La reciente reconversión en mezquita de la iglesia de Santa Sofía, mal recibida en Occidente, representa un pequeño pero simbólico paso adelante en el proceso de islamización de Turquía. Otros países de Oriente Próximo también se juegan su futuro en una viva colisión entre los valores islámicos y seculares.
Las llamadas primaveras árabes de 2011 trajeron un repunte islamista de distintas categorías que fue aplastado sin contemplaciones en países como Egipto o Siria, o que está siendo aplastado en Libia estos días, sin tener en cuenta que algo parecido sucede en países que no participaron en las llamadas primaveras árabes, como Arabia Saudí, Bahrein o los Emiratos Árabes Unidos.
Tras la debacle general del islamismo de las primaveras, la Turquía de Recep Tayyip Erdogan se ha erigido como el último baluarte de la religión musulmana. Erdogan cuenta con el apoyo de Qatar, y los dos países se esfuerzan por salvar los muebles en Libia y plantan cara a los regímenes que aplastan al islam, lo que ha dado pie a una lucha abierta que en ocasiones trasciende a las meras declaraciones públicas.
En este contexto, Erdogan reconvirtió en mezquita la iglesia de Santa Sofía, que fue museo desde 1934, una decisión a la que se ha respondido con disgusto desde la comunidad occidental, sin tener en cuenta, como ha recordado cierta prensa turca, que más de 300 mezquitas otomanas fueron convertidas en iglesias en su momento sin provocar ninguna condena occidental.
La conversión de santuarios de una religión a otra viene de antiguo. En los albores del islam, los musulmanes convirtieron la que hoy se conoce como mezquita omeya de Damasco, que hasta entonces había sido una iglesia. Un camino inverso siguió la mezquita de Córdoba, y la lista sería muy larga de enumerar en las dos direcciones.
En el caso de Santa Sofía es difícil decir qué es lo que ha movido al presidente turco a dar ese paso, quizás puedan encontrarse varios motivos. Uno podría ser la voluntad de Erdogan de sacudir a sus propios votantes, otro podría ser dar muestras de poderío ante sus rivales, incluso en Europa, y otro podría ser una muestra de fervor religioso, o simplemente el deseo de corregir lo que hace muchos años hizo el secularismo de Mustafa Kemal Ataturk.
El objetivo principal de Ataturk fue crear un estado moderno y occidentalizado que no dependiera de las mezquitas, mientras que el objetivo de Erdogan pasa por crear un estado moderno pero no tan occidentalizado donde prevalezca el islam. ¿Es posible lograrlo manteniendo una estructura democrática? Erdogan piensa que es posible, una opinión que no comparten todos los turcos pero que el presidente impulsa a diario en las distintas esferas del país.
En Occidente se percibe el secularismo como la fuerza que debería ser dominante en Oriente Próximo. Los europeos siguen creyendo que la historia es una evolución lineal hacia el progreso y que el progreso implica dejar atrás la religión o tener una religión ligera. Es una opinión que no está tan extendida en Oriente Próximo y que desde luego no comporten ni Erdogan ni los movimientos como los Hermanos Musulmanes.
En las casi dos décadas transcurridas desde que manda en Turquía, Erdogan ha sido muy cuidadoso con lo que ha hecho. Es cierto que ha islamizado Santa Sofía con el apoyo del 73 por ciento de la población, lo que ha significado un golpe al legado secular del país, pero también es cierto que no ha impulsado medidas que podrían haber suscitado un choque con buena parte de la población, como la prohibición del alcohol o la aplicación sistemática de algunos aspectos de la ley religiosa.
Sin embargo, en las dos últimas décadas Turquía ha asistido a reformas simbólicas de tendencia islamista, como hacer en árabe la llamada a la oración desde las mezquitas o la libertad de vestir el pañuelo que cubre la cabeza de algunas mujeres musulmanas. En un país con más de un 90 por ciento de musulmanes, llama la atención que el uso del pañuelo se legalizara hace solo una década.
Estas reformas, inimaginables cuando Erdogan accedió al poder por primera vez, indican que existe una voluntad islamizante. Sin embargo, a día de hoy es imposible saber hasta dónde va a llegar, ni si continuará después de que desaparezca Erdogan, que a sus 66 años aspira a permanecer en el poder durante todo el tiempo que pueda y cuente con el apoyo de la mayoría del parlamento.
La figura de Erdogan cuestiona la solidez del secularismo en Turquía, y lo mismo puede decirse de algunos países árabes como Egipto. Mientras en Turquía el secularismo ha sufrido varios reveses y una parte considerable de la población se siente más cómoda con el islam, en Egipto es difícil calibrar el alcance del secularismo relativo que impone el presidente Abdel Fattah al Sisi, aunque puede observarse que una buena parte de la población no se siente a gusto con él.
El último sondeo del Barómetro Árabe indica que el 18 por ciento de la población árabe de Oriente Próximo se considera «no religiosa», un porcentaje que todavía es mayor entre los menores de 30 años. Aunque este dato es significativo y se explica en parte porque distintos gobiernos árabes no impulsan el islam como hacían antaño, sino que lo combaten, será preciso esperar más tiempo para ver si esa tendencia se consolida.