El problema no es la enseñanza crítica de la religión, sino poner de rodillas a los alumnos para rezar
En la Antigüedad llamaron modernos y ateos a los cristianos…, ¿se lo imaginan? En el cristianismo fue primero el espíritu y después la letra, la vida y después la institución, el mensaje y los mensajeros sin asiento y después los pastores y el rebaño: los obispos y la grey, las cátedras y los templos. Jesús anunció el evangelio, y después vino la iglesia. Y con ella los clérigos y los maestros, la gente del libro y de la administración: la autoridad consagrada y el pueblo profano en la materia, los fieles y los infieles, la catequesis y la misión. Y la modernidad de los primeros cristianos se acabó. Todos a misa –se dijo– pues fuera de la iglesia no hay salvación. Y la «cristiandad» que hizo a los cristianos –la fe libre y responsable, como la «humanidad» que nos hace humanos– fue desplazada por un régimen de cristiandad que los deshizo para hacerles meramente religiosos. El trono y el altar –el cetro y la caña del catecismo– pusieron a los hombres de rodillas.
Hasta que la razón puso a los súbditos de pie, a la religión en su sitio, y en el poder a los burgueses. La Ilustración apareció como la luz que ilumina a todo hombre en este mundo, la enciclopedia como la biblia, y la escuela obligatoria como la nueva iglesia sin la cual no hay salvación. Y se presentaron en público los nuevos clérigos, preparados y autorizados para educar a los ciudadanos.
La lucha que vuelve una y otra vez sobre la enseñanza de la religión en la escuela, parece la guerra entre clérigos de la vieja y de la nueva observancia. Catolicistas y laicistas aparecen como la cara y la cruz de una misma moneda. Todos los clérigos creen que hay que ir a la escuela para salvarse, ese es el primer dogma. Y el segundo, que la escuela obligatoria ha de ser gratuita. Todos creen, y apenas hay quien lo piense. Lo de menos son los contenidos que se imparten y lo de más el mito de la escuela y el rito de iniciación al que se somete a los alumnos. Porque los niños –y todos son menores en la escuela– no hacen preguntas, o solo aquellas que van para exámenes y se programan de acuerdo a respuestas establecidas. La enseñanza oficial es lo que tiene, que es ortodoxa. El que no aprueba, no se bautiza. Y como la letra con sangre entra, la doctrina y la caña del catecismo reaparecen en la enseñanza reglada
No obstante pronto hará medio siglo que I. Illich y E. Reimer advirtieron de que la escuela obligatoria ni es necesaria para la salvación ni gratuita como pretende, sino costosa y penosa –perjudicial, incluso– si no educa para la libertad. Una escuela que fracasa en la educación de buenos ciudadanos no es excelente, es execrable. Pero la educación no es una asignatura sino una forma de vida que se adquiere como filosofía práctica: es saber vivir y vivir como se sabe. Y esto no se aprende de los libros ni en los libros: depende de cómo se vive con los alumnos y, también, de cómo se enseña. Maestros y no textos.
¿Ha de enseñarse la religión en la escuela? No si viviéramos en un mundo sin religión. Pero sin duda alguna si vivimos en un mundo en el que el hecho religioso es una verdad como un templo. El problema no es el contenido. Los que ofrece la escuela son tantos o más que el surtido de artículos en un supermercado: se enseñan lenguas –sobre todo el inglés, pasando por encima de la materna– mates, cerámica, tocar la flauta, historia, medio ambiente, filosofía incluso –que ya es decir– geografía, química, física, ciencias de la salud, y cualquier otra que merezca tal nombre en el mundo académico o en las agencias de calificación acreditadas para el caso. Por no hablar de la «educación financiera»… para los bancos y el estado de malestar, que se está introduciendo a la par que la gastronomía –en auge– para comer menos sino mejor. En la enseñanza reglada básica el menú de asignaturas es abundante, sin olvidar los «masters» en la universitaria para quien los pueda pagar. Tal abundancia podría interpretarse generosamente como una ampliación de la libertad individual. Pero no es así. El consumo de la enseñanza está regulado por la lógica del mercado y depende de la demanda del sistema económico y la oferta de trabajo. Las preguntas que uno se hace, las que interesan en la vida y de la vida, las que uno lleva consigo y que le duelen, las que le mueven y levantan el ánimo, las que tienen sentido o no lo tienen inmediato, ni recompensa económica por supuesto, ni reconocimiento siquiera, las que tienen valor y nunca precio, esas, no van para exámenes. Van a la papelera. Y la caña del catecismo en la escuela parece cada vez más alargada. Ese es el problema. No la enseñanza crítica de la religión, sino poner de rodillas a los alumnos para rezar. Siendo así que la crítica a la religión –no el desprecio ni la ignorancia– podría ser el principio de toda crítica.
Filósofo