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En un mundo tremendamente individualista, es importante que recuperemos el discurso de lo común en nuestros centros. Desde hace unos años, parece que la educación ya no es un derecho, sino un privilegio. Este cambio de perspectiva está vinculado a un discurso que pone el énfasis en los logros individuales, olvidando la dimensión colectiva de la educación como pilar de una sociedad justa y cohesionada. Tenemos una importante batalla cultural en educación: recuperar lo común.
En los debates sobre educación, a menudo se nos presentan dilemas engañosos, trampas que distorsionan el foco del problema real: podemos llamarlos “trampantojos educativos”. La “cultura del esfuerzo” es uno de ellos. Nadie que trabaje en educación va a renegar de la importancia del esfuerzo y la superación personal, pero el debate sobre la “cultura del esfuerzo” desde la meritocracia, que se aborda desde etapas muy tempranas, tiene trampa y esta radica en el modo en que se descontextualiza y se manipula este concepto.
El esfuerzo se ha vuelto, en muchos discursos, una cuestión meramente actitudinal: “Si no tienes éxito, es porque no te esfuerzas lo suficiente”. Echar la culpa a que el alumnado no se esfuerza lo suficiente evita que la sociedad y la escuela asuma su responsabilidad en el fracaso escolar.
El problema de la “cultura del esfuerzo” se agrava cuando ignoramos las diferencias socioeconómicas de los estudiantes. Sabemos que el nivel adquisitivo de las familias es uno de los factores más predictivos del éxito escolar. La posibilidad de acceder a actividades extracurriculares o a clases particulares, por ejemplo, marca una diferencia significativa en las tasas de rendimiento. Por lo tanto, el problema no reside en el esfuerzo en sí, sino en la idea de una falsa meritocracia que se disfraza bajo la etiqueta de “cultura del esfuerzo”, y que desvía la atención de las desigualdades estructurales y socioeconómicas que influyen en el rendimiento educativo.
La verdadera batalla está en exigir al sistema educativo y a la sociedad que se esfuercen en crear un entorno de aprendizaje más justo e inclusivo
No es lo mismo un niño o niña que tiene el apoyo de su familia, que puede proporcionarle un entorno tranquilo para estudiar, ayudarle con sus tareas o costearle unas clases particulares, que aquel o aquella que debe pasar las tardes en casa de su abuela con seis primos más porque sus padres trabajan durante largas jornadas laborales para salir adelante. La verdadera batalla no está en pedir más esfuerzo a los niños y niñas, sino en exigir al sistema educativo y a la sociedad que se esfuercen en crear un entorno de aprendizaje más justo e inclusivo.
Además, en este marco de trampantojos, establecemos relatos sobre todo el sistema educativo generalizando como si todas las etapas fueran iguales, y se nos suele olvidar algo importante: la educación básica (primaria y secundaria) es obligatoria y un derecho del menor. Al igual que la sanidad, debe ser universal y de calidad, garantizando las mismas oportunidades para todos los niños y niñas, independientemente de su contexto social o económico. No obstante, se da una situación, cuanto menos, llamativa: mientras que la sanidad la entendemos como un servicio que debe ser igualitario y accesible, en la educación básica pareciera que toleramos y, en ocasiones, incluso justificamos, la desigualdad. Si a tu hijo le puede ir mejor que al de tu vecino, estupendo.
De este modo, se ha consolidado un modelo educativo que perpetúa las desigualdades en lugar de corregirlas. Es decir, concebimos la educación básica como el punto de partida de una carrera en la que el objetivo es sobresalir y superar al resto, en lugar de garantizar que todos tengan las mismas oportunidades de aprender y desarrollarse. Se nos olvida, una y otra vez, que es un derecho y no un privilegio.
En realidad, esta cultura del esfuerzo, tal como se presenta en muchos discursos, está estrechamente ligada con una visión nostálgica del sistema educativo. Es frecuente encontrar relatos que idealizan un pasado en el que, supuestamente, todo era mejor, aunque las condiciones fuesen desiguales o incluso inadecuadas (y el fracaso escolar mucho mayor). Esta nostalgia se basa en experiencias individuales y en una percepción idealizada de la escuela, ya que todos hemos pasado por el sistema educativo y creemos tener claro qué fue y qué debería ser la educación. Sin embargo, esta visión distorsiona la realidad al ignorar los problemas estructurales y las desigualdades que ya existían en ese pasado supuestamente “mejor”.
Poco a poco se han ido asumiendo socialmente otros trampantojos educativos. Otro claro ejemplo es la supuesta libertad de elección de centro escolar. Aunque se plantea como un derecho de las familias para escoger el mejor centro para sus hijos e hijas, en la práctica, son los propios centros educativos los que terminan seleccionando a las familias, especialmente en el marco de políticas de distrito único que otorgan ventajas a ciertos grupos.
Discursos antes impensable se han ido normalizando socialmente y volviéndose aceptables para la opinión pública
De este modo, cuando surgen propuestas como el “pin parental” o se justifican políticas que priorizan la financiación de centros concertados mientras la escuela pública se cae a pedazos, tendemos a aceptarlas. Este tipo de ideas se han instalado gracias a un desplazamiento gradual de la ventana de Overton. Esto implica que discursos antes impensable se han ido normalizando socialmente y volviéndose aceptables para la opinión pública. Lo que se ha conseguido con esto en los últimos años es naturalizar una narrativa en la que la responsabilidad del Estado en la educación pública se diluye y se presenta la educación como un servicio que las familias deben “gestionar” en lugar de un derecho que el sistema debe garantizar en igualdad de condiciones.
Por lo tanto, es importante que comencemos a ver la educación, no desde la lógica del privilegio sino desde la lógica del derecho. La educación, entendida desde la perspectiva de la justicia social, debe asegurar a todos los individuos las mismas oportunidades de desarrollo y aprendizaje. En este sentido, en la batalla cultural de la educación, el gran desafío al que nos enfrentamos es el de recuperar el valor de lo común. Es tan sencillo y tan difícil como eso. Debemos entender que nos irá bien a todos y todas cuando estemos en un sistema educativo que atienda con calidad a todos y todas. Reivindicar lo común implica reconocer que la educación es un bien social, una herramienta fundamental para la equidad y la justicia, y no un privilegio reservado para quienes pueden pagarlo o tienen mejores oportunidades desde el principio. No es una carrera, es un camino que hemos de recorrer conjuntamente.