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La crítica marxista a la religión desde una perspectiva laica

Resumen: La tesis marxista de la religión como opio del pueblo ha sido tergiversada y convertida en uno de los principales argumentos que ha utilizado el pensamiento neoliberal y religioso contemporáneo para denostar en su integridad el pensamiento marxista. En este artículo pretendemos recuperar el sentido genuino de aquella sentencia, intentando ser justos con el propósito emancipador general de la filosofía marxista. Mostraremos la vinculación que existe entre la crítica a la religión de Marx y su defensa de la libertad de conciencia desde una perspectiva laica. Por último, veremos como el planteamiento marxista, leído desde una perspectiva laicista, puede arrojar luz sobre la alianza actual entre el neoliberalismo y el clericalismo religioso.

Autor: César Tejedor de la Iglesia (1)

1. LA CRÍTICA COMO CONDICIÓN DE EMANCIPACIÓN.
UNA RELIGIÓN DE COMPENSACIÓN

Nadie puede reprocharle a Marx el tesón y la constancia que desde siempre demostró en el intento de transformar un mundo injusto en uno más humano. La mayoría de los grandes intelectuales que jalonan la historia de la filosofía hicieron lo mismo. Sin embargo, el caso de Marx es especial. Supo que para sentar las bases efectivas de un cambio socio-político real era necesario emprender una tarea previa, mucho más compleja: la tarea de desenmascarar los prejuicios y las ilusiones que mantenían a la sociedad aferrada consciente o inconscientemente a un status quo que en muchas ocasiones ni siquiera se percibía como una situación de dominación. La erradicación de la opresión requiere la conciencia de la opresión. La crítica de todo tipo de ideología falaz e ilusoria es condición de posibilidad de la emancipación humana. Es en este contexto filosófico en el que hay que encuadrar la crítica marxista a la religión, así como la crítica a toda otra retórica seductora que a base de abstracciones y grandes palabras más o menos arbitrarias mantenga a los hombres sometidos a la ideología de las clases dominantes.

Marx expone su famosa tesis sobre la religión como opio del pueblo en la Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel. Es evidente que Marx se nutre de la concepción de la alienación religiosa que desarrollan tanto Hegel como Feuerbach. Al igual que todas las opciones de sentido a las que se adhiere la conciencia humana, la deriva religiosa es un producto histórico, cuyo origen está en el hombre. No es la religión la que hace al hombre, sino el hombre el que hace a la religión. Cualquier recurso ideológico que sitúe la esencia del hombre y el sentido de su vida fuera de sí mismo y de su propia vida real debe ser por tanto desenmascarado como ilusorio. Hegel había interpretado la alienación humana como una externalización inconsciente de sí mismo, de tal forma que debe ser la filosofía, entendida como una especie de hermenéutica de la historia, la que reconcilie a la humanidad consigo misma. En el seno de un planteamiento idealista, Hegel pensaba que esa reapropriación se llevaría a cabo a través de la referencia a un ideal que triunfaría al final de los tiempos. La propuesta marxista es heredera de esta reapropiación de la humanidad del hombre por sí mismo, pero en un sentido claramente materialista: «La crítica de la religión desemboca en esa enseñanza que muestra al hombre como el ser supremo para sí mismo y, por consiguiente, en el imperativo categórico de echar por tierra todas las relaciones de poder en las que el hombre permanece como un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable».2 Siguiendo la estela de Feuerbach, Marx se da cuenta de que la religión crea una serie de ídolos que recrean una realidad ficticia y trascendente en la cual el hombre, víctima de la opresión y del sufrimiento en la tierra, proyecta sus ilusiones y sus esperanzas en el cielo. Desde esta perspectiva, la famosa frase de Marx que define a la religión como el opio del pueblo y complemento espiritual de un mundo sin alma, como la conciencia invertida del mundo, no puede interpretarse como un rechazo radical de la espiritualidad religiosa como tal, sino solamente de la función social que esta asume en un mundo dominado por la explotación y la alienación del hombre. Henri Peña-Ruiz, el comentarista más influyente en la actualidad del pensamiento marxista, comenta en su reciente obra sobre el autor esta misma idea: «Precisamente porque el hombre vive una existencia sin posibilidades de desarrollo real, es decir, una existencia mutilada, su conciencia inventa un mundo de realidades ideales y trascendentes en las que proyecta eso a lo que ha renunciado en su vida real. Dios no existe más que por la anulación de la humanidad del hombre. De ahí que sea inútil luchar contra la religión como tal, si no nos remontamos al mundo real y a la configuración concreta que ha generado la necesidad de la religión».3 Marx no se opone a la religión como opción espiritual libre de la conciencia humana, tal y como la definía el ilustrado Bayle, sino a una religión que se adapta a las necesidades de la ideología dominante y se convierte en una religión de compensación que asume una doble función: por un lado, la de servir de consuelo a las almas atormentadas de este mundo que sufren día a día los rigores de la opresión y la explotación; por otro lado, la de legitimación del orden establecido, en tanto que se constituye como “aroma espiritual” de un mundo sin corazón, donde la miseria es más que real. Marx no se opone por tanto a la religión en sí misma, sino al rol que adquiere en un contexto social de dominación y de frustración, y parece dejarlo claro una y otra vez en los textos donde aborda la crítica de la religión como ideología: «Abolir la religión en tanto que felicidad ilusoria del pueblo es exigir su felicidad real. Exigir que el pueblo renuncie a las ilusiones sobre su situación es exigir que renuncie a una configuración de la realidad que necesita de ilusiones».4

