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La burka y la República

Tan inclinados son los franceses a dar lecciones a todo el mundo –muchas veces con fundamento, otras no tanto— como renuentes a aceptar las observaciones de los demás. Sobre todo si se pronuncian con acento anglosajón. Las palabras de Barack Obama en El Cairo, donde abominó de la pretensión occidental de dictar la vestimenta de las mujeres musulmanas, fueron recibidas en la patria de la laicidad y el igualitarismo a ultranza –donde el velo está vetado en las escuelas públicas desde el año 2004– con una expresiva frialdad. Ningún debate, ninguna pregunta, ninguna duda ha suscitado tan evidente amonestación de parte del presidente de la primera potencia mundial. Sólo una ligera incomodidad, la constatación de que la luna de miel entre París y Washington está infestada de molestos roces. Hoy con el velo, mañana con la bomba atómica.

Lejos de cuestionarse si la erradicación del velo en los centros escolares públicos –donde la ostentación de todo signo religioso está prohibida– ha conseguido alcanzar el objetivo pretendido, un grupo de una sesentena de diputados de todo el espectro político plantea ahora dar un paso más y ha propuesto que una comisión aborde la posible regulación y prohibición del uso de la burka y el nikab. Una idea que ha encontrado eco entre algunos miembros del Gobierno –como la secretaria de Estado para las Ciudades y ex fundadora de Ni putas ni sumisas, Fadela Amara— y profundas reticencias en otros.

El argumento de los parlamentarios es doble: por una parte, escriben en su propuesta de resolución, tales prendas llevan a un "estadio extremo" la práctica de marcar a través de la vestimenta la pertenencia a una religión, lo cual socava el principio de laicidad en que se sustenta la República y la unidad de todos los franceses; por otra, se trata de una indumentaria degradante que atenta contra la dignidad de la mujer, a quien coloca en "una situación de reclusión, exclusión y humillación insoportable".

Es difícil no comprender la inquietud de los parlamentarios franceses ante un fenómeno que denota la venenosa expansión del extremismo religioso y la intolerancia en las barriadas de la banlieue. Y más difícil aún, imposible incluso, no compartir su repudio de una costumbre retrógrada y discriminatoria que violenta cualquier conciencia.

Et pourtant! Y sin embargo, ningún argumento, por irrefutable que parezca, está libre de contradicción. Tampoco el de los vigilantes del espíritu republicano. La regulación de la indumentaria de los ciudadanos –por justificada que se presente– ¿no es de algún modo una intromisión intolerable en la esfera de la vida privada, en el ámbito de la libertad individual de las personas? ¿un atentado contra la libertad religiosa incluso? ¿Cómo determinar si una mujer viste la burka o el nikab por imposición del marido o por propias convicciones? ¿Compete al Estado decidir si un comportamiento de este tipo es fruto del libre albedrío o consecuencia de la alienación producida por una educación opresiva? Y en tal caso, ¿debe la República redimir a quienquiera que sea de su arcaica visión de la vida? ¿Y si no se trata de un problema de ignorancia o iletrismo? ¿Y si es una opción ideológica? ¿Es que sólo los hombres pueden ser extremistas?

La burka y el nikab constituyen la expresión extrema de una concepción que sitúa a la mujer en posición de sumisión con respecto al hombre. Pero ¿no lo es también el velo, en una forma suavizada? ¿No son también, ambas opciones, un signo de identificación con el Islam? ¿Debería prohibirse asimismo el velo en la calle como se ha hecho en la escuela? Y si así fuera, ¿sólo el velo de las mujeres musulmanas o también el pañuelo que llevan en el pelo las integristas católicas lefebvristas de Saint Pie X? ¿Y qué decir, entonces, de la particular vestimenta de los ortodoxos judíos? ¿habría que prohibir los sombreros de ala ancha, los trajes negros, las kipás y los tirabuzones? ¿las crestas de los punks, quizá? ¿los strings?… Muchas preguntas posibles y ninguna respuesta evidente.

Hay también otra manera de abordar la cuestión. Suponiendo que los principios que invocan los promotores de la iniciativa fueran incontrovertibles, cabe preguntarse aún sobre la utilidad práctica y los posibles efectos secundarios indeseados de la medida. Prohibir el uso de la burka y el nikab en los espacios públicos –como defiende explícitamente el diputado comunista André Gerin, uno de los firmantes– ¿contribuiría a liberar a las mujeres obligadas a llevarlo de su triste destino? ¿o, por el contrario, las condenaría a mantenerse para siempre encerradas en su casa? Naturalmente, la República no puede tolerar semejante secuestro. Pero… ¿tiene capacidad real para evitarlo? La prohibición en sí misma, ¿no presenta el riesgo de generar, en un efecto bumerang, un movimiento reivindicativo, identitario, en la comunidad musulmana a favor de tales prendas, convertidas en símbolo de resistencia? ¿No lo son ya?

Hanane es una joven francesa de tez morena y raíces marroquíes. Moderna y abierta, muestra un moderado apego a las costumbres, aunque como tantos otros musulmanes en Francia –cerca de 5 millones— cumple con el Ramadán. Hanane viste como cualquier otra joven de su edad y nunca ha llevado velo. Tampoco su madre –de quien podría presumirse una visión más conservadora— lo había llevado nunca. Hasta que se lo puso hará cosa de tres años. ¿Por qué? Nunca lo ha expresado, pero la explicación se intuye inquietante. ¿No será acaso una suerte de reacción de autodefensa, consecuencia de la prohibición del velo en las escuelas? ¿Cuántos velos que se ven hoy en la calle son un resultado indirecto, una respuesta, a la decisión adoptada en el 2004?

Para desterrar el símbolo de una comunidad en nombre de la igualdad hay que estar muy seguro de que esa igualdad es algo más que una quimera escrita en letras de oro en una Constitución. So pena de ser vivido como una agresión. Cabría preguntarse, como ya hacen algunos políticos y analistas, hasta qué punto el repliegue identitario que se vive hoy en las banlieues, la extensión del fundamentalismo islámico, la explosión misma de ira del otoño del 2005 no son el síntoma de que una parte de la población francesa ha dejado de creer en la República y en sus incumplidas promesas.

Hoy el velo ha sido desterrado de las escuelas públicas. Pero la prohibición está lejos de haber acabado con esta práctica. Los más tradicionalistas, los integristas, han retirado a sus hijas de la escuela pública. Algunas han pasado a estudiar en casa –con cursos de educación a distancia–, otras han sido inscritas en centros privados, ya sean islámicos –en marzo del 2007 abrió un instituto de enseñanza media musulmán cerca de Lyon— ya sean católicos –sí, católicos–, donde el velo no está prohibido. La pregunta es: ¿quién va a educar ahora a estas niñas en los tan defendidos valores laicos? ¿quién va a instruirlas en los principios republicanos? ¿quién les va a enseñar que la burka y el nikab son unas prendas execrables que las niegan como personas?

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