Otra cosa fuera el mundo si tuviéramos la misma diligencia para prevenir las catástrofes naturales que tenemos para practicar la caridad y la solidaridad cuando estas ocurren.
Por supuesto que conmueve la recolección de alimentos, frazadas, ropa y medicamentos en oficinas públicas y privadas, universidades, colegios, iglesias, conventos y casas de familia; por supuesto que resulta esperanzador la repetición en los medios de comunicación y en las redes sociales del hashtag #TodosSomosMocoa; por supuesto que impresiona enterarse de las millonarias donaciones para la reconstrucción de Mocoa de países con los que apenas si tenemos relaciones políticas y comerciales; por supuesto que nos causa una pena infinita ver el conteo de muertos, los heridos, los que perdieron todo, la cantidad de infantes víctimas, los animales desprotegidos…
En estos momentos, en la emergencia, todas esas acciones son necesarias. Socorrer, auxiliar, ayudar, ser solidarios con las víctimas de la tragedia es lo único que tiene sentido ante la inmediata situación. Pero la catástrofe de Mocoa, también revela, más allá de la caridad, nuestra responsabilidad en la manera de exigir a las autoridades correspondientes las políticas de protección, defensa del medio ambiente y de las poblaciones en riesgo. Unos días antes de que ocurriera la tragedia, muchos de los que con buena intención ahora se lamentan y tratan de ubicar responsables, consideraban a los habitantes de Cajamarca –un municipio que decidió, a través de un plebiscito, oponerse a un millonario contrato de explotación minera– como románticos trasnochados que se oponían al progreso.
Un Estado laico que se fundamenta en el principio moral y cristiano de la caridad que practican sus ciudadanos para solucionar los problemas es un Estado fallido. Mientras todo el país, como es natural, se concentra en Mocoa, más de 200 sitios en Colombia, según estudios, pueden correr la misma suerte que la capital del departamento del Putumayo. ¿Dónde están las políticas de prevención de desastres del Estado colombiano?, ¿dónde está la responsabilidad ciudadana para exigirlas?; ¿dónde está el compromiso de los planes de desarrollo de los entes territoriales con esa prevención?; ¿dónde está el compromiso previo –no solo en la tragedia– de los empresarios y compañías ante otros posibles desastres? O acaso la única alternativa es esperar que ocurra la catástrofe para entonces sí ser eficientes en la organización de la caridad ciudadana y mundial.
Pablo de Tarso en la Epístola a los Corintios dice que un hombre podría poseer el don de la adivinación y mover montañas con su fe, pero que no sería nadie sino tuviera el don de la caridad. Funciona, por supuesto, como un asunto de fe cristiana, pero es deber de un Estado laico prevenir para no tener que depender de la caridad de sus ciudadanos.