El objetivo de la crítica marxista se dirige por tanto a la instrumentalización social y política de la religión. No tiene ningún sentido epistemológico o teológico. Marx no pretende demostrar que los creyentes de una religión determinada vivan en el error en comparación con quienes optan por una opción atea. Sería vano oponerse a la religión como tal, como si se tratara de una representación puramente arbitraria y susceptible de ser remplazada sin que cambie la situación real que la acompaña. Eso sería tanto como confundir la causa con el efecto. Por eso Marx insiste en que lo que es miserable es la realidad social, no la religión. Y por tanto no es a ella a quien hay que oponerse, sino a la injusticia social que ha generado una necesidad de consuelo y compensación espiritual.

La crítica de la religión como compensación ilusoria de un mundo capitalista deshumanizado nos retrotrae por tanto a una crítica mucho más radical, la de un mundo “desencantado” donde la injusticia social ha hecho brotar en los hombres la necesidad de una esperanza ilusoria, trascendente. En realidad, Marx recoge el testigo de Hegel y Kant en su crítica de una religión que adquiere una función política en un contexto histórico concreto. «La crítica del cielo se transforma en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del derecho, la crítica de la teología en crítica de la política».5 Kant, en su obra La religión dentro de los límites de la mera razón, ya había puesto de manifiesto esta diferencia entre religión y clericalismo teológico-político. Como reconocido creyente, de la rama del protestantismo pietista, no puede ser sospechoso de hostilidad militante hacia el cristianismo como tal, sino hacia su encarnación histórica reconocible bajo la forma de un poder teológico-político que ha sido letal para las libertades individuales. «Tantum religio potuit suadere malorum!»6 («¡Cuánta maldad ha podido inspirar la religión!»). Estas palabras, bajo la pluma de un creyente, solo pueden ser consideradas como una crítica de la deriva teológico-política de la religión, que se configura como vector de dominación política más que de emancipación de las conciencias humanas. La misma crítica de fondo encontramos en Hegel, filósofo cristiano que consideraba la religión, junto con el arte y la filosofía, como las formas a través de las cuales se desarrolla el espíritu humano y se expresa el absoluto. Para él, el sentimiento religioso es el sentimiento interior de lo absoluto, a través del cual el individuo particular se reconcilia con su finalidad, que no es otra que el desarrollo de la idea de libertad. Hegel se opone así a una deriva perversa de la religión por la que esta se identifica con intereses políticos, y adquiere un cariz de reacción compensatoria de un mundo donde rigen determinadas relaciones de dominación entre los hombres.

