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Decía Chesterton que él se convirtió al catolicismo un día que oyó a un cura pronunciar un sermón espantoso en una iglesia. Pensó que una religión que había sobrevivido casi dos mil años a base de pésimos ministros y homilías calamitosas, forzosamente tenía que ser verdadera. Quizá por discreción, a Chesterton se le olvidó mencionar las matanzas de herejes, los autos de fe, la censura, las Cruzadas, los Papas guerreros, los obispos asesinos y las violaciones a menores, entre otros pecados bastante más graves que la falta de elocuencia. Lo asombroso es que el cristianismo haya triunfado y se haya extendido durante milenios merced a unos seguidores que hacen exactamente lo contrario de lo que predicó Jesucristo: desde abominar de la riqueza a abusar de los débiles, pasando por cualquier barbaridad que se les ocurra.
Es normal que esta gente se escandalice ahora por la representación de un Cristo en un cartel sevillano en lugar de rasgarse las vestiduras por el obsceno patrimonio de las altas jerarquías eclesiásticas o por el enésimo genocidio en Gaza. Han acusado a Salustiano García, el artista autor del cartel de la Semana Santa, de haber pintado un Cristo afeminado, amanerado, blandengue y depilado en lugar del Cristo viril, ensangrentado, dolorido y exhausto con que suele desfilar por las calles de Sevilla. Se supone que, si Cristo resucita, debe hacerlo con todos los rastros de latigazos, el lanzazo en el costado y las marcas de los clavos que se llevó de despedida. Es que así no hay quien crea en los milagros.
Para mí, uno de los mayores milagros de la tradición pictórica de Jesucristo reside en el hecho de que lo representen bajo la figura de un hombre blanco, de etnia caucásica, a menudo rubio y con los ojos azules, y no como un varón nacido en Palestina. Entre las muchas paradojas del catolicismo, del protestantismo y de las iglesias cristianas en general está el antisemitismo furibundo, cuando por origen, nacimiento y educación, Jesucristo tenía que ser hebreo por narices y por los cuatro costados. Un paso más allá van los supremacistas nazis que presumen de raza aria, quienes, como mucho, habrán ojeado un libro en toda su vida y todavía no se han enterado de que en ese libro, la Biblia, todos los protagonistas son judíos.
En cuanto al sexto mandamiento, habrá que recordar que, según los Evangelios, única fuente autorizada, Jesucristo no dijo una sola palabra ni a favor ni en contra de la homosexualidad. Aquella vindicación del matrimonio según la cual el hombre debía dejar a sus padres para unirse a una mujer en una sola carne no fue seguida por ninguno de sus discípulos ni por el propio Jesucristo. Los pecados que sí condenó explícitamente fueron la acumulación de capitales («es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos») y la pederastia («al que escandalice a uno de estos pequeños que cree en mí, más vale que le cuelguen al cuello una piedra de molino y lo hundan en el mar»), dos prácticas ampliamente extendidas en la Iglesia católica.
Me temo que el escándalo que ha levantado el cartel de Salustiano García visualiza la homofobia rampante que sigue campando a sus anchas en el tuétano de la ultraderecha española. Muchos, al verlo, habrán sentido lo mismo que ese cura o esa monja al rezar a la imagen del crucificado medio desnudo: «El cuerpo de Cristo, quien lo pillara». Temen que, con ese cartel, la comunidad LGTBI se haya apropiado del relato católico tradicional, el que ha sepultado en las catacumbas al Cristo de los pobres y los perseguidos. Ellos, ya se sabe, son más del Cristo entre ladrones.