Luchar contra el terrorismo es una cosa, y defender el derecho de las niñas a la educación es otra
Una de las más grandes luchas de la historia por los derechos civiles se está desarrollando ante nuestros ojos, casi sin que lo advirtamos. Es la lucha de centenares de miles de niñas y adolescentes por ir a la escuela y recibir una formación que les ayude a independizarse de las estructuras sociales y religiosas que les niegan el acceso a las reglas que rigen en beneficio de los hombres. Es una guerra invisible, una rebelión que se extiende poco a poco, y que, inexplicablemente, no ha logrado despertar nuestro interés, nuestro apoyo, pese a que se trata de la más formidable batalla que se pueda dar por la dignidad del ser humano, ya que la están librando tercas niñas pequeñas y arriesgadas maestras y maestros, que se juegan la vida ayudándoles a esconder libros bajo los burkas.
Gordon Brown, que fue primer ministro británico y que lleva algunos años encargado por la ONU de propagar la idea de la educación global, escribió el año pasado su denuncia: “Igual que los negros se levantaron en Estados Unidos contra la discriminación y lograron transformar poco a poco la sociedad con su público desafío, así las mujeres paquistaníes rehúsan ahora permanecer en silencio y tratan de que sus hijas acudan a la escuela”. Pero, por motivos que habrá algún día que explicar, la lucha contra la discriminación racial inundó los medios de comunicación del mundo entero, y la de las mujeres (y hombres) que luchan para acabar con la discriminación contra las mujeres pasa casi desapercibida.
Tienen que suceder cosas muy “espectaculares”, como el secuestro de más de 200 niñas nigerianas cristianas por un grupo que se llama Boko Haram, para que la comunidad internacional se disponga a hacer algo. Los presidentes de Nigeria y de varios países vecinos anunciaron que acudirían a la reunión convocada en París por el presidente francés, François Hollande, para coordinar esfuerzos y solicitar la ayuda que precisen. Está bien. Pero si se lee con atención la convocatoria, se trata de una reunión para luchar contra el terrorismo, algo, sin la menor duda, imprescindible, pero que no debería excluir el asunto fundamental: cómo defender los derechos civiles de las mujeres en esos países concretos. La lucha contra el terrorismo es una cosa y la defensa del derecho de las niñas a la educación es otra, porque muchas veces la presión y el maltrato no viene de ningún grupo terrorista próximo a Al Qaeda, sino de su propio entorno.
Por supuesto que los responsables de Boko Haram (que asesinó hace un mes a 59 escolares varones de otra escuela occidental) deben ser detenidos y juzgados. Pero cuando el grupo desaparezca, seguirán actuando los talibanes en Afganistán y en Pakistán, y seguirán en pie las estructuras tribales que permiten la violación de adolescentes como pago por deudas familiares y las tradiciones de India que animan a los padres a negar cualquier derecho a sus hijas.
¿Cuándo se va a celebrar una conferencia internacional sobre ese tema concreto? ¿Cuándo se van a poner todos los medios posibles para ayudar a esas niñas y adolescentes? ¿Cuándo se va a poner de acuerdo la comunidad internacional para sancionar a quienes no combatan el matrimonio infantil? ¿Cuándo se van a bloquear los visados de las autoridades de los países que no hacen nada para encontrar a los asesinos de las maestras y maestros que mueren cada mes por ayudar a las niñas a esconder los libros, como relataba Brown? Hace unos meses, cinco profesoras de entre 20 y 23 años murieron acribilladas en Afganistán a la salida de la escuela.
¿Cuándo se va a presionar sin descanso sobre las autoridades de los países que consienten semejantes atrocidades? Quizá nunca. El pasado 12 de mayo, un relator de Naciones Unidas pidió al Gobierno de Canadá que abriera una investigación sobre la muerte y desaparición de 1.200 mujeres de la comunidad aborigen ocurridas en los últimos 30 años. El Gobierno de Canadá, un país moderno, democrático y aparentemente feliz, no lo considera necesario. Caso cerrado.
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