En definitiva, a Marx se le ha atribuido injustamente un odio exacerbado de la religión y un intento de erradicarla con la supuesta finalidad de imponer un régimen ateo. La deriva totalitaria que adquirió el régimen comunista de Stalin fue utilizada por sus críticos para atribuir el origen de la dictadura comunista de Stalin a la filosofía marxista, cuando en realidad no tienen nada que ver. El régimen comunista de Stalin fue una dictadura que asesinó a tantos comunistas como había hecho la Inquisición con los cristianos.7 La amalgama entre Marx y Stalin es tan absurda como pueda ser identificar a Jesucristo con Torquemada. Sin duda la amalgama entre Marx y Stalin le ha resultado muy útil a la ideología dominante, que bajo apariencia de liberalismo, considera que no hay alternativa posible al capitalismo. Pero lo cierto es que el proyecto de emancipación humana que destila toda la filosofía marxista no tiene nada que ver con la deriva totalitaria que adquirió el régimen de Stalin. Ni siquiera la idea marxista de una dictadura del proletariado tenía un significado político, sino más bien económico, compatible con la defensa de las libertades civiles y políticas, entre ellas la libertad de conciencia.

2. DERECHOS HUMANOS Y LIBERTAD DE CONCIENCIA

«El Estado puede ser un Estado libre sin que el hombre sea un hombre libre».8 De esta forma expresa Marx la contradicción que existe entre el cielo de unos principios jurídicos abstractos y formales, y la tierra de la realidad social en la que vive el hombre día a día. En El Capital, Marx evocaba «el pomposo catálogo de los derechos del hombre», que desde el momento en que no tienen en consideración sus posibilidades efectivas de realización, se convierten automáticamente en letra muerta. No son más que grandes palabras sin un verdadero efecto emancipador. La libertad, la igualdad, la propiedad privada, la seguridad… todos ellos son derechos que suenan bien, pero que leídos atentamente, como hace Marx tomando como referencia las distintas declaraciones de derechos que se habían firmado a finales del siglo XVIII en Francia y en Estados Unidos, pueden servir únicamente para legitimar un orden social atento a las exigencias de las clases poderosas. El carácter abstracto de las distintas declaraciones de derechos y su notable carácter burgués convierten estos derechos en exclusivos de quienes pueden disponer por sí mismos de los medios para hacerlos efectivos. Por eso, Marx precisa que una modesta ley que limite la jornada legal de trabajo puede llegar a ser mucho más efectiva para la emancipación de los hombres que toda esta lista de derechos y libertades formales que en ningún caso significan una aplicación de las exigencias de la dignidad humana que en ella quedan codificadas.9

La ficción jurídica de los derechos del hombre, considerados desde una perspectiva puramente abstracta y formal, en el fondo adquieren la misma función que la religión de compensación de la que hablábamos más arriba: dibujan un paraíso idílico donde puede mirarse el hombre y olvidar su miseria y su falta de derechos reales, y a la vez legitiman un orden donde prima el egoísmo frente a la solidaridad, el blindaje de la propiedad privada frente a la redistribución de la riqueza, el derecho al interés propio frente a los derechos de todos como pueblo. En definitiva, el análisis crítico de Marx desenmascara el carácter ideológico de los derechos humanos, que hoy es más actual que nunca. ¿Cómo se puede entender como universal el derecho a una vivienda digna cuando miles de seres humanos han sido desahuciados y obligados a seguir pagando una casa de la que ya no pueden disfrutar bajo el único pretexto de la rentabilidad de las entidades financieras y la supuesta neutralidad de las leyes del mercado? De la misma manera podríamos dudar de la libertad de la que goza una persona en paro. Las exigencias de la dignidad humana codificadas en las distintas declaraciones de derechos y constituciones estatales le conceden la facultad de decidir si quiere firmar o no firmar un contrato de trabajo que se le ha ofrecido. Sin embargo, su propia precariedad existencial y el sometimiento al que se ve expuesto por las relaciones de poder establecidas por la ley de la oferta y la demanda convierten su supuesta libertad “jurídica” en obligación “real” de firmar sin rechistar, por muy inaceptables e inhumanas que parezcan las cláusulas del contrato. En realidad, está completamente sometido al arbitrio del capitalista. Sus derechos no valen nada frente a la dictadura del capital.

