Descargo de responsabilidad
Esta publicación expresa la posición de su autor o del medio del que la recolectamos, sin que suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan lo expresado en la misma. Europa Laica expresa sus posiciones a través de sus:
El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.
La bomba que teme Israel no es la nuclear de Irán, dijimos el otro día. Es lo que llaman la bomba demográfica, la curva de nacimientos. Pero no la de los palestinos, ni la de los árabes, es decir los palestinos ciudadanos de Israel. Sino la de los judíos.
La expresión «bomba demográfica» se ha usado durante tiempo para hablar del riesgo de que el sector «árabe» israelí tenga más hijos que el judío y poco a poco vaya alcanzando la mayoría; algo lejano cuando partimos de un 20% en la actualidad, pero un peligro en el horizonte. Era falso. Como ocurre en todas las sociedades, a medida que la población árabe-israelí fue mejorando empleos e ingresos, su tasa de fertilidad ha ido bajando; actualmente está en los 2,8 hijos por mujer, similar a Argelia o Jordania… y por debajo de la tasa de los judíos israelíes, en plena curva ascendente, que ya ha superado los 3,1 hijos por mujer.
Así las cosas, no faltan titulares triunfales en la prensa israelí: Crecimos y nos multiplicamos, el pánico ante la amenaza demográfica árabe queda conjurado, bienvenidos al luminoso futuro de Israel, judía para siempre. Pero no todos tienen claro que ese futuro judío de su Estado sea luminoso. A algunos les parece cada vez más negro. Del color de las chaquetas y los sombreros de quienes allí se llaman simplemente «ortodoxos», sin el «ultra-» que les ponen en el resto del mundo.
Los ultraortodoxos, también llamados haredíes, dedicados casi enteramente al estudio de la tora (ellos) y la crianza de los hijos (ellas), conforman hoy el 13 % de la población del país, algo más de un millón de personas, y crecen más que ningún otro sector, un 4 % al año, gracias a una tasa de fertilidad cercana a 7 hijos por mujer. Ya ahora, uno de cada cinco niños menores de 14 años es haredí. Y el problema no es que los niños estudien mucho la tora, sino que no estudien casi nada más. En las escuelas ultraortodoxas solo hay nociones elementales de geografía, matemáticas o ciencias, y tres de cada cuatro ni siquiera aprenden inglés.
En un país, donde el sector de la alta tecnología representa el 18 % del producto interior bruto y la mitad de las exportaciones, no cuesta mucho predecir en qué momento del futuro colapsará la economía por falta de mano de obra especializada. O por falta de mano de obra a secas, porque la mitad de los hombres haredíes no trabaja en ningún sector: los mantienen sus mujeres y el Estado.
Pero mucho antes de llegar a ese descalabro económico, temen muchos, lo que colapsará en Israel será la democracia.
Los ultraortodoxos aparentan vivir en un mundo aparte con su traje negro y su gorro de piel, pero ya no son antisionistas
Los ultraortodoxosno son demócratas: hacen lo que digan los rabinos. Pero tampoco lo son ese otro millón largo de judíos que se definen como «religiosos» (dati en hebreo): si los principios democráticos entrasen en conflictos con la halaja, la ley judáica —lo que llamaríamos charia en el islam—, esta última debe prevaler, opina el 65 % de este sector, con solo el 11 % dando prioridad a la democracia. Entre los dos millones de judíos que se definen como «tradicionales» (masorti), un 56 % está en el equipo democrático y el 23 % en el divino, según una encuesta del Pew Research Center de 2015. De momento, los 3,5 millones que se definen como laicos (hiloni), mantienen Israel en el lado demócrata. La pregunta es durante cuánto tiempo.
Porque no solo la natalidad marca el rumpo. También lo hace la migración. Cada año llegan 20-30.000 inmigrantes (el año pasado se disparó hasta los 70.000, debido a la guerra de Ucrania), pero al mismo tiempo, muchos israelíes abandonan el país para buscar un futuro mejor en Estados Unidos, Alemania o Canadá. ¿Cuántos? Esto es el secreto mejor guardado de la Administración israelí, y el mayor tabú en el debate público, en el que la ‘aliyah’ («ascenso», inmigración a Israel) es un acto encomiable y la ‘yerida’ («descenso», emigración) una traición a la patria que no debe documentarse. Lo que está claro es que impulsa un cambio social: quienes se van son sobre todo trabajadores altamente cualificados con expectativas de encontrar trabajo en el extranjero y poco acordes con el griterío ultraderechista y ultrarreligioso que domina el debate público.
El fenómeno tiene potencial de dispararse, porque cada judío laico y liberal que se va deja a los demás con la sensación de que el otro bando se hace mayoritario y que no vale la pena quedarse. Al igual que los ultraortodoxos no se casan nunca fuera de su comunidad, los hiloni tampoco: solo un 7 % tiene una pareja que no pertenece a su bloque, según el informe de Pew. Las fronteras entre los masorti y los datise difuminan algo más, con hasta un 20 por ciento de matrimonios «mixtos», pero porque se solapan en su adherencia a lo divino: un 85 % de los dati y un 44 % de los masorti está a favor de prohibir todo tipo de transporte público el shabat, el día del descanso judío, un 32 % de los primeros y un 18 % de los segundos impondría la segregación de sexos en los autobuses utilizados por los haredi.
