Los conservadores se preguntan inquietos hasta dónde llegará en su giro aperturista
El Vaticano sufre el síndrome del hijo pródigo. La curia romana se siente como el hermano mayor de la parábola, aquel que permaneció fiel junto al padre mientras el pequeño le pedía su parte de la herencia y se marchaba lejos a dilapidarla. Desde que el papa Francisco llegó, su discurso se puede dividir en dos partes. Una muy amable, de seda, que tiende la mano a todos aquellos —descreídos, parejas divorciadas, mujeres que abortaron, homosexuales— que oficialmente dejaron de estar en gracia de Dios. Les dice que la Iglesia tal vez haya sido un padre demasiado severo —“el confesionario no es una sala de torturas”— y que los espera con los brazos abiertos. La otra parte del discurso de Jorge Mario Bergoglio es muy dura, una daga directa al corazón de la jerarquía: “No podemos reducir el seno de la Iglesia universal a un nido protector de nuestra mediocridad”. La reciente entrevista del Papa a Civiltà Cattolica, la revista de los jesuitas —a la que pertenecen las dos frases citadas—, no ha hecho más que agrandar esa sensación en los pasillos del Vaticano.
Cada miércoles, cada domingo, la plaza de San Pedro hierve de gente que se siente, de nuevo, orgullosa de ser católica. A unos metros, sin embargo, entre los largos corredores custodiados por la Guardia Suiza, esta transición entre la ortodoxia callada de Benedicto XVI y la revolución de Francisco —cálida, afectuosa, pero también muy vehemente con los suyos— provoca cierta preocupación. Aquellos que desde Roma o desde los palacios arzobispales de todo el mundo se sienten guardianes de unas esencias que Bergoglio quiere, como mínimo, someter a discusión, se preguntan entre sí hasta dónde pretende llegar este Papa. No se puede decir, por tanto, que las palabras del Papa a La Civiltà Cattolica hayan supuesto una alegría entre la Curia, pero las reacciones —en tiempo de mudanza— son moderadas y, sobre todo, protegidas por la garantía del anonimato.
Hay quien dice, por ejemplo, que las dos grandes entrevistas concedidas por el Papa hasta ahora —durante el vuelo de regreso de su viaje a Río de Janeiro y a la revista de la Compañía de Jesús— suponen un reto de Francisco a sí mismo. “Al hacer públicas las líneas maestras de su reforma”, explica un alto prelado, “el Papa consigue dos objetivos. Abrir el debate sobre la Iglesia que desea a todos los católicos, no solo a los ocho cardenales que en octubre tienen que empezar a plantear los cambios, y a la vez —o sobre todo— es un reto ante sí mismo. En la entrevista el Papa deja muy claro que desea cambios, discusiones profundas sobre temas cruciales. Se está obligando a sí mismo, ante todo el mundo, a ser coherente con sus deseos ante las posibles presiones que sin duda llegarán. Es un acto de honestidad absoluto”.
A pesar de la repercusión mediática de sus palabras, de su conexión inmediata con todos aquellos que, en Roma, en Lampedusa o en Río de Janeiro, han tenido la oportunidad de verlo de cerca, de estrechar su mano siempre dispuesta al saludo, los próximos meses del Papa no van a ser fáciles. No son pocos los que, a través de las redes sociales o bajo el anonimato del Vaticano, empiezan a cuestionar sus primeros meses de pontificado. La acusación más repetida es: “Ha dicho muchas cosas, pero aún no ha hecho nada”. No es del todo cierto. Es verdad que, seis meses después de su elección, aún no ha cambiado la estructura de la Curia ni ha reformado los corruptos cimientos del banco del Vaticano. Pero tanto en un caso como en otro ya se han visto gestos, incluso golpes en la mesa, que dejan muy claro que el tiempo de la impunidad vaticana se ha acabado. El ejemplo más claro ha sido el de quitar toda protección a quienes, como monseñor Nunzio Scarano, han sido detenidos por la policía italiana acusados de operaciones fraudulentas de lavado de dinero al amparo del Instituto para las Obras de Religión (IOR). Hasta que llegó Francisco, el pasaporte vaticano era muchas veces una guarida. Ahora ya no lo es.
Pero el cambio más grande, el más tangible, se puede ver cada día en los diarios de todo el mundo. Ahora la Iglesia católica es noticia por la llegada de un Papa que habla de los pobres, de las periferias del mundo, que le ha declarado la guerra al lujo —y cuánto lujo hay en el Vaticano— y que, para dejarlo claro en la guerra de las imágenes instantáneas, utiliza coches pequeños y a veces prestados, como el Jeep que utilizó en Lampedusa o el Renault 4L que le regaló un cura de barrio obrero. Hace solo un año, el Vaticano también era noticia, pero no por la discusión abierta, sino por las peleas de poder, los robos de documentos y las redes de influencia.
La beata Imelda
Ya son dos veces las que el Papa se ha referido a la beata Imelda. Primero fue de regreso de Río de Janeiro. Cuando los periodistas le preguntaron por la detención de monseñor Nunzio Scarano, acusado de blanqueo de dinero, dijo: “No ha ido a la cárcel porque se pareciera a la beata Imelda”. Y durante la entrevista con Antonio Spadaro, al hablar del carácter expeditivo que lucía en el pasado, ilustró: “No habré sido ciertamente como la beata Imelda, pero jamás he sido de derechas”.
Y, ¿quién es la beata Imelda? Pues se trata de Magdalena Lambertini, hija del conde Elgano Lambertini, nacida en Bolonia en 1320 y que desde niña sintió una gran vocación. Construía pequeños altares ante los que rezaba. Su obsesión era ser monja y recibir la comunión, pese a que entonces solo se podía a los 14. Por fin, los padres permitieron que fuera al convento de las dominicas con 10 años. Tres años después consiguió comulgar y morir al mismo tiempo, de éxtasis. León XII la beatificó en 1826 y es la patrona de los primeros comulgantes. Ahora otro papa la cita como símbolo de la inocencia absoluta.
El Papa bendice al presidente de Hungría este viernes. / claudio peri (reuters)
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