Como vemos, la crítica de Marx a los derechos humanos es radical, desde el momento en que pone de manifiesto su carácter tramposo y falaz. Sin embargo, el hecho de que un contexto socio-económico determinado impida la realización efectiva en la práctica de los ideales que conllevan los derechos humanos no invalida los propios ideales. La insuficiencia de tales derechos no implica su ilegitimidad. La crítica de la instrumentalización ideológica de las libertades formales no es incompatible con su defensa de los derechos humanos, del mismo modo que la crítica de la instrumentalización política de la religión no solo no es incompatible con la defensa de la libertad de conciencia, sino que además es su condición de posibilidad. En su obra La cuestión judía, al hilo de su análisis de los derechos del hombre y del ciudadano, Marx afirma que «entre ellos se encuentran la libertad de conciencia, el derecho a practicar el culto elegido. El privilegio de la fe es reconocido expresamente, ya sea como un derecho del hombre, o como consecuencia de un derecho del hombre, de la libertad». Y un poco más adelante: «La incompatibilidad de la religión con los derechos del hombre se halla tan poco presente en el concepto de derechos del hombre que el derecho a ser religioso, a ser religioso en el modo elegido, a practicar el culto de la propia religión particular, resulta antes bien expresamente enumerado entre los derechos del hombre. El privilegio de la fe es un derecho universal del hombre».10

De esta forma, Marx se define como un pensador de la emancipación del ser humano en todos sus registros, y en un defensor de los derechos humanos genuinos y efectivos, incluido el derecho a adherirse a una opción de conciencia determinada, ya sea creyente, agnóstica o atea, sin sufrir discriminación por ello. La separación laica del Estado y las Iglesias, sean del signo que sean, no es para Marx la condición necesaria para imponer un Estado ateo, que cambie simplemente el signo de la dominación. Más bien pretende acabar con la posibilidad de la dominación de unos seres humanos por otros, en cualquiera de sus versiones. Un Estado que no se identifica con ninguna opción de conciencia determinada, sino que deja esa elección a los individuos en privado, solo puede ser visto como un Estado totalitario por quienes disfrutan de privilegios ilegítimos en razón de sus creencias particulares, que al perderlos sienten como una ofensa el advenimiento de la igualdad real de todos los ciudadanos y la anulación de toda discriminación, ya sea positiva o negativa. Así enuncia Marx el primer principio de la laicidad del Estado, «que la emancipación del Estado respecto de la religión no entraña la emancipación del hombre real respecto de la religión».11 El Estado neutral dedicado a la res pública, y que respeta las diferentes opciones de conciencia de los individuos en su vida privada no es un Estado ateo, pues en tal caso se estaría imponiendo una opción particular –el ateísmo– a todo el pueblo, sino más bien un Estado que defiende y permite el desarrollo de todas las opciones de conciencia posibles en el ámbito que le corresponde, que es el ámbito privado. «El Estado puede haberse emancipado de la religión, incluso si la aplastante mayoría es todavía religiosa. Y la aplastante mayoría no deja de ser religiosa por el hecho de ser religiosa privatim».12