Israel no tiene Constitución; el único organismo capaz de poner un poco de orden en el patio es el Tribunal Supremo
Estos, los ultraortodoxos, aparentan vivir en un mundo aparte con su traje negro y su gorro de piel. Pero quedan lejos los tiempos en los eran antisionistas. Ahora, su visión del conflicto palestinos —»la paz es imposible»— no se diferencia ya de la ultraderecha sionista. La única diferencia es que no ponen mucho de su parte, intentando apartarse del mundanal ruido, mientras que los dati tocan las trompetas de la voluntad divina sin miedo a ensuciarse las manos en un taller mecánico ni con el gatillo de una pistola.
Para un judío hiloni, quizás la tercera parte de su nación ya son talibanes, y dado que también los dati tienen una tasa de natalidad que duplica la de los laicos, la deriva es imparable. La frena algo la llegada de nuevos inmigrantes, porque la gran mayoría son rusos y ucranianos poco religiosos —muchos no son siquiera judíos para las normas rabínicas— pero tampoco son muy dados a fundirse con la comunidad asquenazí liberal heredera de los fundadores. Gran parte mantiene el ruso como idioma cotidiano y participa poco en el debate político. Y cuando lo hacen, a menudo es desde la ultraderecha, como votantes de Israel Beitenu, el partido del moldavo Avigdor Lieberman. Sí, ese hombre, nueve veces ministro, residente en un asentamiento ilegal en Cisjordania, defensor de la pena de muerte y de la expulsión de los «árabes» de Israel, que ya sugirió en un mitin cortarles la cabeza a los palestinos con un hacha. Un hombre que hoy parece moderado, comparado con los nuevos aliados que se ha buscado Netanyahu, igual de ultraderechistas pero además fervientemente religiosos, gente como Bezalel Smotrich e Itamar Ben-Gvir. El primero, detenido por sospechas de planificar actos terroristas, hoy es ministro de Finanzas. El segundo fue condenado por vínculos con el movimiento de Kahane Hai, terrorista bajo la ley israelí. Hoy es ministro de Seguridad Nacional.
Esta gente ha venido para quedarse. La natalidad juega a su favor y no hay nada que los pueda frenar. Israel no tiene Constitución. El único organismo capaz de poner un poco de orden en el patio es el Tribunal Supremo. No es que haya dejado el listón muy alto, confirmando reiteradamente la legalidad de la tortura, pero para Netanyahu es un peligroso cuerpo de ultraizquierda. Por eso impulsó este año una reforma legal que debía poner fin al hábito de los magistrados de vetar leyes o nombramientos de altos cargos por ser «no razonables». Otra enmienda prevé que una simple mayoria del Parlamento bastaría para desactivar una sentencia del Supremo. Porque ahora, se quejan impulsores de la reforma, el Gobierno no puede hacer nada si la Judicatura no quiere. Y la Judicatura se renueva a sí misma, no está sujeta al voto popular. Una élite alejada del pueblo que ostenta un poder no democrático, en opinión de sus detractores. El último baluarte contra la marea de ultraderecha —o de extrema ultraderecha radical, en una escala europea— que se ha hecho con el poder en el país, según sus defensores.
Las dos visiones empezaron a chocar en la calle. Desde febrero hubo manifestaciones crecientes que llegaron a reunir en Tel Aviv a más de 200.000 personas, casi la mitad de la población de la ciudad. Hubo huelgas nacionales, movilizaciones del sector empresarial, especialmente el de la tecnología, llamamientos de reservistas a negarse al servicio militar, protestas contra la «talibanización» del país. Y también hubo marchas a favor de la reforma, igualmente con 200.000 manifestantes, muchos de ellos colonos de los territorios ocupados; esa gente que nunca sale a la calle sin la pistola al cinto.
Los religiosos, así lo sienten los manifestantes, han robado el país fundado por idealistas de la izquierda europea
La palabra «guerra civil» empezó a estar en boca de todos, de expresidentes hacia abajo. Era el viejo temor de Israel. En 2016 lo había aireado Tamir Pardo, exjefe del Mossad, el servicio secreto, recordando que la tensión interna era mucho más peligrosa para Israel que cualquier amenaza externa, empezando por la ficticia de Irán. Yo la había escuchado ya en 2001. “Si los árabes fueran listos, se quedarían quietecitos unos años. Sin atentados suicidas. Entonces nos daríamos cuenta de que nuestras sociedades son irreconciliables. Estallaría la guerra civil”, me dijo el viejo kibbutznik Uri. Tenía claro quién era el enemigo. «Los de negro», señalaba a dos chicos con traje y sombrero de copa, el uniforme de los ultraortodoxos. «Los odio. Muchísimo más que… más que a los árabes no puedo decir, porque a los árabes no los odio”.
