley Orgánica 1/2002, de 22 de marzo, reguladora del derecho de asociación, prohíbe con toda justicia que los poderes públicos faciliten «ningún tipo de ayuda a las asociaciones que en su proceso de admisión o en su funcionamiento discriminen por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social». La trampa de un Estado acomplejado desde el punto de vista de su trato con las religiones reside en que esa misma ley excluye de su aplicación a «Iglesias, confesiones y comunidades religiosas» (art. 1.3), de manera que en la práctica tenemos un sistema que puede negar ayudas públicas a una asociación que discrimine pero no a una confesión que haga lo mismo.
Creo que esta referencia es más que rotunda para demostrar que en este país no hemos culminado la transición hacia un Estado verdaderamente aconfesional, y no digamos hacia el laico que soñamos algunos. El cual no supone, como voces iracundas sugieren, plantear una batalla contra las religiones sino dar a dios lo que es de dios y a César lo que es del César. La triste historia vivida por Alex ha servido para recordarlo, al tiempo que ha puesto de manifiesto la necesidad de que el Obispado de Cádiz y la Congregación para la Doctrina de la Fe asuman eso que yo creí que formaba parte de la moral cristiana y que con tanta contundencia afirma Avishai Margalit: «Una sociedad decente es aquella que no humilla a ninguno de sus miembros».