Marx es sin duda uno de los grandes filósofos de la laicidad del Estado, en contra de muchos paladines del liberalismo económico contemporáneo que han querido ver en él al más firme defensor del Estado autoritario que impediría el libre ejercicio de los derechos individuales, entre ellos el de ejercer un culto religioso determinado. Para él, la emancipación laica y la emancipación socio-económica del hombre son las dos caras de una misma moneda. Sus ideas tenían como enemigos al clericalismo teológico-político y a los depositarios del poder económico. Por eso, visto con la perspectiva que nos brinda el siglo XXI, no resulta tan extraño que su memoria intelectual cayera en cierto modo en desgracia en los siglos siguientes, que trajeron consigo el triunfo del neoliberalismo y la emergencia de los diferentes fanatismos religiosos.

3. NEOLIBERALISMO Y RELIGIÓN: LA FARSA DE LA BENEFICENCIA
¿Por qué el triunfo del capitalismo a nivel global coincide con el renacimiento de los fanatismos religiosos? Con la crítica al rol de la religión como compensación, Marx se adelantó a su tiempo y nos proporcionó una respuesta a la pregunta. En un mundo plegado a las exigencias del capital, donde las relaciones humanas se descomponen sin solución de continuidad en relaciones mercantiles, la religión emerge como ese suplemento espiritual que el hombre ya no encuentra en la realidad social. La religión se convierte en el único proveedor de sentido en un mundo «desencantado».13

A medida que la mundialización capitalista ha ido completando el proceso de mercantilización de toda la realidad social, la ideología político-económica del neoliberalismo le allanaba el camino erigiendo el capital como único criterio normativo del mercado. La falacia del crecimiento económico esconde un proceso de externalización de los costes humanos, ecológicos, sanitarios –sociales en definitiva–, como condición para la acumulación capitalista. Así, la ideología neoliberal defiende que cualquier traba que se le ponga al mercado, o lo que es lo mismo, al libre desarrollo de los intereses egoístas de los agentes económicos particulares, generará desajustes nefastos para la sociedad. Por esta razón, tiende a considerar la inversión pública como un gasto público fatal, pues supone una intromisión del Estado que no produce más que perjuicios para la economía de un país, cuya cara más visible en épocas de crisis económicas se manifiesta a través del déficit público. La solución neoliberal no deja de ser sospechosa. Considera que la reducción del déficit público pasa por eliminar el gasto público. Sin embargo, a pesar de la defensa de un Estado “mínimo” dedicado simplemente a garantizar que se respeten los contratos privados, no rechaza la utilización de dinero público para “re-capitalizar” las entidades bancarias que entran en quiebra, aunque sus altos directivos cobren indemnizaciones millonarias. Por otra parte, impone la necesidad de la austeridad como coartada para la privatización de los servicios públicos, denigrados por su insoportable peso fiscal y su improductividad económica a corto plazo. De esta forma, servicios como la sanidad o la educación entran en el libre juego de la rentabilidad económica y la competencia capitalista.

Todo el programa neoliberal que sostiene ideológicamente al proceso de mundialización capitalista convierte la cuestión social en un problema que el Estado no tiene que resolver, sino más bien que disolver. Aborda así la destrucción de los derechos sociales, seña de identidad del Estado social de derecho. La pregunta de marcadas reminiscencias marxistas surge inmediatamente. ¿Quién asiste a quién? Y la respuesta parece evidente. La redistribución de las riquezas a favor de los más desfavorecidos que suponía el Estado social de derecho se convierte, reconducida por la ideología dominante del neoliberalismo, en una carga cada vez más pesada para los más desfavorecidos que resulta directamente proporcional a la avaricia del beneficio especulativo del capital. Las desigualdades crecientes entre ricos y pobres no solo a nivel nacional, sino también a nivel mundial parecen corroborar las contradicciones que se derivaban del análisis crítico del capitalismo que Marx anticipaba ya en el siglo XIX.