Los religiosos, así lo sienten los manifestantes, han robado el país fundado por idealistas de la izquierda europea con el designio de convertir al «pueblo judío» en una nación moderna, arrancarlo de sus centenarias mazmorras religiosas, liberarlo de su clero. Así lo plantearon los iniciadores, desde el liberal Theodor Herzl hasta el fascista Zeev Jabotinsky. Los pioneros de los kibbutz en la primera mitad del siglo XX fueron más allá: en sus comunidades no había sinagogas. El adjetivo «judío» era despectivo. Querían ser una nueva nación: orgullososo hebreos. Sin dios ni amo.
Cargaron a conciencia el arma del futuro, y el tiro les salió con terrorífico estruendo por la culata.
Se lo podrían haber figurado: la noción de un «pueblo judío» unido por lazos de sangre es un mito religioso con la misma base en la realidad que la partenogénesis de la virgen María o la existencia del Corán desde antes de la creación del mundo: ninguna. Declarar patria un trozo de tierra mediterránea porque Dios se lo prometió hace tres mil años a un pastor de ovejas babilónico es de un fundamentalismo de libro. No se dieron cuenta. Pensaban que bastaba con meter a los rabinos en las sinagogas, como un Ejército en sus cuarteles, según lo formuló Herzl, para que no molestaran, y listo.
Cargaron a conciencia el arma del futuro, y el tiro les salió con terrorífico estruendo por la culata.
La pequeña concesión de David Ben Gurion de prometerles a esos rabinos en 1947 el monopolio de oficiar matrimonios era la primera fisura que dinamitó el proyecto y allanó el camino hacia la teocracia. No, un ciudadano israelí judío no puede casarse con una ciudadana cristiana ni, desde luego, con una musulmana. Ni viceversa. Ni siquiera se pueden casar dos ciudadanos judíos, si uno de ellos ha nacido de una mujer separada de su marido pero no divorciada según las leyes rabínicas, algo prácticamente imposible si el marido desaparece o se empeña en no firmar. Suena medieval, suena a chiste, y si no ha llevado todavía a nadie a incendiar sinagogas es porque el Tribunal Supremo estuvo al rescate y ha obligado a aceptar como válidos los matrimonios civiles celebrados en el extranjero. Siempre es más barato un vuelo a Chipre que una revolución. Mientras exista el Supremo, claro.
Si Netanyahu le quita el poder al Supremo, a ese 40 por ciento de los judíos que no quieren vivir bajo el yugo de sus rabinos, en una teocracia, solo les queda el exilio. O la guerra civil.
La guerra civil estuvo a un tiro de pistola desafortunado, cuando el Parlamento aprobó la ley contra el poder «razonable» de los magistrados y estos mismos magistrados se propusieron analizarla. El otoño se avecinaba caliente. Hasta que atacó Hamás.
El ataque cambió todo. La nación estaba, ahora sí, bajo una amenaza de fuera. Los reservistas amotinados arriaron bandera y acudieron a filas. Ya no hubo médicos en huelga. Desde el extranjero, miles de israelíes en vacaciones tomaron el primer vuelo a casa para no dejar sola a la nación en su momento más difícil. Hermanados por el dolor y la sangre, se enfrentaron juntos a Hamás hijos de colonos y de kibbutzniks. Netanyahu, tras remolonear un poco, declaró archivada y cancelada la reforma judicial. Israel estaba salvada.
Al menos de momento. Hay quien recuerda con amargor que Netanyahu tardó una semana en visitar los kibbutz arrasados por Hamás. Porque eran kibbutz, eran de la vieja guardia sionista laica, lugares donde se celebraban fiestas de música electrónica con chicos y chicas bailando juntos, núcleos de la izquierda, votantes del otro bando. Entre las muertas había incluso una famosa activista por la paz con Palestina. En el fondo, apuntaba alguno, a Netanyahu no le vino tan mal que ellos, precisamente ellos, fueran las víctimas de Hamás. Total, no tenían ya lugar en la nación.
Esta amargura sigue, porque quienes vieron a sus familiares morir o desaparecer secuestrados creen que el Gobierno los ha traicionado, quizás a conciencia, al menos por desinterés. Este dolor saldrá a la superficie otra vez en unos meses, un año. Y hará falta un nuevo ataque de Hamás para volver a encolar con sangre un proyecto que irremediablemente se rompe por la mitad. Por eso, esta guerra de Gaza tampoco va a acabar con Hamás. Netanyahu necesita la milicia islamista para evitar la paz. Nunca ha ocultado que la paz no entra en sus planes, y en 2015 lo dijo con claridad: «Me preguntan si vamos a vivir siempre por la espada. Sí».
No se sabe cuánto podrá aguantar Israel esta espiral de la violencia, pero tanto está claro: en algún momento de esa evolución dejará de ser la Israel que conocemos.