Petrarca decía que «un bello morir honra toda una vida». Desde el principio de los tiempos han existido sabios, filósofos, escritores, médicos… personas de toda clase y condición que han profundizado sobre la importancia de que la muerte sea un trance digno para el ser humano. Independientemente de ideologías o creencias, personajes tan dispares como Mark Twain, Pitagoras o el mismo Nietzsche incidían en la necesidad de una «buena muerte» como colofón a una vida plena.
A este grupo de reflexivos pensadores debemos sumar un nuevo fichaje: Rafael Hernando. La criatura tiene el gatillo del dedo de tuitear flojo. A juego con sus procesos mentales. Eso le obliga a colgar en la red cualquier sinsentido que le viene a esa cabecica loca y, ¡hala!, ¡tontada al canto!.
«La cultura de la vida frente a la cultura de la muerte. ¿Cuál prefieres?». Espeta Rafa en un tuit que pretende abrir un debate sobre una premisa absurda. ¿Perdón?, ¿Hablamos de eutanasia?
Pues entonces te diré lo que prefiero. Por desgracia, he visto morir muy mal a alguno de mis seres más queridos. A mi madre tras una enfermedad degenerativa que acabó convirtiéndole en una muñeca rota, lacerada por las llagas y las terribles crisis que la mortificaron a lo largo de diecisiete años ( justo el tiempo que permanecimos juntas) transformando su cuerpo y su mente en un infierno.
Cuando yo tenía cinco años ella ya no podía caminar y hacía poco que conocía su diagnóstico. Por fin le habían puesto nombre a la enfermedad pero las perspectivas eran aterradoras por aquel entonces.
Era una tarde de verano, como cualquier otra, y me mandó a jugar a la calle hasta que mi padre volviera del trabajo. No se cuanto tiempo pasó ni tampoco que me impulsó a subir antes a casa. Quizás tenía sed o simplemente era inquietud.
Nadie abrió la puerta y una vecina que escuchó mi llanto, sabiendo de la situación, saltó por la galería y encontró el cuadro. Un intento de suicidio frustrado que la condenó a doce años más de sufrimiento y pérdida de la propia conciencia.
No me siento culpable. La vida es así de perra algunas veces y escribe torcido con renglones aún más retorcidos. Pero siempre pensé que, de pasarme algo parecido, nada ni nadie impediría quitarme de en medio en el momento justo.
Por si no le queda claro, amigo mío, soy amante de la vida, en gran parte, porque tengo consciencia de mi muerte y me parece importante aprovechar al máximo este viaje. Pero, llámeme aprensiva, preferiría que, el día que llegue mi hora, no tenga que marchar entre dolores y delirios porque unos meapilas intolerantes no me permitan hacerlo como merece una persona. Solo pido respeto a poder tener una buena muerte para mí y para todos los que lo deseen. Así de simple. No pertenezco a Sendero Luminoso ni soy una asesina en serie para desencanto del personal neandertal que tanto me siguen. Solo alguien que quiere honrar una bella vida teniendo la posibilidad de tener una bella muerte.
Y por supuesto, respeto su deseo de no acogerse a la eutanasia sr. Hernando. Es más, espero que lo recuerde si, ¡el cielo no lo quiera!, su momento final se convierte en una agonía larga y dolorosa. Le deseo que pueda disfrutar de la experiencia y que mantenga su coherencia rebelándose ante la cultura de la buena muerte. La va diñar igual, eso sí, pero seguro que sube de cabeza a los altares de los mártires idiotas.
La eutanasia es una cuestión de humanidad y su debate debe estar al margen de electoralismos y manipulaciones torticeras. Todos vamos a morir, de eso no hay duda. La cuestión es: ¿merecemos hacerlo peor que una mascota?
Pero cada uno da de sí lo que puede, Rafael. O como decía mi abuela, donde no hay mata…O sea que sin rencores. Y para que veas, te voy a dar un consejo. Bueno, mío y de Groucho Marx:
«Es mejor estar callado y parecer tonto, que hablar y despejar las dudas definitivamente.» (Se aplica también a los tuits). Hazte mirar lo del dedo.
Ana Cuevas