Enterrada la justicia social bajo las “aguas heladas del cálculo egoísta”, la miseria se hace más visible y real que nunca, y no le queda más remedio que recurrir a la caridad. En este mundo sin alma hace falta un complemento anímico. Las propias palabras de Marx son esclarecedoras: «La miseria religiosa es, por una parte la expresión de la miseria real y, por otra la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el alma de un mundo sin corazón, porque es el espíritu de las condiciones sociales sin espíritu».14 El papel que le correspondía cumplir al Estado, legítimo garante de los derechos y las libertades de todos los ciudadanos, es desviado a la Iglesia y otras organizaciones “benéficas”. Los derechos sociales, que suponían una reapropiación social de la producción convirtiéndose así en el principal resorte real de la emancipación social, dejan paso a la eventual caridad que solo puede emanar de quien no está necesitado. De esta forma, Marx desveló de forma premonitoria la relación simbiótica entre el neoliberalismo y la religión, concebida como complemento espiritual caritativo y, en último término, legitimador de las relaciones de fuerza en la sociedad. El paralelismo de los argumentos de quienes predican la caridad y la misericordia desde púlpitos de oro pagados por el Estado, y quienes predican la austeridad sin aplicarse a sí mismos la moderación salarial parece revelador de esta alianza ya denunciada por Marx entre todas las fuerzas opresoras de la sociedad. Es fácilmente comprensible desde esta perspectiva por qué las instituciones religiosas que disfrutan de privilegios públicos, contradiciendo los principios laicos de la libertad de conciencia y la igualdad de trato de todos los ciudadanos al margen de las diferencias de creencia, se esconden tras el falaz argumento de su “labor social” para justificar y perpetuar tales privilegios.

Pero hay un peligro mayor asociado al debilitamiento o incluso la erradicación de un sector público fuerte y sostenido por el Estado. Es el peligro de la emergencia de los fundamentalismos religiosos, que prosperan precisamente porque llenan un gran vacío de bienestar social. La periodista y ensayista canadiense Naomi Klein ya denunciaba hace unos años en su obra No Logo los peligros asociados a la privatización de los servicios públicos que propugna el neoliberalismo contemporáneo. Le bastaba con el ejemplo de las infraestructuras creadas por Osama Bin Laden en países pobres asolados por la guerra, donde no existe un buen sistema público de carreteras, escuelas, centros médicos y servicios sanitarios básicos.15 Fue precisamente en Pakistán donde Bin Laden creó sus semi-narios islámicos extremistas, donde fueron adoctrinados tantos líderes talibanes.

Pero hay ejemplos más recientes y cercanos que avalan esta tesis. No hace mucho, por ejemplo, en la Grecia acorralada por los imperativos de la Troika, el partido neo-nazi en auge Aurora Dorada pretendía captar acólitos repartiendo alimentos en distintos lugares del país a los griegos (y solo griegos) que habían caído en la miseria. De igual manera, el brazo más fundamentalista de la Iglesia Católica en España, encarnado por el presidente de la Conferencia Episcopal Española Rouco Varela, amenazaba con dejar de ejercer la “labor social” que lleva a cabo Caritas si el Estado le obligaba a renunciar a uno de los muchos privilegios fiscales de los que disfruta la Iglesia en España, el pago del IBI.16

La consecuencia es evidente: cuanto más débil es el sector público de lo que es de todos, lo universal, más riesgo hay de que surjan las diferentes figuras de la dominación, siempre particulares. Marx era consciente de ello, y por eso tuvo siempre clara la diferencia entre la esperanza de un más allá de compensación y el deseo de un mundo de justicia social aquí abajo.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Gauchet, M. (2005). Le désenchantement du monde. Paris: Gallimard.
Kant, I. (1986). La religión dentro de los límites de la mera razón. Madrid: Alianza.
Klein, N (2011). No Logo. Barcelona: Paidós.
Marshall, T.H. y Bottomore, T. (2007). Ciudadanía y clase social. Madrid: Alianza.
Marx, K. (1997). El Capital [Tomo I]. Barcelona: Ediciones Folio.
— (1997). La cuestión judía. Madrid: Santillana.
— Contribución a la crítica de la filosofía política de Hegel, texto en internet.
http://www.atinachile.cl/content/view/692985/Critica-de-la-filosofia-del-derecho-de-Hegel-Karl-Marx-sobre-la-religion.html
Pérez Tapias, J.A. (2007). Del bienestar a la justicia. Madrid: Trotta.
Peña-Ruiz, H. (2012). Marx, quand même. Paris: Plon.
Peña-Ruiz, H. y Tejedor de la Iglesia, C. (2009). Antología laica. 66 textos comentados para comprender el laicismo. Salamanca: Universidad de Salamanca.

NOTAS

1. Universidad de Salamanca
2 K. Marx, Contribución a la crítica de la Filosofía del derecho de Hegel, texto disponible en internet.
3 H. Peña Ruiz (2012). Marx, quand même. Paris: Editorial Plon, pp. 86-87.
4 K. Marx, Contribución a la crítica de la Filosofía del derecho de Hegel, Introducción, texto en internet.
5 K. Marx, Contribución a la crítica de la Filosofía del derecho de Hegel, Introducción, texto en internet.
6 I. Kant (1986). La religión dentro de los límites de la mera razón. Madrid: Alianza, p. 134. Para un análisis más detallado de este texto de Kant y su interpretación desde la perspectiva de la diferencia laica entre religión y clericalismo, remito al lector a nuestro libro H. Peña-Ruiz y C. Tejedor de la Iglesia (2009). Antología laica. 66 textos comentados para comprender el laicismo. Salamanca: Ed. Univ. de Salamanca, pp. 83-85.

7 Recordemos que la Santa Inquisición fue creada como un instrumento de control de la ortodoxia cristiana, y por tanto solo podían ser juzgados por ella quienes habían sido previamente bautizados, y pertenecían así a la comunidad cristiana. El encono de la persecución de toda heterodoxia del que ha hecho gala la Iglesia a lo largo de su historia explica entre otras cosas la conversión forzada en distintos momentos de la historia de moriscos y judíos. Y también la práctica tan irracional como normalizada hoy en día de bautizar a los niños cuando son bebés, antes de que ellos mismos tengan uso de razón para seguir los dictados de su conciencia y decidir libremente sobre su adscripción voluntaria a una comunidad religiosa.
8 K. Marx (1997). La cuestión judía. Madrid: Santillana, p. 23.

9 Véase el apartado titulado “Lucha por la jornada normal de trabajo. Repercusiones de la legislación fabril inglesa en otros países”, El Capital, Libro I, capítulo IV. Marx se está refiriendo a la ley que por primera vez fijó un límite máximo de 10 horas diarias la jornada laboral, y en dos notas a pie de página afirma: «La ley de las 10 horas ha salvado a los obreros de su total degeneración y ha garantizado su salud física», «y una ventaja todavía mayor significa el que por fin se distinga claramente el tiempo que pertenece al propio obrero y el que pertenece a su patrono. Ahora, el obrero sabe dónde termina el tiempo que vendió y dónde comienza el suyo propio».

10 K. Marx (1997). La cuestión judía. Madrid: Santillana, pp. 32-33.
11 K. Marx, op. cit., p. 31.
12 K. Marx, op. cit., p. 23.

13 M. Gauchet (2005). Le désenchantement du monde. Paris: Gallimard.

14 K. Marx, Crítica de la Filosofía del derecho de Hegel, Introducción, texto en internet
15 N. Klein (2011). No Logo. Barcelona: Paidós, p. 531.

16 El 20 de mayo de 2012, el cardenal Rouco Varela declaraba que «si la Iglesia se ve obligada a pagar el IBI irá en detrimento de su obra caritativa». Se refería a la acción benefactora de Caritas, que por cierto no recibe de la Iglesia católica más de un 2 % de su financiación.


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